.-Ciudad
de México.- De acuerdo con información del Registro Nacional de
Personas Desaparecidas y No Localizadas, en México hay 125 mil 785
personas desaparecidas y no localizadas, de este total, 29 mil 24 son
mujeres y en una tendencia sostenida, en la mayoría de las entidades,
son los hombres quienes tienden a desaparecer con mayor frecuencia a
excepción de un par, destacándose el estado de México con el número más
grave de mujeres desaparecidas.
De forma histórica el estado de
México figura como la entidad con el número más alto de personas
desaparecidas, no localizadas y localizadas a nivel nacional. Según
datos de la RNDPDNO, desde 1952 a la fecha desaparecieron 60 mil 752
mexiquenses. De este universo, se segrega de la siguiente forma:
Mujeres
39 mil 430
Hombres
29 mil 322
Fuente: Registro Nacional de Personas Desaparecidas y No Localizadas
En
septiembre del 2024 se cumplió un año de que esta entidad, el monstruo
poblacional más grande del país con 16 millones 992 mil 418 personas
según el último censo de la Secretaría de Economía 2020 donde, además,
el 51% son mujeres, fuera tomada por una mujer: La morenista Delfina
Gómez.
A un año de haber iniciado su gestión como gobernadora en
el estado de México, Delfina Gómez Álvarez, es señalada por la
contradicción entre su discurso de campaña en pro de los derechos de las
mujeres a quienes reconoció como víctimas por casos de desaparición y
feminicidio y la realidad operativa que contrasta con aquella candidata,
pues bajo su mando desaparece 1 mujer cada 12 horas en la entidad.
Lo
que en campaña criticaba, hoy es un pendiente de su gobierno, porque a
un año de que llegó al poder -al corte del 4 de septiembre del 2024- se
reportaron 891 mujeres desaparecidas y sin localizar, de acuerdo con el
Registro Nacional de Personas Desaparecidas y No Localizadas (RNPDNO).
Hay
que señalar que Edomex, es la entidad que tiene el mayor número de
registros de mujeres desaparecidas a nivel nacional, con cinco mil 196
reportes incorporados al RNPDNO en siete décadas; y la mayor cantidad de
feminicidios en el país, según el Plan de Desarrollo del Estado de
México 2023-2029.
Así, en esta entidad poblada -más que Honduras y
El Salvador juntas-, se gesta uno de los fenómenos más poco usuales a
nivel estadístico, donde el número de mujeres desaparecidas ha dejado
atrás a la de sus congéneres. Ante esta realidad que ha atravesado los
planes de Delfina Gómez quien prometió terminar con las desapariciones
señalando en campaña que no habría más feminicidios ni personas
desaparecidas, sosteniendo que se reuniría con las familias buscadoras;
nunca lo hizo.
Como evidencia de esta problemática al interior del
estado de México, si se considera que hay 31 mil 430 mujeres, entonces,
se puede hablar que, para llegar a este número tendríamos que sumar el
número de desaparecidas de, por lo menos 9 entidades: Tabasco,
Aguascalientes, Campeche, Guerrero, Chiapas, Guanajuato, Hidalgo,
Yucatán y Baja California que, de forma conjunta dan 31 mil 375
desapariciones de mujeres. Y, aun así, esta cifra se queda corta a la
registrada por el Edomex, con una diferencia total de 55.
Este
escenario se planta y visibiliza lo endeble del Plan de Desarrollo del
Estado de México que está próximo a cumplir dos años bajo la supervisión
de Delfina Gómez y que pretende, entre otras cosas, identificar los
factores generadores de la violencia y reparar el tejido social de forma
transversal y coordinada; y para ello se estableció como estrategia, el
fortalecimiento de las capacidades de la Comisión de Búsqueda de
Personas.
Entre las líneas de acción de esta estrategia, destaca
la creación de un sistema de información de personas desaparecidas y la
puesta en marcha de proyectos de reconciliación, atención a víctimas y
construcción de paz en municipios con mayores índices de violencia.
