Lorenzo Córdova
El díalogo
En 1929 Hans Kelsen escribió un ensayo clásico en la literatura democrática, Esencia y valor de la democracia, en el que señalaba que el atributo definitorio de esa forma de gobierno era la tendencia al compromiso entre las partes. Esa es la premisa a partir de la cual algunos autores, y de manera destacada Norberto Bobbio, han identificado a la democracia como un régimen político en el que las decisiones se toman, mediante procedimientos pacíficos, con el máximo de consenso y con el mínimo de imposición.
Esa tendencia al compromiso se deriva de la lógica incluyente que define a la democracia. El carácter democrático de un sistema político, en efecto, no es sólo el reconocimiento del pluralismo ideológico existente en una sociedad, sino la existencia de mecanismos que permiten que esa pluralidad esté representada en los órganos en donde se asumen las decisiones políticas y en los que mediante una interacción respetuosa y pacífica las mismas se procesen.
La clave para que esa interacción rinda frutos y se generen consensos está centrada en el diálogo entre las posturas diversas con miras a sostener las propias posiciones, escuchar los argumentos de las contrapartes y, paulatinamente, encontrar puntos de coincidencia. El diálogo se inserta así en la esencia de los procedimientos democráticos. Por eso la lógica del funcionamiento de los parlamentos, órganos democráticos por excelencia en los que la pluralidad política se representa, supone que antes de la discusión debe haber espacio para el diálogo.
Por supuesto que en las democracias las decisiones se adoptan con base en la regla de la mayoría según la cual “la voluntad del mayor número prevalece”, pero la mera existencia de una mayoría no supone obviar la discusión (entiéndase diálogo) que debe (insisto: debe, no puede) anteceder a una decisión para que sea realmente democrática. Eso tiene una razón de ser (que seguramente resultará incómoda a los nuevos fanáticos de las mayorías preconstituidas): permitir que la(s) minoría(s) se exprese(n) y sus argumentos puedan ser escuchados y hasta recogidos en una decisión consensuada.
Sobra decir que cuando la realidad política de una sociedad conlleva la falta de posiciones mayoritarias predefinidas, como ha ocurrido en México desde hace más de una década, el diálogo y la consecuente construcción de consensos se impone como una precondición ineludible para poder asumir cualquier decisión.
Todo lo anterior lleva a dar la bienvenida a todo llamado al diálogo, como el que el Presidente ha lanzado para discutir la política pública y las estrategias a seguir para combatir el crimen organizado y particularmente el narcotráfico.
Es lamentable, sin embargo, que el Presidente convoque al diálogo sobre ese tema tres años y medio después de haber tomado unilateralmente la decisión —de dudosa constitucionalidad— de combatir al narcotráfico con el uso de las fuerzas armadas y luego de que su estrategia unidimensional de confrontar al crimen mediante la mera fuerza se ha demostrado no sólo errónea sino ineficaz y hasta contraproducente (vista la escalada incontenible de violencia).
Ya he señalado que todas las experiencias exitosas de combate a la delincuencia organizada han pasado por asumir que ésta responde a numerosos factores de índole económica, social, cultural e incluso política y religiosa, y que sólo diversificando las estrategias puede confrontarse con alguna esperanza de éxito. Ojalá que, aunque tardío, este llamado al diálogo sirva para reencauzar una política pública en materia de seguridad que hace agua por todos lados y que constituya el punto de partida de una nueva lógica de interlocución respetuosa, permanente e incluyente de los actores políticos y sociales que pueda extenderse a otros temas y materias.
Ojalá que esta convocatoria no sea un expediente retórico más que no tenga aparejada una verdadera disposición para matizar posturas, reconocer errores y propiciar consensos alrededor de los cuales redefinir las políticas públicas.
Ojalá que no sea sólo una manera de “curarse en salud” y poder justificar los fracasos de las políticas públicas endilgando responsabilidades a los demás.
Ojalá, en fin, que no sea sólo una estrategia mediática para posicionarse políticamente de cara a los próximos eventos electorales ante los cuales el Presidente, igual que otros actores políticos (gobernadores incluidos), como han demostrado, tiene toda la intención de incidir con francos actos de proselitismo.
Esperemos que no sea así.
