La madrugada de ayer,
alrededor de 20 hombres emboscaron el convoy en que viajaba el
secretario de Seguridad Ciudadana de la Ciudad de México, Omar García
Harfuch. El funcionario recibió tres impactos de bala y varias heridas
de esquirla, de los cuales se recuperó tras una cirugía realizada en un
hospital del sur de la capital; sin embargo, dos de sus escoltas y una
transeúnte fallecieron como resultado de la agresión. Horas después, se
informó que al menos 12 personas fueron detenidas por su participación
en el atentado que tuvo lugar en la colonia Lomas de Chapultepec, de la
alcaldía Miguel Hidalgo.
Aunque la jefa de gobierno capitalina, Claudia Sheinbaum, pidió no
especular acerca de la autoría del atentado y esperar los resultados de
las investigaciones que realiza la Fiscalía General de Justicia, a
través de su cuenta de Twitter, el propio García Harfuch atribuyó el
ataque en su contra al cártel Jalisco Nueva Generación (CJNG).
Además de resultar alarmante en sí mismo, el atentado contra García
Harfuch da la puntilla a la construcción discursiva que buscaba
presentar a la capital del país como una suerte de zona blindada, a
prueba de la penetración de los grupos del crimen organizado que desde
hace más de una década controlan extensas porciones del territorio
nacional. En efecto, mientras los ciudadanos de las entidades del norte
del país se veían obligados a desarrollar sus vidas cotidianas en medio
de manifestaciones extremas de violencia y de la inoperancia palpable de
las autoridades, el entonces Distrito Federal –Ciudad de México a
partir de 2016– gozaba de una aparente calma, pese a la persistencia de
ilícitos del fuero común.
La evidente distancia entre el carácter acotado de la violencia
delictiva que tenía lugar en la capital, y las exhibiciones de poder de
fuego que el crimen organizado desplegaba en otras entidades, permitió a
los gobernantes mantener la versión según la cual podía hablarse de
bandas delictivas locales, pero ni cabía calificar a éstas como cárteles
ni había indicios de que las grandes organizaciones delictivas
nacionales operasen aquí. Este discurso de excepcionalidad se mantuvo
imperturbable pese a los constantes y crecientes avisos de que, si tal
inmunidadexistió alguna vez, se había perdido.
Ayer, autoridades y ciudadanos capitalinos se vieron obligados a
confrontar la realidad ante lo que fue un abierto desafío al Estado,
pues no cabe otra interpretación frente al intento de asesinato de un
personaje clave de las instituciones de seguridad, perpetrado además en
un punto emblemático de la metrópoli.
Más allá de las conclusiones a las que llegue la Fiscalía, y de la
imperativa aprehensión del conjunto de los autores materiales e
intelectuales del atentado, estos sucesos deben llevar a las autoridades
de los tres niveles de gobierno, así como a la sociedad –local y
nacional–, a emprender una seria reflexión sobre la gangrena delictiva
que se ha extendido por todo el país. La resignación o, peor, la
normalización, de este tipo de hechos supondrían una derrota intolerable
para el Estado y para todos los ciudadanos que apuestan por construir
un futuro de justicia y equidad.
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