A
nivel nacional, el registro de personas desaparecidas -consultado el 25
de marzo del 2025-, mantienen una media donde las desapariciones
segregadas por género tienden a presentar una diferencia importante. Por
ejemplo, al norte del país en Tamaulipas hay 6 mil 882 mujeres
desaparecidas, mientras que el número de congéneres desaparecidos -casi-
se duplica, con 15 mil 628.
A la par, en Sinaloa hay 3 mil 228
desaparecidas y 11 mil 705 desaparecidos. Con este mapeo representativo
se apunta a un panorama estadístico nacional, donde además, son las
entidades con mayor presencia de narcotráfico donde los hombres suelen
desaparecer con mayor repunte; Nuevo León, Sonora, Sinaloa y Jalisco,
esta última, la segunda entidad con más hombres desaparecidos y donde la
diferencia por género es aún más abismal triplicando la cifra de
mujeres no localizadas.
El Programa de Derechos Humanos de la
IBERO sostiene en su portal oficial que, muchas de las desapariciones de
hombres ocurrieron porque fueron víctimas del reclutamiento forzado por
grupos del crimen organizado o tiene relación directa con la venta de
órganos, mientras que las desapariciones de mujeres están vinculadas a
dos agravantes: La trata de personas o crímenes de esclavitud sexual.
A
la par, también existen otras entidades donde las cifras parecen
emparejarse y la diferencia entre la desaparición hombres – mujeres es
apenas mínima entre las que se encuentra:
Baja California Sur
Querétaro
Quintana Roo
San Luis Potosí
Los números rojos: Entidades donde las mujeres están desapareciendo más
De
las 32 entidades, existen sólo 8 -incluido el estado de México- donde
la desaparición de mujeres y niñas es mayor que la de sus congéneres, la
mayoría de estos Estados se encuentran al centro y sur del país donde
se ha documentado el repunte de violencia sexual, feminicidio en niñas y
desplazamiento forzado derivado de las olas de violencia por el control
del territorio, presencia de grupos paramilitares y la trata de
personas -particularmente, mujeres, adolescentes y niñas-.
Entre
las 8 entidades con este desfase estadístico se encuentra Chiapas, con
274 mujeres más en situación de desaparecidas que hombres.
Desde
el 2021, Chiapas atraviesa un escenario de violencia generalizada en
los municipios de Amatenango de la Frontera, Ángel Albino Corzo,
Altamirano, Bejucal, Bellavista, Chicomuselo, Chenalhó, El Porvenir,
Frontera Comalapa, Honduras de la Sierra, La Concordia, La Grandeza, La
Independencia, Las Margaritas, La Trinitaria, Mazapa, Montecristo de
Guerrero, Motozintla, Pantelhó, Siltepec y Tila, según ¿ha denunciado la
Red por los Derechos de las Infancias y Adolescencias en Chiapas
(REDIAS).
La situación ya provocó que grupos de mujeres
indígenas en situación de vulnerabilidad y precarizada estén en riesgo.
En consecuencia, familias abandonaron Chiapas en los primeros 5
episodios de desplazamiento forzado masivo en regiones como Altos,
Norte, Frailesca y Sierra Mariscal.
El resto de las entidades en
donde hay que poner el foco al registrar un número más alto de mujeres
se constituye de la siguiente forma:
Entidad
Mujeres desaparecidas
Hombres desaparecidos
Tabasco
2 mil 144
mil 885
Aguascalientes
3 mil 486
3 mil 93
Campeche
946
731
Chiapas
4 mil 275
4 mil uno
Guanajuato
8 mil 866
8 mil 795
Hidalgo
2 mil 884
2 mil 846
Yucatán
4 mil 305
2 mil 759
Edomex: Una radiografía de la violencia contra las mujeres
De
las seis entidades más pobladas del país, el estado de México presentó,
durante 2023 la tasa más alta de los 14 delitos de alto impacto con 546
por cada 100 mil habitantes.