Investigador y profesor de la UNAM
Esa tendencia al compromiso se deriva de la lógica incluyente que define a la democracia. El carácter democrático de un sistema político, en efecto, no es sólo el reconocimiento del pluralismo ideológico existente en una sociedad, sino la existencia de mecanismos que permiten que esa pluralidad esté representada en los órganos en donde se asumen las decisiones políticas y en los que mediante una interacción respetuosa y pacífica las mismas se procesen.
La clave para que esa interacción rinda frutos y se generen consensos está centrada en el diálogo entre las posturas diversas con miras a sostener las propias posiciones, escuchar los argumentos de las contrapartes y, paulatinamente, encontrar puntos de coincidencia. El diálogo se inserta así en la esencia de los procedimientos democráticos. Por eso la lógica del funcionamiento de los parlamentos, órganos democráticos por excelencia en los que la pluralidad política se representa, supone que antes de la discusión debe haber espacio para el diálogo.
Por supuesto que en las democracias las decisiones se adoptan con base en la regla de la mayoría según la cual “la voluntad del mayor número prevalece”, pero la mera existencia de una mayoría no supone obviar la discusión (entiéndase diálogo) que debe (insisto: debe, no puede) anteceder a una decisión para que sea realmente democrática. Eso tiene una razón de ser (que seguramente resultará incómoda a los nuevos fanáticos de las mayorías preconstituidas): permitir que la(s) minoría(s) se exprese(n) y sus argumentos puedan ser escuchados y hasta recogidos en una decisión consensuada.
Sobra decir que cuando la realidad política de una sociedad conlleva la falta de posiciones mayoritarias predefinidas, como ha ocurrido en México desde hace más de una década, el diálogo y la consecuente construcción de consensos se impone como una precondición ineludible para poder asumir cualquier decisión.
Todo lo anterior lleva a dar la bienvenida a todo llamado al diálogo, como el que el Presidente ha lanzado para discutir la política pública y las estrategias a seguir para combatir el crimen organizado y particularmente el narcotráfico.
Es lamentable, sin embargo, que el Presidente convoque al diálogo sobre ese tema tres años y medio después de haber tomado unilateralmente la decisión —de dudosa constitucionalidad— de combatir al narcotráfico con el uso de las fuerzas armadas y luego de que su estrategia unidimensional de confrontar al crimen mediante la mera fuerza se ha demostrado no sólo errónea sino ineficaz y hasta contraproducente (vista la escalada incontenible de violencia).
Ya he señalado que todas las experiencias exitosas de combate a la delincuencia organizada han pasado por asumir que ésta responde a numerosos factores de índole económica, social, cultural e incluso política y religiosa, y que sólo diversificando las estrategias puede confrontarse con alguna esperanza de éxito. Ojalá que, aunque tardío, este llamado al diálogo sirva para reencauzar una política pública en materia de seguridad que hace agua por todos lados y que constituya el punto de partida de una nueva lógica de interlocución respetuosa, permanente e incluyente de los actores políticos y sociales que pueda extenderse a otros temas y materias.
Ojalá que esta convocatoria no sea un expediente retórico más que no tenga aparejada una verdadera disposición para matizar posturas, reconocer errores y propiciar consensos alrededor de los cuales redefinir las políticas públicas.
Ojalá que no sea sólo una manera de “curarse en salud” y poder justificar los fracasos de las políticas públicas endilgando responsabilidades a los demás.
Ojalá, en fin, que no sea sólo una estrategia mediática para posicionarse políticamente de cara a los próximos eventos electorales ante los cuales el Presidente, igual que otros actores políticos (gobernadores incluidos), como han demostrado, tiene toda la intención de incidir con francos actos de proselitismo.
Esperemos que no sea así.
Investigador y profesor de la UNAM
Drogas: el factor externo
José Antonio Crespo
Aun si EU quisiera combatir en verdad al narco, poderosas razones políticas y sociales se lo impiden o no se lo hacen recomendable.
Aun si EU quisiera combatir en verdad al narco, poderosas razones políticas y sociales se lo impiden o no se lo hacen recomendable.
