De los años 90 para acá, por cada cien niños y niñas que iniciaron la educación primaria, seis años después la terminaron 80, 70 ingresaron a la secundaria y la culminaron 53 para 1999. A la educación media superior entraron 49 y 28 egresaron de ella. Sólo 22 por cada 100 de quienes iniciaron la primaria 12 años antes consiguieron el acceso a estudios superiores (cálculos de Germán Álvarez, citado por Ciro Murayama, Economía UNAM, 7 número especial, 2009). Las diferencias de género en escolaridad se han reducido como a uno por ciento, excepto en el analfabetismo, donde la diferencia entre hombres y mujeres es de 3 puntos, aunque en los sectores indígenas las diferencias de género son cercanas a 50 por ciento. Las jóvenes que se hacen madres antes de llegar a los 20 años son las de estratos bajos, la mitad de las cuales sufren embarazos no deseados, aunque solamente 5 por ciento recurre al aborto. En promedio entre seis y siete de cada 10 jóvenes buscan incorporarse al mercado de trabajo y, según estimaciones del Conapo, entre 2000 y 2005, 220 mil jóvenes salieron del país cada año, lo que representa 38 por ciento del total de la migración internacional. Hoy los jóvenes identifican más a un narcotraficante como Ismael El Mayo Zambada que a un medallista olímpico, sostenía la secretaria de los jóvenes del gobierno de Michoacán: 600 mil jóvenes michoacanos estarán expuestos a formar parte del narcotráfico, dijo la funcionaria.
Esto ocurre justo cuando tendríamos que disfrutar del llamado bono demográfico: el momentum con el mayor número de jóvenes de nuestra historia. Cualquier política sensata tendría que saber aprovechar la reducción significativa de la tasa de dependencia poblacional, y hacer productiva al grueso de la gente que hoy se ubica en esa etapa.
Pero la llegada de millones de jóvenes a la edad reproductiva ocurre ante un perfil caótico de la política económica y de seguridad. Lejos de haber planeado el crecimiento de centros de enseñanza y la creación de empleos formales, está visto que el Estado no se ha ocupado de cubrir las necesidades de la generación del siglo XX. Por el contrario, los somete a una prolongada y permanente situación de angustia y marginación.
Dilo fuerte, ¡que se escuche en todos lados!
. Con ese lema el gobierno federal decidió organizar la Conferencia Mundial de la Juventud 2010. Inicialmente planeada para llevarse a cabo en la ciudad de México, después en Monterrey, y finalmente se decidió que la sede fuera León, tal vez por tratarse de un territorio donde la política está promoviendo los verdaderos valores juveniles; recordemos que apenas el mes pasado la directora del Instituto de la Mujer Guanajuatense (Imug), Luz María Ramírez Villalpando, señaló que el uso de tatuajes en las mujeres es un ejemplo de la pérdida de valores en la sociedad. Digna representante del PAN, tal como la directora del Instituto Mexicano de la Juventud que organiza el encuentro.
No quisiera que la conferencia mundial sea la ocasión para defender la inconstitucionalidad de los matrimonios entre personas del mismo sexo, tal como demandó infructuosamente el procurador federal ante la Suprema Corte de Justicia de la Nación; ni la defensa de las campañas de abstinencia sexual hasta el matrimonio ni la quema de libros de educación sexual o la prohibición de los besos en las calles, como acostumbran actuar los funcionarios en esas latitudes. No quisiera pensar que ahí se va a celebrar el éxito de los cambios de las constituciones estatales, ni que vayan a brindar por haber logrado encarcelar hasta por 26 años a las mujeres que abortan. Por otro lado, un acto de Estado no debería hacer un uso partidista para influir en ese grupo de edad que integra el mayor porcentaje del padrón electoral para el año 2012.
Esperemos que la presencia de algunas agencias de Naciones Unidas y de redes juveniles mundiales que han logrado filtrarse en esas mesas copadas por jóvenes pro-vida
logren sostener el lenguaje progresista del proyecto de declaración y puedan comprometer a México para que firme la Convención Iberoamericana de los Derechos de la Juventud. Porque urge dar un viraje a las políticas excluyentes y oscurantistas, y urge fortalecer la exigibilidad de los derechos humanos de quienes merecen mejores alternativas que la expulsión del país o el narco.
Cuando se habla de la juventud, necesariamente hay que preguntarse a cuál juventud nos estamos refiriendo: ¿a la juventud de las grandes urbes de nuestro país, a la que habita en las zonas rurales e indígenas, o bien, a la que está en las calles, a la que trabaja, a la que estudia o a la que se encuentra en la pobreza o miseria extrema? En realidad, no se puede hablar de una juventud, sino de una serie de situaciones sociales que desembocan en distintas formas de ser, de identidades que se manifiestan de muy diversas maneras.