En el 2024 abrió como la entidad con más casos de feminicidios registrados con 10 registros solo en el primer mes del año.
El
estado de México, además de ser la entidad más poblada del país,
también fue el primero donde se decretó una Alerta de Violencia de
Género contra las Mujeres (AGVM) en 2015 por el delito de feminicidio.
En ese momento se consideraron 11 municipios: Ecatepec de Morelos,
Nezahualcóyotl, Tlalnepantla de Baz, Toluca de Lerdo, Chalco,
Chimalhuacán, Naucalpan de Juárez, Tultitlán, Ixtapaluca, Valle de
Chalco y Cuautitlán Izcalli.
En septiembre de 2019 se decretó una
segunda AVGM en el Estado de México, en esta ocasión -y por primera vez a
nivel nacional- por el delito de desaparición. En este caso los
municipios con alerta fueron: Toluca, Ecatepec, Valle de Chalco,
Chimalhuacán, Nezahualcóyotl, Ixtapaluca y Cuautitlán Izcalli.
El gobierno estatal informó que, a mediados del 2024
se asignaron 110 millones de pesos a los municipios que tienen Alerta
de Violencia de Género (AVG) contra las Mujeres por Feminicidio y
Desaparición.
Esto fue durante la Segunda Sesión Extraordinaria
del Comité Técnico de los Mecanismos para la Operación de Recursos para
la Mitigación de la Alerta de Violencia de Género contra las Mujeres por
Feminicidio y Desaparición.
Para atención de la Alerta por
Feminicidio se destinaron 66 millones de pesos, y para la Alerta por
Desaparición fueron 44 millones de pesos. Los 11 municipios con Alerta
por Feminicidio son: Chalco, Chimalhuacán, Cuautitlán Izcalli, Ecatepec,
Ixtapaluca, Naucalpan, Nezahualcóyotl, Tlalnepantla, Toluca, Tultitlán y
Valle de Chalco.
Durante ese tiempo, la gobernadora encabezó eventos masivos para entregar tarjetas del programa social “Mujeres con Bienestar”, a través del cual se les entrega a las mujeres una tarjeta para disponer de varios beneficios económicos y de servicios.
Antes
de la veda electoral, en el mes de mayo, 624 mil 040 mexiquenses,
recibieron dos mil 500 pesos, hasta por tres ocasiones, según lo
reportado en Gaceta de Gobierno el 17 de junio de 2024.
Y
mientras la atención estaba puesta en la contienda por ganar la
Presidencia de la República, los ayuntamientos y diputaciones, en el
estado de México, 252 mujeres fueron asesinadas durante un lapso de diez
meses.
17 de cada 100 personas que laboran en el campo son mujeres, según la Encuesta Nacional Agropecuaria. Sin embargo, en los últimos seis años no han alcanzado ni el 3% de registro en el Programa de Trabajadores Agrícolas Temporales, único que sobrevive y destinado únicamente a la migración internacional.
Por: Marcela Nochebuena
Para entender mejor
Sin que parezca siquiera percibirlas, las moscas atestan sus pies descalzos. Inmóviles, como el resto de sus piernas, permanecen apoyados en unas sandalias de plástico. Hace casi tres meses que ‘Carolina’, a sus 27 años, no tiene movilidad en sus extremidades inferiores. Un día, trabajando en el campo, la sorprendió un dolor en la cintura hasta que ya no pudo levantarse. Sin seguro social, su esposo y su papá siguen trabajando prácticamente para pagar las cuentas médicas.
‘Carolina’ y su familia nuclear viven en un cuarto de dos por dos metros, en el último rincón de la sindicatura de Villa Unión, Sinaloa —a unos 40 minutos de Mazatlán—. Adentro solo hay un colchón, utensilios de cocina y un par de arpillas con algunos productos del campo, más unas cuantas sillas. En un metro cuadrado más, sin techo, está el baño. ‘Carolina’ bebe un poco de té y caldo en silencio, y espera con resignación.
