Luis Hernández Navarro
El huracán del libre
comercio devastó el campo mexicano, arruinó a pequeños y medianos
agricultores y obligó a millones de pequeños campesinos a migrar a
Estados Unidos o a campos agrícolas del noroeste del país. El libre
tránsito de mercancías agrícolas entre fronteras, con pocas
regulaciones, puso a competir a desiguales en condiciones de igualdad.
No sólo eso. Trastocó radicalmente la dieta de las clases populares
provocando una epidemia de obesidad, desnutrición y diabetes, cuyas
consecuencias afloran hoy con la crisis del Covid-19. Según un estudio
publicado por The New York Times, “en 2015, los mexicanos
compraron en promedio mil 928 calorías de comida empaquetada y bebidas
al día –380 calorías más que en Estados Unidos–, más que las personas de
cualquier otro país”.
La apertura comercial del agro comenzó antes de la entrada en vigor
del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) en enero de
1994. La libre importación de productos agropecuarios caminó de la mano
del desmantelamiento de los precios de garantía y su alineamiento con
precios internacionales. El tratado fue más allá, profundizando esta
liberalización. Obligó a pasar de una mera relación comercial a una
abigarrada integración subordinada económica-productiva. Fue el candado
que cerró la puerta de las reformas neoliberales en el agro.
El TLCAN propinó un golpe demoledor al cultivo de granos y
oleaginosas. México quedó a expensas de las veleidades del mercado
mundial. Importamos más de 45 por ciento de los alimentos que
consumimos. Estados Unidos provee casi la mitad de ellos. En 2018 se
importaron 23 millones de toneladas de granos básicos, equivalentes a
cerca de 4 mil 910 millones de dólares. Se compró del exterior 82.2 por
ciento de maíz amarillo, 86 por ciento de arroz, 70 por de trigo, 13 por
ciento de frijol y 39.3 por ciento de carne de cerdo. Muchos de estos
productos son sobras. Importamos para consumo humano 6 millones de
toneladas de desechos, subproductos o residuos de comida estadunidense.
El tratado provocó la pérdida de unos 2 millones de empleos
agrícolas. Poniendo en riesgo vida y salud, los expulsados de la tierra
marcharon, sin papeles o con ellos, a la nación de la gran promesa.
México se convirtió en el mayor corredor migratorio del mundo.
Heroicamente, contra viento y marea, los campesinos milperos han
mantenido la producción de maíz blanco. Apoyados por las remesas que
reciben de sus parientes en Estados Unidos, han hecho de sus unidades
económicas de producción trincheras donde mantienen vivas sus semillas,
sistemas productivos y la cultura asociada a ellas.
Por si fuera poco, los labriegos que disponen de mejores tierras o de
agua, sufren el acoso de agentes inmobiliarios, compañías turísticas y
grandes agricultores para adquirir sus predios. Y los que viven en las
regiones más escarpadas, padecen la presión de las mineras que anhelan
despojarlos de sus territorios y recursos naturales. Por si fuera poco,
otros más viven bajo la intimidación permanente del narcotráfico con el
fin de usar sus terrenos para la producción de estupefacientes.
Después de arrasar el viejo tejido rural, el libre comercio construyó
uno nuevo, estrechamente vinculado a cadenas productivas y
trasnacionales estadunidenses. En la nueva normalidad teleciana
proliferaron los enclaves productores de berries y aguacate.
Con la región de California con un grave problema hídrico, las
empacadoras del tío Sam se trasladaron a México sin tener que pagar
costos ambientales, para cultivar las hortalizas que su mercado demanda.
Miles de jóvenes en el occidente mexicano se transformaron así en
jornaleros a destajo, y se volvieron adictos a una especie de piedra que
les permite trabajar sin descanso de sol a sol, mientras les fríe las
neuronas.
El país se volvió orgulloso exportador de tequila y cerveza (en manos
de consorcios trasnacionales) y de camarón. Mientras, la otrora
vigorosa producción de café, se desinfló como globo, golpeada por la
roya y la falta de apoyos gubernamentales.
Si hubiera que poner un símil de la relación que se estableció con el TLCAN, diríamos que es un cheesecake
en el que Estados Unidos pone harina de trigo, huevos, levadura, queso,
crema y mantequilla, y México aporta exóticas frambuesas, vainilla y
azúcar (siempre y cuando sea de caña).
Lejos de revertir la naturaleza rapaz de este vasallaje
agroindustrial, el nuevo tratado comercial entre México, Estados Unidos y
Canadá (T-MEC) lo conserva, amplifica y profundiza. Le da otra vuelta
de tuerca, obligando al Estado mexicano a adherirse al Acta de 1991 del
Convenio de la Unión Internacional para la Protección de las Obtenciones
Vegetales (UPOV 91), que otorga derechos de propiedad intelectual a los
mejoradores de plantas –principalmente corporaciones semilleras
trasnacionales– y limita el uso e intercambio de las semillas por parte
de los agricultores, quienes no podrán resembrar el producto de su
cosecha sin el permiso de la compañía que tiene el derecho de obtentor.
Le abre aún más la puerta a los transgénicos y pone en grave riesgo a
las semillas nativas y a las públicas mejoradas.
En el terreno agropecuario, el T-MEC es más de lo mismo, pero peor.
Es un instrumento central para que los oligopolios despojen del uso y
control de las semillas campesinas a quienes las han desarrollado y
cuidado durante miles de años. Es una pieza clave del orden neoliberal
en la región.
Twitter: @lhan55
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