Ellas, seguramente indignadas por el secuestro de cuatro periodistas en Gómez Palacio, Durango, el 26 de julio, se dijeron a sí mismas ¡basta!; y lanzaron en libertad la convocatoria a una protesta de oficiantes de la noticia que siempre atestiguan y son escribientes de los hechos.
No. Ahora se trató de encarnar a quienes cegaron su voz y su oficio, que no protagonizan ni reciben solidaridades directas, que ya no podrán nunca más hablar y exigir que aparezcan quienes desaparecieron inexplicablemente o basta a las agresiones y amenazas cotidianas. Quienes no podrán documentar la impunidad.
Las consignas: “Ni uno más” “Ni una más” “Por tu derecho a saber y mí derecho a informar”; “Alto a la impunidad” y “No más agresiones contra periodistas”.
Una convocatoria lanzada en las redes sociales caminó por todas las rutas de la red y llegó a las mesas de redacción, a los correos personales, a las ventanas del twitter. En una semana hubo 823 postes del espacio twitter. Así, cada colega convocó a más colegas. Nadie preguntó quién encabezaba. La llamada era entre pares. Montones de amistades llamaron y se dieron cita, difundieron y convocaron.
La bola de nieve creció, se diría en una respuesta espontánea en defensa de la libertad de informar para asegurar el derecho a recibir esa información, como ese pueblo que soñó un día Rosa Luxemburgo. Y funcionó. La imagen se tomó de la Red Internacional de Periodistas con Visión de Género, con la que se construyeron mantas y algunos carteles.
La convocatoria se fue a las redes gremiales del mundo, a todo el país, a pueblos y comunidades. La indignación dejó de manifestarse en el anonimato. En 96 horas fueron rebasados los membretes y las acciones preocupadas.
Había una certeza común: hacer periodismo en México es peligroso, y pone en riesgo la integridad y la vida: 67 homicidios en 10 años; 11 desapariciones inexplicables y no documentadas. Tres casos investigados en la década solamente; 10 homicidios de periodistas en los primeros 7 meses de 2010.
Muchas palabras y dolores, gestiones en el aire, documentos sin respuesta, cero acciones, cero investigaciones y nada de rendición de cuentas. Resultado: impunidad total, expedientes sin solución, discursos y estadística útil pero ninguna solución concreta. Declaraciones y escritos. Vocerías múltiples, periodistas a la sombra y voces silenciadas. Lo peor: autocensura por miedo.
La propuesta fue sencilla: Decir qué pasa y qué sentimos en silencio: no mesas de negociación, no diálogo con la autoridad. Una solicitud: que hagan su trabajo, que investiguen y solucionen; que cumplan el protocolo internacional que obliga a dar protección al oficio periodístico.
Muy pronto la estadística oficial y no oficial, se desvaneció. La protesta se encarnó, acudieron miles de periodistas de todos los medios de prensa escrita, radio, televisión, agencias de noticias nacionales y extranjeras, diarios virtuales, noticiarios de radio y televisión, oficinas de comunicación social, integrantes de las mesas de redacción, sindicalistas, obreras y obreros de la tecla, trabajadores y trabajadoras de las empresas más antiguas, columnistas y opinadores, quienes hacen las fotografías del día, expertos en la documentación multimedia, tecladistas de las últimas cuatro décadas.
¿Las presencias? De 18 a 70 años; ¿Los orígenes? De todas las posturas ideológicas; ¿Los antecedentes? Con filiaciones y compromisos sociales y sin ellos. Era el gremio, que en México, ha vivido eternamente dividido.
La marcha comenzó a las 12 horas, en el emblemático Monumento a la Independencia, en apenas 70 minutos la escalinata del Ángel de la Independencia, como se le conoce, en la cintura media de la amplia avenida Reforma --semejante a Les Champú Hélices, de Francia-- que va del Bosque de Chapultepec a Tlatelolco, rumbo al antiguo Palacio de Cobián, donde se ubica el gobierno interno.