Por el cuarto, un arrendatario que vive en Mazatlán les cobra 2 mil 500 pesos al mes. La cuenta del doctor particular, que no dio un diagnóstico certero ni mejoró el estado de ‘Carolina’, llegó a más de 8 mil pesos. También hay que pagarle 100 pesos diarios a un policía de tránsito para llegar al sitio donde su esposo y su papá encuentran a un empleador diferente cada día.
En la región sur de Sinaloa, a diferencia de otras sindicaturas cercanas a Culiacán, como Villa Juárez y El Dorado, así es la dinámica para trabajar en el campo: de entrada por salida, cada día “cachar” la mejor oferta entre los empleadores que se congregan muy temprano en el estacionamiento de un supermercado a la entrada del poblado, con la única expectativa de llenar seis o siete arpillas —a 25 pesos cada una—. Si les va bien, ganan 200 pesos por la jornada.
“Estamos trabajando y estamos comprando medicamentos; es mucho dinero, se ha gastado mucho. Aquí casi cada quien trabaja por su cuenta nada más… los tres o cuatro meses que estemos aquí, nada más un día con un empleador y otro día con otro”, dice ‘Arturo’, esposo de ‘Carolina’, cuyos nombres han sido cambiados porque prefirieron dar su testimonio bajo anonimato.
Después de un rato, ella se anima a participar brevemente en la conversación. Desde los 16 años conoció el trabajo en el campo migrando junto con su familia. Ahora que enfermó, lo que más le duele son los pies y todavía no puede levantarse sola; su esposo y su papá le ayudan. No tiene mucha fuerza e incluso siente calambres cuando quiere pararse. Cuenta que un día, después de llegar del campo, ya no pudo caminar bien.
Su papá relata que incluso han tenido que pedir dinero prestado, y eso solo para pagar las cuentas. A sus 62 años, ha trabajado desde los 15 en el campo. Vive en una casa a pocos metros de distancia, donde habitan cuatro adultos y tres niños, por la que pagan 3 mil 500 pesos mensuales. Igual que ‘Carolina’ y ‘Arturo’, además hay que pagar los servicios y la “cuota” del policía de tránsito. Un lunes, mientras casi anochece, su esposa cocina solo con leña al aire libre.
Esa es la “mejor” vida que la familia fue a buscar a Sinaloa cuando decidió migrar desde Lindavista, municipio de Tlapa, en la montaña guerrerense, porque “allá no hay nada qué hacer”, dice ‘Arturo’. La migración desde las comunidades de Guerrero es familiar —cada temporada o algunas veces de manera definitiva, viajan padres, madres e hijos juntos—, pero el papel de las mujeres ha permanecido invisible por décadas.
En México, 17 de cada 100 personas que laboran en el campo son mujeres, según la Encuesta Nacional Agropecuaria 2019, del Inegi. En Estados Unidos, llegan a representar hasta el 32%, de acuerdo con el Centro de los Derechos del Migrante (CDM). Sin embargo, en los últimos seis años no han alcanzado ni el 3% de registro en el Programa de Trabajadores Agrícolas Temporales (PTAT) —el único que sobrevive y destinado solamente a migración internacional—, de acuerdo con información proporcionada vía transparencia por la Secretaría del Trabajo y Previsión Social.
Para trabajar fuera del país, también son solo un 3% las que acceden a las visas de los programas temporales para trabajar en EU que tienen las mejores condiciones. Aun así, cuando las circunstancias lo permiten, son ellas quienes sostienen el trabajo de cuidados, construyen comunidad en los lugares de destino e incluso han sido pioneras en denunciar las violencias y la discriminación que enfrentan en el campo.
