Lorenzo Meyer
Aunque no quisiéramos, la contienda electoral norteamericana siempre ha tenido efectos que nos conciernen. La de 1844, por ejemplo, llevó al poder a James Polk y casi aseguró la guerra contra México. La de 1912 que dio el triunfo a Woodrow Wilson significó pasar del apoyo al rechazo de Victoriano Huerta. La de 1932 llevó a Franklin D. Roosevelt a su New Deal y Buena Vecindad a la Casa Blanca, lo que facilitó la política del presidente Cárdenas. La próxima elección, que en realidad ya empezó con la votación anticipada, también tendrá consecuencias para México.La carrera electoral de Donald Trump y que le puso en la presidencia de su país pese a no haber ganado el voto popular, arrancó en 2015 al asegurar que los indocumentados mexicanos "traen drogas, crimen, son violadores y, supongo que algunos, son buenas personas". Esa posición le redituó entre sectores blancos resentidos y racistas. De ahí saltó a proponer la construcción de una muralla que separara físicamente a Estados Unidos de su mal vecino del sur al que, además, estaba obligado a pagarla.
A partir de entonces su política hacia México ha sido un impredecible zigzag. A veces obligó a México a poner a la Guardia Nacional en la frontera sur so pena de imponer tarifas a ciertas importaciones de México, pero otras le facilitó ventiladores escasos para atender enfermos de Covid-19. A veces se propuso humillar al jefe de Estado mexicano —a Enrique Peña Nieto— y otras a invitarlo, tratarlo con diplomacia y dejarle salir indemne del encuentro —Andrés Manuel López Obrador. A veces aceptó que México rechazara su oferta de cooperación en contra del crimen organizado —caso de los asesinatos de la familia LeBaron en Chihuahua— y otras ni siquiera se tomó la molestia de informar a México que se proponía arrestar a un ex secretario de la Defensa. En fin, la lista de contrastes es larga porque una característica de la política trumpista hacia México y el resto del mundo, ha sido precisamente lo errático de su naturaleza.
Estar a merced de una gran potencia imperial, que además es vecina, donde la relación bilateral está marcada por una enorme asimetría de poder económico y militar y cuya dirigencia puede imprimirle golpes de timón inesperados, hace más complicada una situación históricamente difícil.
Es de notar que, en esta campaña electoral al norte del Bravo, el tema internacional, salvo por referencias a otras dos potencias —Rusia y China— ha sido relegado a un plano muy secundario. Puede suponerse que si Joseph Biden se alza con el triunfo, Washington retornará a una política más tradicional y coherente con una definición del interés norteamericano en su relación con el sistema internacional y, por tanto, con México. Esto no haría a la potencia del norte menos imperial, pero sí más predecible.
Sea cual fuere el resultado de la elección en el norte y sea como fuere la solución de un posible conflicto postelectoral, la posición internacional de Estados Unidos no restaurará el status quo. Los cuatro años de Trump ya han dejado una huella indeleble. Y es que, entre otras cosas, en ese período se vio lo fácil que fue para Washington desdeñar a la ONU, hacer a un lado el acuerdo de París, menospreciar a sus aliados europeos, echar por tierra el tratado para limitar la capacidad nuclear de Irán o retornar, sin más, a la innecesaria Guerra Fría con Cuba.
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