Había colegas que se sintieron con invitación para asistir, de todos los medios del Distrito Federal y de medios locales de cinco entidades de la República, sin mediación alguna, ni protagonismo. Nadie ya podía representar o hablar por nosotras, pensaron las promotoras de tal cuestión, entre ellas las colegas Daniela Pastrana, Elia Baltazar y Marcela Turati, sorprendidas por lo que se escenificaba, una protesta propia que no sucedió en décadas.
Era insólito. Los escenarios en la calle eran de película: muchas y muchos se sentían extraños, lo normal es ir a reportear las manifestaciones de la sociedad y los sindicatos, pero nunca habían estado tantos y tan distintos en una sola fila, por su propia vida.
Hubo encuentros inusuales, abrazos, saludos, reconocimientos. Las cabezas canas se cruzaban con las negras o rubias apenas salidas de la adolescencia; los tripiés de cámaras de cine compartían, sin apretujarse, con las cámaras en mano; los micrófonos pedían permiso, entrevistaban a quienes normalmente hacen las entrevistas. Había quienes jamás pensaron en sostener un cartel de protesta, ni habían pronunciado una consigna o se habían cuestionado sobre sus derechos en colectivo.
En sus manos y en marcha con silencio acordado, sin aspavientos, se levantaron las fotografías y los significados de cuerpos asesinados de colegas; de quienes se buscan por su desaparición; en sus corazones las miles de denuncias de atropellos se agolpaban, se recordaron las injurias, los maltratos, las amenazas, las humillaciones, los abusos sexuales, como el que sufrió Verónica Alfonso, de Quintana Roo; los secuestros en la montaña, que sufren quienes no tienen la tribuna ni funcionan para la política de denuncia y protección. Las y los olvidados a quienes se silencia sin protesta.
Eran las y los mensajeros del diario acontecer, unidos en una tarde soleada, alegres y en actitud reflexiva, con el alma indignada. Sabiendo que no querían ni mesa de negociación con la autoridad que desprecia el horror en que vive alguien que va a cubrir una nota y arriesga su libertad y su vida, con frecuencia sin conciencia.
Estaban de pronto, asombrados en una sola voz, escribientes de los últimos 43 años, desde que el Ejército cegó a los estudiantes en Tlatelolco, que hablaban en público contra la violencia desatada en un país que recuerda en su piel al millón de muertes por la Revolución Mexicana; escribientes de las promesas y los discursos oficiales; de las narraciones de la desigualdad y la injusticia: periodistas que se la juegan, sin asumirse militantes, que sólo atestiguan hechos y hacen preguntas para la nota del día, para el reportaje, para contar alguna historia.
Ellas y ellos, al fin dando la cara. Y la dieron en al menos 18 ciudades del país simultáneamente: estuvieron protestando, igual, en Tijuana, San Diego, Chihuahua y Ciudad Juárez; en Hidalgo, en Guanajuato, en Durango, en Hermosillo, en Nuevo León, en el Estado de México, en Veracruz , en Michoacán, en Puebla, en Chiapas, en Oaxaca, en Morelos, en Guerrero, en Nayarit y Sinaloa.
De eso se trató la marcha contra la impunidad por los crímenes contra el gremio periodístico, en el país señalado por quienes observan, cuentan y suman, como el primero en América Latina por las cifras del deceso, el desamparo, la persecución, la tortura y la amenaza. No sólo por la inseguridad y el miedo. La mayoría de las denuncias son por atropellos de la autoridad; de las muertes no se sabe, porque no hay investigación; es imposible ubicar si se trata de asesinos del crimen organizado, del Ejército, las policías o el cacicazgo local o nacional. Nadie da cuenta de ello.
Ahora la voz era única: “Ni uno más”, “Ni una más”, era un coro interminable durante el mitin en el que concluyó la marcha.