“Ese proceso de feminización de la agricultura es muy diferente, una porque las mujeres no trabajan sus propias tierras sino las de los agricultores que las contratan, y otra porque a pesar de que ellas lo hacen y les gusta ese acercamiento con el campo, hay un cúmulo de violencias laborales que incluso en algún momento se normalizan”, explica Leonor Tereso Ramírez, académica de la Universidad Autónoma de Sinaloa que trabaja con mujeres trabajadoras agrícolas en la sindicatura de Villa Juárez.
Según la Encuesta Nacional Agropecuaria, el 46.1% de las mujeres que trabajan en el campo lo hace de manera no remunerada, mientras que de cada 100 productores, solo 17 mujeres son responsables de manejo y toma de decisiones en unidades de producción.
De acuerdo con la experiencia de Leonor, las mujeres que llegan a darse cuenta de la violencia no pueden hacer mucho frente a ella en contextos de precariedad laboral, que son mucho más complejos para quienes migran. Sin embargo, algunas han logrado levantar la voz incluso a nivel internacional.
Maritza denuncia discriminación en el marco del T-MEC
Maritza es la primera trabajadora agrícola que, junto con Adareli, presenta una queja en contra del gobierno de EU, en el marco del T-MEC, por la discriminación de género en contra de las mujeres migrantes en programas de migración laboral temporal. La inconformidad se origina en la negación de trabajos, la asignación de roles con salarios más bajos y la exposición a violencias en sus lugares de trabajo.
Maritza, originaria de Veracruz, ha trabajado desde que tenía nueve años en diferentes empleos: niñera, trabajadora del hogar, comerciante o cualquier otro que se presentara para obtener algo de dinero. El 27 de mayo de 2018 fue la primera vez que salió del país para trabajar en el campo de manera temporal en EU. Fue por sus amigas que habían ido antes que contempló la posibilidad.
“Era pesada la labor de trabajar en campo, pero como yo estaba acostumbrada porque también he trabajado en fábricas… Al principio, no fue tan malo porque realmente donde vivo luego hago ese tipo de actividades, pero allá iba consciente de que iba a ser como nos dijeron ahí: 10 veces más trabajo, pero también mejor remunerado, aunque después me di cuenta que no era cierto”, cuenta en entrevista.
Unos minutos después, confiesa que la experiencia fue horrible desde el momento que pisó los ranchos de Alabama y Florida. “Llegamos, bajamos las maletas y nos dijeron ‘súbanse al camión porque ya vamos a empezar a trabajar’, todas emocionadas porque íbamos a empezar a facturar, como dice Shakira, íbamos a empezar a ganar dinero, pero ahí algo como que se quebró en el momento en que, ya arriba del autobús para irnos al trabajo, se sube un señor”, recuerda.
En el transporte, el hombre se presentó y les dijo que desde ese momento él era su patrón y el dueño de su vida y de todo lo que tuvieran. En ese punto, Maritza pensó que había ido a trabajar pero no a que la hicieran sentir como esclava. “Prácticamente nos esclavizó; en mi caso, por más de cinco meses”, lamenta. Maritza cumplió casi seis allá, en los que el sueño americano muy pronto se volvió pesadilla.
No había equipo de protección personal para andar en surcos encharcados pizcando calabaza, chile morrón, tomate y pepino. Había compañeras de ella que, con los pies lastimados, no podían trabajar, y entonces tampoco les querían dar de comer. Trabajaban no de sol a sol, aclara Maritza, sino muchas veces desde antes de que saliera, y regresaban apenas para dormir, a las 10:00 u 11:00 de la noche. A veces, cumplían jornadas de hasta 12 o 15 horas.
Las camas donde dormían tampoco estaban en buenas condiciones. Había un solo baño portátil, que lavaban prácticamente una vez al mes, además de que solo podían usarlo entre 12:00 y 1:00 de la tarde, la hora de la comida, nunca antes. Aunque a las 6:00 de la mañana ya estaban trabajando, les llevaban agua casi hasta las 10:00. La comida era mala pero no podían dejarla, porque el empleador la cobraba a 4.26 dólares la consumieran o no.