Existe un segundo común denominador de todos los jóvenes de los diferentes universos: en ningún caso se ha desarrollado una política de atención integral hacia sus preocupaciones, problemas y aspiraciones. Sociedad y gobierno comparten la misma responsabilidad por esta ausencia. Partidos, medios de comunicación y gobierno los ubican bien como un mercado que hay que conquistar por medio de diferentes productos, o bien como clientela política que puede ser cooptada.
Demasiado viejos para ser niños y demasiado jóvenes para opinar y ser tomados en cuenta, pero no para ser puestos a trabajar, para ser explotados, para ser utilizados como objetos sexuales, o para ser considerados carne de presidio, tal es la tragedia moderna de nuestra juventud. Una doble moral que con su hipocresía y discursos esconde la desventura de ser joven en los tiempos del sida, el narco y la transición democrática.
En México, 7 millones de jóvenes viven en situación de pobreza o miseria extrema y, por ello, en condiciones inadecuadas para su desarrollo personal. Debido a la precariedad de sus ingresos y su deficiente calidad de vida, no satisfacen sus necesidades básicas, lo cual repercute en el abandono temprano de los sistemas escolares, no siempre para incorporarse al sector productivo.
Muchos, los excluidos social y culturalmente, logran sobrevivir gracias a empleos mal remunerados o incluso al margen de la legalidad, desarrollando sentimientos de agresividad hacia una sociedad que les teme y los desprecia, pero que sobre todo los excluye. En nuestro país, 24 por ciento de los jóvenes de entre 20 y 24 años son jefes de hogar, con todas las implicaciones que esto conlleva.
Se les dice a los jóvenes que son el futuro, pero obstinadamente se les niega la posibilidad de participar en la construcción de ese mañana que tanto se pregona. Indudablemente, esta actitud está estrechamente asociada con el modelo tradicional de sociedad, que hoy languidece a paso acelerado. Nuestra sociedad ya no se puede fundar en los mismos supuestos atrasados e inoperantes.
La realidad de la juventud presenta múltiples facetas, que corresponden a la percepción que cada joven tiene de sí mismo. Para unos vivir es más complicado que para otros. Muchos sienten que las instituciones ni los representan ni son capaces de resolver sus problemas concretos.
Millones de jóvenes mexicanos han empezado el nuevo siglo en condiciones adversas: una educación pública limitada, excluyente, en donde fracasan millares de individuos, debido a su pobreza y quienes pasan a engrosar la estadística del desempleo, la drogadicción y la violencia, con sus secuelas de prisioneros jóvenes. Pareciera que para muchos jóvenes la única política pública de Estado que se les aplica rigurosamente es la prisión.
La población joven en México se ha incrementado de manera significativa en los últimos años, y lo seguirá haciendo en el futuro próximo como consecuencia del efecto del alto crecimiento demográfico del pasado. Aproximadamente, uno de cada tres mexicanos tiene un rango de edad entre 12 y 29 años, con el consecuente reto que implican la salud, la educación, la recreación, la cultura y la creación de oportunidades integrales para ellos.
Las luchas que han sostenido las y los jóvenes a lo largo y ancho del territorio nacional han constituido verdaderos parteaguas en la historia del país y de sus regiones. Un buen ejemplo fue el movimiento estudiantil de 1968, cuya cuota de sangre y sufrimiento abonó el parto de la incipiente democracia y sacudió la conciencia nacional para decirle que ahí estaban sus jóvenes, deseosos de participar y llenos de esperanza en un mejor mañana. El sacrificio de las juventudes zapatistas durante el levantamiento armado de 1994 aportó con sangre su aspiración por un México más justo y democrático.
Bajo ninguna justificación debe dejarse de lado la participación de los jóvenes y la solución de su múltiple problemática. Históricamente, en la búsqueda de cristalizar el ideal de una nación democrática, justa y libertaria, siempre han estado y seguirán estando los jóvenes, porque son ellos quienes forman la vanguardia de la sociedad y quienes con su idealismo, su visión, pasión y entrega, pueden empujar para transformarla.
Todo lo anterior confirma la urgente necesidad de una política de Estado especialmente concebida para atender a la juventud, que tenga a los jóvenes como referentes permanentes en las prioridades de la acción pública. Para ser efectiva, la política de atención institucional habrá de ser elaborada por los propios jóvenes.
El México del futuro es un país desconocido. Nada está escrito ni nada es lo suficientemente bueno para no ser revisado y mejorado. En ese gran libro en blanco que es el mañana, serán los jóvenes de hoy quienes escribirán.
Con afecto y cariño para las y los jóvenes del EZLN
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