Lorenzo Meyer
Es claro que nada ni nadie puede cambiar lo que ya ocurrió, pero sí se
pueden modificar las maneras y sentidos en que en el presente se
interpreta y reconstruye lo ocurrido, lo que se ha recibido del pasado.
Hoy somos testigos de una fase muy llamativa e interesante de este
fenómeno en Estados Unidos, una lucha política por reinterpretar
aspectos de lo ocurrido hace más de siglo y medio —la guerra de secesión
(1861-1865)— e incluso antes. Algo similar ha ocurrido en otros países
con traumas colectivos.
Se ha argumentado repetidas veces que “la historia la escriben los
vencedores”. La afirmación es cierta…hasta cierto punto. La historia
—esa memoria parcial y selectiva del pasado— la escriben muchos.
Obviamente destaca la narrativa de los vencedores, pero los vencidos no
necesariamente dejan ese campo libre a sus rivales y a veces, con el
paso del tiempo, vuelven a la batalla en sus aspectos simbólicos.
La guerra civil norteamericana, la lucha de los estados del sur (la
Confederación) por separarse de los del norte (la Unión) y construir una
nueva nación fue terrible —entre 600 mil y 750 mil muertos. Tuvo varias
causas; una de ellas fue la oposición en el norte a la persistencia y
posible expansión de la “institución peculiar” del sur: la esclavitud;
institución que también existió en México pero que fue abolida tras la
independencia de España.
La derrota sureña fue total y por un período esa parte de Estados Unidos
experimentó lo que es vivir bajo un ejército de ocupación. Sin embargo,
cuando las fuerzas del norte se retiraron los blancos sureños
estructuraron una forma de vida política, económica y social donde sus
antiguos esclavos y sus descendientes siguieron llevando las de perder:
la segregación racial. A fines de ese siglo e inicios del siguiente,
asociaciones de blancos empezaron a erigir en la antigua Confederación
una multitud de estatuas conmemorando las hazañas de los generales
sureños más notables —empezando por Robert E. Lee— hasta las de un
soldado típico de infantería. Se calcula que se erigieron más de 700 de
estos monumentos. Y es que, para una buena parte de los sureños, sus
antepasados fueron militarmente vencidos, pero no su espíritu.
La lucha de la minoría afroamericana contra las condiciones históricas
de opresión y discriminación que ha padecido ha sido larga, cuesta
arriba y siempre llena de incidentes violentos. Un acto de brutalidad
policiaca en Minneapolis que cobró la vida de un afroamericano en mayo
de este año y que fue difundido por las redes sociales, fue el
combustible que avivó un incendió que ya existía. Las manifestaciones
multitudinarias a lo largo de semanas se hicieron no sólo contra la
brutalidad policiaca sino contra todo el complejo entramado de
discriminación de las minorías raciales. Esta movilización derivó, entre
otras cosas, en una lucha por la reinterpretación del pasado histórico
norteamericano y que ha llevado a remover, destruir o desfigurar
estatuas de héroes sureños en Carolina del Norte, Virginia, Alabama o
Florida, pero también en Detroit o Nueva Jersey. Y de esa defenestración
no se ha salvado ni Cristóbal Colón ni el conquistador español Juan de
Oñate, ya que ambos son símbolos de la destrucción y explotación de las
poblaciones originales de América. Lo más revelador fue el ataque o
remoción de estatuas o bustos de George Washington, el padre de la
patria, por haber sido esclavista o de Ulises Grant, el general norteño
que derrotó al sur pero que durante corto tiempo también fue dueño de un
esclavo.
En México la guerra de las estatuas también ha tenido lugar, aunque de
manera menos espectacular. Para empezar no hay una del conquistador,
Hernán Cortés, y la ecuestre de Carlos IV se le tolera por ser obra de
Tolsá (1803) y por la belleza del animal que monta el monarca (el modelo
fue un caballo mexicano) y se le conoce como “El Caballito”, el
monumento a la pierna de Santa Anna fue destruido, el de Miguel Alemán
en el campus de la UNAM fue dinamitado y la estatua ecuestre de José
López Portillo no duró mucho. En Chiapas, el movimiento indígena se
encargó de derribar con un marro la estatua del conquistador Diego de
Mazariegos en 1992.
De surgir en nuestro país un movimiento de reinterpretación del pasado
similar al que hoy tiene lugar en Estados Unidos, tendría una tarea
agotadora: defenestrar algunas estatuas, pero sobre todo sustituir los
nombres de calles, avenidas, colonias, viaductos, etc. Y todo ello como
parte de la reinterpretación del pasado, que siempre es una forma de
encarar los temas problemáticos del presente.
Profesor emérito de El Colegio de México y miembro emérito del
Sistema Nacional de Investigadores del CONACYT. Licenciado en relaciones
internacionales por el Centro de Estudios Internacionales de...
No hay comentarios.:
Publicar un comentario