Quienes participaron en el Distrito Federal, capital de la República, y otras 18 ciudades, dejaron simbólicamente en el piso libretas, bolígrafos, cámaras y micrófonos, como señal de protesta porque no hay seguridades para su trabajo. Nadie parece estar exento. Ni esa mayoría femenina que sale a buscar la noticia, ni esos jefes, hombres de puestos medios, ni esas jefas de redacción o de suplementos o páginas especiales. Es el gremio en peligro, no importa el medio, ni si nos conocemos o nos amamos.
No apareció figura emblemática o simbólica, protestante o en condición heroica. No estuvieron, no acompañaron a las y los periodistas, autodenominados, “de a pie”; sin financiamientos ni honores, En cambio aparecieron 67 nombres, 67 biografías, 67 voces acalladas. Se recordaron las 11 desapariciones; se habló de viudas, madres, hermanos y hermanas, colegas, gente dolida, sin amparo. Eran los que movieron el alma y la inteligencia a esas reporteras cansadas de oír discursos y solidaridades, para poner ahí, las fotografías, al estilo de las madres de Plaza de Mayo, para que las autoridades, simplemente, hagan su trabajo.
El 7 de agosto, aniversario 36 de la muerte de la escritora mexicana Rosario Castellanos, colegas se lanzaron a la calle, sin mediaciones, sin vocerías externas: ellas y ellos, trabajadores de la noticia de al menos cuatro generaciones tuvieron esa cita insólita. Cientos de otras y otros compañeros anunciaron la movilización en México y en el mundo. Les escribieron y contaron lo que hicieron. Sin miedo a no tener pertenencia. En le twitter nadie preguntó si alguien con liderazgo hizo la cita. Simplemente se reunieron y marcharon, con el convencimiento de que les va la razón y se necesita justicia.
Fue un no a la violencia desatada de quienes, sin protección, en riesgo latente, quieren trabajar en paz, a pesar de vivir en un país donde en cuatro años han sido ejecutadas más de 27 mil personas; donde se cruzan los fuegos de la guerra que anunció en diciembre de 2006 Felipe Calderón desde su púlpito presidencial. Quienes informan y hacen o buscan hacer efectivo el derecho de la población mexicana a ser informada, puntual, profesional y ampliamente.
La marcha de 95% profesionales del periodismo y la comunicación, tuvo solidaridades de un grupo de campesinos con camisetas negras cuyo contingente se colocó al final de la formación, de algunas organizaciones no gubernamentales y de muy pocas feministas.
A la una de la tarde llegaron a su destino. La Secretaría de Gobernación para dejar mantas, fotografías teñidas de rojo en el suelo, silencios reprobatorios de la impunidad. Desde adentro, dos subsecretarios, entre ellos Roberto Gil Zuarth, de Gobierno, solicitaban una comisión para dialogar. La respuesta fue seca: ¿Dialogar? ¿Qué hay que dialogar? No. Que hagan su trabajo, que recojan la manta con demandas; que los diputados hagan su trabajo; que las comisiones oficiales hagan lo propio, que se ocupen, que investiguen, que den resultados, que resuelvan. Nada de eso se resuelve en una mesa de negociación, o de diálogo, que dialoguen quienes piensan que el diálogo es solución.
Hoy los instrumentos de la tecnología de la comunicación, las redes, las redes sociales, la confianza, de periodistas entre periodistas, hicieron lo suyo. ¿La solución? ¿Quién la sabe? Simplemente “los queremos vivos”; “deseamos garantías para trabajar, para informar, para hacer posible lo que dice la Constitución de la República. No se anunció liderazgo alguno.
En cambio la noticia corrió como pólvora por el mundo, las agencias internacionales reportaron; las televisoras de oriente y occidente fotografiaron y filmaron, tomaron nota. El gremio periodístico habló. A la mañana siguiente hubo reportes periodísticos “permitidos por los editores” de todas las facturas y tamaños.