A mi juicio, uno de los más graves errores de la actual estrategia contra los cárteles de la droga fue haber hecho descansar su éxito (así fuese relativo) en variables sobre las cuales nuestro gobierno no tiene ningún control, sino que dependen de agentes totalmente ajenos. Se puede con razón afirmar que es indispensable depurar las policías, combatir la corrupción de funcionarios, fortalecer y transparentar el sistema de aduanas, monitorear la red financiera nacional, recuperar el control de cárceles y penitenciarías, mejorar las armas y pertrechos de los cuerpos de seguridad, porque todo ello -o mucho- puede hacerlo en principio nuestro gobierno (cosa distinta es que, por diversas razones, tampoco logre hacerlo). Más complicado es fijar metas que están fuera de nuestro control, pues son esencialmente exógenas, como la reducción de la demanda de drogas en Estados Unidos, la prohibición de la venta de armas, o la persecución frontal de los cárteles que ahí operan, al estilo colombiano y mexicano. De poco sirve que en discursos y ceremonias el gobierno estadunidense reconozca la parte de responsabilidad que le corresponde en este problema, si al mismo tiempo no hace gran esfuerzo por incidir sobre las variables sobre las que él podría influir. Pero aun si quisiera hacerlo, poderosas razones políticas y sociales se lo impiden, o no se lo hacen recomendable.
En 2008 Calderón dijo, por ejemplo: "Se trata de problemas internacionales que sólo con una estrategia internacional se podrán resolver (para ser) capaces de reducir su potencial criminalidad a través de la reducción de la oferta, el suministro de droga, pero también a través de la reducción del consumo y del abatimiento de la renta económica de sus mercados" (7/X/08). Estados Unidos dedica muchos recursos a reducir el consumo en su país y, sin embargo, la demanda ha crecido. Pero incluso si le dedicara diez veces más de fondos, el mercado no desaparecería. Seguirá siendo un acicate a la oferta que proviene de Colombia y México (y de los propios Estados Unidos, desde luego). Si de la reducción-desaparición del mercado estadunidense depende el éxito de nuestra estrategia, pues démosla ya por fallida.
Por otro lado, Calderón dijo a periodistas españoles: "Es inconcebible que las redes mexicanas existan sólo en el lado mexicano y que al pasar la frontera desaparezcan por arte de magia, como si no existieran" (9/VI/08). Y más tarde declaró: "Si el crimen existe dada la corrupción de las autoridades (mexicanas), díganme ustedes cómo se explica el mercado más grande del mundo sin la corrupción de ciertas autoridades en Estados Unidos" (12/III/09). Con ello sugería que allá no se hace el mismo esfuerzo de combatir frontalmente a las redes de la droga. Y es cierto, pero Estados Unidos no adoptará la estrategia colombiana o mexicana para ello, precisamente porque no quieren desatar en su territorio una ola de violencia incontenible como la que hemos padecido los países al sur del Bravo. Allá no están locos; aprendieron bien la lección con la prohibición del alcohol. Aquí apenas estamos experimentando y aprendiendo en cabeza propia (pues nadie lo hace en cabeza ajena). Si de eso depende el éxito de nuestra estrategia, pues ya podemos darla por fracasada.
Y en cuanto al control de las armas allá, el sellamiento de la frontera a ese comercio ilícito o la prohibición a la venta de armas de cierto calibre, ha dicho Calderón: "Yo estoy haciendo mi lucha contra la corrupción en las autoridades mexicanas... pero creo que también falta una buena limpieza del otro lado de la frontera. Washington tiene que controlar el tráfico de armas hacia México" (27/II/09). Pero resulta que los estadunidenses, por razones históricas y culturales, permitieron desde su nacimiento la libre venta de armas, elevándola a rango constitucional. No parecen creer que dicha libertad les haga daño, como sugiere nuestro gobierno. Nos han dicho de mil maneras que eso no cambiará. Insistir en ello es dar vueltas en círculos. Lo dicho; si el éxito de nuestra estrategia depende de lo que haga o deje de hacer Estados Unidos con la demanda de drogas, el combate frontal de los cárteles gringos, y la venta y trasiego de armas, entonces podemos darla por perdida. De ahí la importancia de revisar a fondo esa estrategia, pues si esperamos a que Estados Unidos haga tal o cual cosa, nos quedaremos esperando, en tanto la violencia sigue creciendo aquí.
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