Editorial La Jornada
En las jornadas del Diálogo por la Seguridad, efectuadas en el Campo Marte de esta capital, y a las que han asistido, entre otros, los máximos responsables del gobierno federal en la materia, el titular del Poder Judicial y representantes de la mayor parte de los partidos políticos con registro, se han evidenciado con crudeza tanto las carencias y debilidades de la estrategia oficial de combate a la delincuencia como mostrado las enormes –y acaso irreconciliables– diferencias que ha dejado en la clase política la manera en que la actual administración ha llevado a cabo su ofensiva contra los grupos criminales.
Así, a casi cuatro años del inicio de la cruzada contra el narcotráfico, sus propios protagonistas descubren y admiten que los medios institucionales y legales a su alcance no son los adecuados; que las instancias de procuración de justicia construyen imputaciones defectuosas que desembocan en la exculpación de los presuntos culpables; que los diagnósticos iniciales no correspondían a la realidad y que la infiltración de la delincuencia organizada en instancias del Estado es mucho más profunda y grave de lo que se pensaba. Esta discordancia generó incluso una confrontación declarativa entre el titular del Ejecutivo federal, Felipe Calderón Hinojosa, y su antecesor en el cargo, Vicente Fox Quesada, pero ambos han omitido referirse a factores de continuidad entre una y otra administraciones: de hecho, fue el propio Fox quien dio inicio a los espectaculares despliegues policiaco-militares con los que luego habría de estrenarse en el poder el gobierno siguiente, además de que el michoacano confió responsabilidades estratégicas y centrales a varios de los principales colaboradores del guanajuatense en seguridad pública y procuración de justicia, como Genaro García Luna y Eduardo Medina Mora. Con estas consideraciones en mente, el deslinde entre uno y otro constituye un acto contradictorio e incongruente.
Para complicar más las cosas, el discurso del gobierno federal en el encuentro ha sido confuso: se niega, por un lado, que lo que está en curso pueda llamarse guerra
, pero por el otro se ensalzan los supuestos triunfos oficiales con criterios inequívocamente bélicos. Se pide confluencia de voluntades y criterios, pero desde el poder público se recurre a la descalificación y al golpeteo a los actores políticos no alineados con las posturas del Ejecutivo federal. Se convoca al debate sobre la despenalización de las drogas, pero se descarta y desvirtúa tal posibilidad. Se pregona la pertinencia de una política de Estado en materia de seguridad, pero se persiste en una estrategia facciosa e incluso electorera, determinada por una ideología conservadora y autoritaria, y en el uso de la Secretaría de Seguridad Pública federal y de la Procuraduría General de la República como instrumentos de agresión contra formaciones políticas opositoras. Se habla de considerar otros puntos de vista, pero se sigue desdeñando los elementos económicos, sociales e institucionales de la escalada delictiva, y se porfía en una violenta práctica de aplicación de la ley que propicia los atropellos a los derechos humanos. A pesar de los propósitos de diálogo, persisten la criminalización de la protesta social y la descalificación de los críticos como supuestos aliados –involuntarios o no– de la delincuencia.
Así, paradójicamente, en lugar de impulsar la construcción de un consenso, el encuentro convocado por el gobierno se ha convertido en un escaparate de las incongruencias y la inviabilidad de la actual estrategia de lucha contra el crimen y por la restauración de la seguridad pública y del estado de derecho.
A lo que puede verse, el Ejecutivo federal se encuentra lastrado y desgastado por su propio desempeño como para propiciar la construcción de consensos nacionales en materia de seguridad pública y combate a la criminalidad. En tal circunstancia, las fracciones parlamentarias tendrían que empeñarse a fondo, con visión de país y voluntad política que trascienda partidismos, para emprender una reforma del Estado que coloque a la autoridad en una situación favorable para hacer frente a la delincuencia, a la descomposición institucional, a la impunidad y al naufragio de la seguridad pública que padece la ciudadanía en el momento presente.
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