Carlos Martínez García
Nadie estaba preparado para una pandemia de ciencia ficción. El mal nos tomó por sorpresa y sin bagaje para comprender sus alcances. Con ciertos matices, en unos lugares más que en otros, pero las reacciones han sido similares en los países que conforman la villa global.
Cuando los contagios explotaron en China, fuera de virólogos que visualizaron la dimensión de lo que podría diseminarse, las autoridades de cada nación carecían de información comprensible para quien no es científico y consideraron lejana la posibilidad que a su territorio llegase con fuerza devastadora la nueva peste. Por tanto, no informaron sistemáticamente a la población sobre la imperiosa necesidad de comenzar a prevenirse rediseñando los hábitos personales y comunitarios.
Sé bien que la experiencia personal no puede ser normativa. A menudo, por aquí y por allá, incurrimos en generalizar lo vivido y pretendemos absolutizar lo que nos sucedió para extenderlo, como regla, a los demás. Dicho lo anterior, relato una vivencia: a principios de enero estuve una semana en Nueva York. El motivo era participar en un congreso de historiadores. La sede fue un hotel situado en el corazón de Manhattan. Aunque habían quedado atrás las fiestas de fin de año, la ciudad continuaba con el alumbrado público de Navidad y Año Nuevo. Impresionaba ver pletóricas de gente Times Square, Rockefeller Center, el Museo Metropolitano de Arte, la Torre Trump (en cuya entrada personas hacían fila para tomarse fotos) y las avenidas que confluyen al Central Park, y, particularmente, las tiendas de todo tipo. Para entonces el Covid-19 ya estaba causando estragos en China. Nueva York continuaría con el ajetreo descomunal que la caracteriza y pronto estaba registrando el mayor número de contagios en Estados Unidos. Con todos los recursos a su disposición, en EU no hubo la capacidad para prever el cataclismo que irrumpió sembrando muertes. Lo mismo pasó en otras pares de la aldea global.
Pese a contar con medios para explicar continuamente la naturaleza del Covid-19, ser eficaces en transmitir datos duros con el objetivo de hacer dominante la narrativa científica y, por tanto, poner en marcha campañas pedagógicas para que la gente comprendiera la complejidad del virus en términos asequibles a su universo semántico, en unos lugares más que en otros los políticos y especialistas fallaron en cumplir la tarea. Es cierto que tal ejercicio informativo no era, ni es, sencillo de llevar a cabo porque el flagelo estaba en desarrollo y no se tenían antecedentes como para enfrentar algo similar; sin embargo, hoy más que nunca es posible alcanzar a casi toda la población a través de medios tradicionales y las redes sociales. Pese a estos recursos, es de llamar a reflexión la causa por la cual en segmentos importantes de la ciudadanía fructifican explicaciones conspiracionistas y mágicas acerca del origen y alcances de la pandemia, y no son pocos quienes niegan la existencia del virus. En pleno siglo XXI sigue reverdeciendo el árbol de lo misterioso y taumatúrgico.
En el caso mexicano la letalidad del virus encontró muy debilitado al sistema de salud pública. La herencia maldita de anteriores administraciones en este rubro, al igual que en otros, evidenció agujeros inmensos. Hospitales, incluso los de especialidades, con escasa infraestructura y poco personal bien capacitado para enfrentar al diminuto monstruo (sólo por su tamaño, mide 80-120 nanómetro, y un nanómetro es la milmillonésima parte de un metro), debieron toparse con un adversario eficaz en sus demoledores daños y echar mano de valor e ingenio para intentar ponerle freno a los estragos. Además de la histórica debilidad hospitalaria, el sector salud padeció en el nuevo año disminuciones presupuestales, despidos de médicos y enfermeras, lo que debió remediarse bajo presión de la inminente llegada del virus. La falta de implementos y equipos adecuados ha sido exhibida por trabajadores de la salud, y tal insuficiencia es real más allá de quienes magnifican el problema motivados por intereses políticos.
Si en el momento de proferir que el Covid-19 era enfermedad de ricos la declaración fue completamente ridícula, hoy el gobernador de Puebla, Luis Miguel Barbosa, debe engullir cotidianamente sus palabras porque, de acuerdo con Héctor Hernández Bringas, del Centro Regional de Investigaciones Multidisciplinarias de la UNAM, autor de Mortalidad por Covid-19 en México. Notas preliminares para un perfil sociodemográfico, 71 por ciento de los decesos por la pandemia han sido de personas con escolaridad primaria o menor. El virus se ha ensañado con los más pobres, porque sus condiciones de vida son desventajosas y por ello tienen mayor vulnerabilidad.
No debemos quedarnos en el recuento de los daños y cuáles fueron sus causas. El examen tiene que servir para reconstruir el entramado nacional, de tal forma que los desprotegidos de siempre no sean víctimas propiciatorias.
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