Carolina Escobar Sarti
Si las “minorías” se animan a pedirle al Estado algo que por derecho les corresponde tienen que estar graníticamente unidas, pensar igualito y ser idénticas entre sí. Pero nadie le pide a los sectores hegemónicos, que tradicionalmente las han “minorizado”, que cuando le exigen algo al Estado resuelvan primero sus divisiones internas.
Hace cuatro días, la presidenta de Costa Rica, Laura Chinchilla, dijo: “Está claro que las minorías tienen derechos y esta ley es importante, pero también está claro que a lo interno de las comunidades indígenas existen diferencias de criterio sobre el proyecto de ley, entonces cómo se va a convocar cuando está rodeada de incertidumbre”.
Esto lo dijo en el contexto de un hecho reprochable que acaba de suceder en la Asamblea Legislativa de ese país: un grupo de mujeres y hombres indígenas fue desalojado, de manera violenta, de ese lugar, por ejercer presión al Ejecutivo para que retome el proyecto de Ley de Autonomía Indígena, que busca dotar de potestades y presupuesto propio a los representantes de 22 territorios indígenas del país. Y para rematarla, ella concluyó: “Lamento la actitud de varios diputados que más acuden al histrionismo que a la política en este momento, además aprovechándose de personas humildes”.
La subjetividad del sujeto colonizador, expresada en la más alta autoridad de un Estado, quedó totalmente evidenciada en apenas dos líneas, cuando en la primera impone para los “otros” minorizados lo que no impone para sí y sus iguales; y en la segunda, el hecho de que hable del aprovechamiento de personas humildes, dejando ver una sujetividad romanticona que considera a los indígenas o las mujeres y otros grupos engavetados en la categoría de las minorías, incapaces de pensar por sí mismos y decidir cuestiones fundamentales para su propia vida.
Lo que no dijo Chinchilla, fue que este proyecto de ley fue llevado a la Asamblea Legislativa costarricense desde hace quince años, y que está respaldado por el Convenio 169 de la OIT, sobre pueblos indígenas y tribales, signado por el Estado tico desde hace mucho tiempo. Tampoco dijo que los sucesivos gobiernos han obviado el tema en el país, porque la zona donde viven esas poblaciones indígenas es un área a la que ya le pusieron los ojos encima para el proyecto de generación eléctrica Diquis, entre otros. Es la evidencia de una priorización de los intereses políticos y económicos, sobre lo establecido en una ley que persigue otorgar plena autonomía a los indígenas, elemento secuestrado desde hace más de 500 años para ese escaso 1.7 por ciento de la población, relegado a las zonas más alejadas de los centros de poder y desarrollo. Zonas donde se sigue viviendo en condiciones de exclusión y marginación.
Autonomía es algo que esas poblaciones perdieron con la conquista y parece ser el elemento que se resiste a resucitar cinco siglos después, por las mismas razones. El mecanismo de la fuerza, empleado con el pretexto de que otros grupos pueden tomar la misma ruta de presión, es otra de las evidencias que deja ver claramente que algunos diputados oficialistas no consideran a la Asamblea una casa del pueblo, sino una de pocos. Una de las mujeres indígenas, Luisa Bejarano, quien ha sostenido su resistencia en ese lugar, apoyada por otros diputados y diputadas solidarios, dice: “De por sí ya no tengo nada que perder, no tengo casa y ahora ni tengo tierra”.
¿Qué persona o colectivo puede ser plenamente individuo o grupo sin la condición de la autonomía? Por esa pregunta deberíamos de haber empezado. Porque si bien es cierto que hay proyectos posibles de beneficio para muchos, no se vale ni siquiera pensarlos si tienen que crecer sobre la marginación de otros seres humanos. Todos estos hechos se iniciaron el 9 de este mes, cuando se celebraba el Día de las Poblaciones Indígenas, lo cual habla de las innumerables paradojas que día a día siguen haciéndose presentes en nuestras realidades centroamericanas, tan desiguales, tan despojadas, tan herederas de un tiempo que ya fue, pero que parece seguir estando.
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