Luis Linares Zapata
La descomposición de la élite
política del país llegó a ser un punto referencial generalizado. No sólo
se le suponía de una ineficacia, cierta y comprobada, sino que sus
abusos se llegaron a convertir en mitología cotidiana. Pocas cosas o
conductas podían superar el daño que sus andanzas cómplices podían
inferirle a la nación, como un todo y a cada uno de los ciudadanos en lo
particular. El malestar por la corrupción imperante, extendido
convencimiento popular, se acuñó a la perfección en el concepto de
cleptocracia gobernante. En tan nociva categoría no se distinguía entre
funcionarios menores o mayores, pertenencia a los partidos o cualquier
otra posible franja de ocupación. Simplemente se decía
todos son corruptos. Era casi imposible reconocer salvedades a esa regla derivada de la experiencia en miles de casos conocidos o rumorados. El sustento, sobre todo para motivos de terminar en tribunales, además de nebuloso se refería a un entramado legal y policiaco por demás defectuoso. Un conjunto ideal para la evasión y salvaguarda para las complicidades que finalizaban en impunidad galopante.
Una situación así descrita, mal hecha o deformada al extremo, hacía
nugatorio el ambicionado estado de derecho. Se llegó a pensar como un
panorama con el cual habría que convivir y aceptar. Partir de esas
terribles heridas en el cuerpo social y político de la nación se tornó
asunto prioritario. Tales quiebres malsanos llegaron a considerarse, por
boca de uno de sus presidentes (EPN), como hecho cultural. Poco habría
que hacer ante tal cúmulo de malformaciones heredadas. Poco después, al
rechazarse por el electorado tan maligno destino, se impuso el mandato
de iniciar su compostura completa. No había posibilidad de esquivar la
situación prevaleciente: habría que empezar a enderezar, una por una,
las contracturas que imposibilitaban el avance del país. La lucha se
daría cuerpo a cuerpo con toda una formación cancerosa que, en múltiples
casos, se atrincheró en un archipiélago de ritos y justificantes bien
elaborados. Y en esas aventuras y deberes se ha embarcado con decisión
la actual administración. Al situar la corrupción como el problema
neurálgico a derrotar se puso un objetivo por demás elevado. La muralla a
superar que se viene descubriendo es colosal.
En estos días de fechorías que tienen nombre preciso y hechos
delictivos reales (Lozoya, Agronitrogenados, Fertinal, Etileno XXI,
César Duarte, ex presidentes) se comienza a delinear la posibilidad de
romper con las complicidades protectoras de la impunidad. Los obstáculos
están en su mayoría bien instalados. Salvarlos requiere el concurso de
un considerable segmento de la ciudadanía. El gobierno no podrá, por sí
mismo, completar la tarea. La enorme ventaja, respecto del pasado, es
que ya son un conjunto de maleantes los que están al borde de los
tribunales y las sentencias pueden llegar a formularse. La confianza
ciudadana, empero, se otea como un proceso que se hunde en el pasado
pero también en el futuro. Un tiempo que, para los desconfiados
pobladores del país, se cuenta en días y no en años o sexenios, como
debe hacerse. Lo importante es que, los que entraron en la línea del
fuego de extraditados, prisioneros, señalados, perseguidos o acosados
son numerosos y de nivel mayor. Por suerte y buenas investigaciones, los
crímenes de los que se les acusa muestran claridad en su formulación.
Es, por tanto, una ruta promisoria a seguir para limpiar la vida
colectiva muy a pesar de las salvedades y subterfugios opositores.
A últimas fechas se agrega, a esta pléyade de cleptómanos, todo un
universo de criminales adicionales. Esos que, en lugar de perseguir al
infractor se le unen y, aún más, lo protegen, se benefician de ello y
hasta lo dirigen (narco-Estado). Es decir, son parte integral de lo que
se llama
crimen organizadoesta vez actuando desde el ámbito público. Junto con la cleptocracia, son efectivas pinzas que atenazan al Estado. Una fantasmagórica categoría de personajes incrustados en la administración de justicia. De ninguna manera para aliviar sus terribles consecuencias y sí para agravarlas al extremo. Ya bien se sabe, por estudios y casos locales o internacionales, de la complicidad de malhechores con autoridades. Sin esa sociedad, que debe ser estrecha, es imposible que el mal prospere (García Luna y asociados). Pero, a pesar de esa yunta, todavía resta saltar un valladar enorme para llevar ante la justicia al criminal. El proceso está en ruta precisa y se trasluce la voluntad, emanada desde la cúspide del poder para limpiar sin titubeos o retrocesos el ámbito de la convivencia nacional.
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