Algunas veces, ni siquiera les pagaban completo el sueldo, incluso una quinta parte de lo que realmente habían ganado. Con frecuencia, no entendían los recibos por completo, por las abreviaturas y las palabras en inglés. Maritza ganaba entre 150 y 240 dólares a la semana; trabajaba de lunes a domingo y frente a cualquier inclemencia del tiempo, incluso cuando les tocó un huracán.
Además de los problemas generalizados, Maritza recuerda que los salarios no eran iguales para hombres y mujeres. A ellas les pagaban la caja o la cubeta de calabaza a 60 centavos, pero a los hombres se les llegaba a dar hasta un dólar. La intención de la queja, explica, ha sido pelear para que se vigilen las condiciones de trabajo y el respeto a los derechos que los contratistas prometen en México.
Aunque con miedo, está convencida de hay que atreverse a denunciar cuando hay maltrato y discriminación. Estando allá, confiesa, también vivió acoso. “Lo único que me faltaba era que me violaran o me mataran, porque a ese grado llegó este señor, de llegar a amenazarme con nuestras familias aquí en México, con tal de que nosotras no dijéramos nada. Era trabajo forzado, no nos pagaban, no nos daban de comer; de todo lo malo, imagínese lo peor”, dice Maritza.
A lo largo de su vida, ha vivido situaciones que, luego de callar, han terminado repitiéndose. En EU, un día finalmente pensó: “Esto no es normal”. “Yo sabía que iba a una chinga y a una friega, pero que por lo menos me la iban a pagar en 800 dólares a la semana… Hubo veces en que no pagaban; yo, a pesar de no haber tenido experiencia de lleno en el campo, me convertí en una de las mejores empacadoras y sembradoras”, cuenta.
Cuando tomó la decisión de ir al trabajo temporal en EU, fue porque las oportunidades laborales en su entidad eran muy mal remuneradas. La posibilidad de hacer un trabajo pesado pero transitar de pesos mexicanos a dólares fue una de sus principales motivaciones, pero la experiencia terminó definitivamente con cualquier ánimo de volver. De regreso en Veracruz, ahora se dedica a su hogar y al comercio.
“Llegamos a renunciar también, para que nos regresaran a México, y no nos aceptó la renuncia, nos dijo que no. Entonces, ya prácticamente a partir de ahí si ya estabas esclavizada, date por enterada que realmente estás en esas condiciones. Cuando una amiga me dijo que tenía un número (para denunciar), me acordé que estando en Matamoros, un señor me dio unos trípticos y me dijo que llevara un diario de todo lo que viviera, y eso hice. Cuando me decido a hablar, con miedo, es porque ya no aguantaba la situación”, relata Maritza.
Aunque inicialmente esa llamada quedó en un número de folio, después se convirtió en la queja que aún está a la espera de alguna respuesta. El documento describe que a las mujeres no se les provee igualdad de oportunidades para solicitar visas de trabajo temporal H-2 y son generalmente excluidas de los programas H-2A y H-2B. Mientras que las mujeres representan el 32% del personal agrícola en EU, solo alcanzan un 3% de las visas H2A.
“La exclusión y discriminación son componentes estructurales de estos programas, arraigados en las preferencias de los empleadores, prácticas discriminatorias en el reclutamiento y contratación desproporcional. Las pocas mujeres que son admitidas en los programas H-2 son con frecuencia admitidas únicamente al programa H-2B, que no cuenta con prestaciones de vivienda gratuita o servicios legales financiados con fondos federales”, denuncia la queja.
Desde 2016, el Centro de los Derechos del Migrante, a partir de la documentación de años de discriminación hacia mujeres migrantes en programas de trabajo temporal —que se extiende a todas las industrias y tipos de visa—, había presentado una queja en el marco del TLCAN. Por mucho tiempo no hubo respuesta, sino hasta un día antes de que entrara en vigor el T-MEC, y era solo un reporte que afirmaba que el gobierno estadounidense contaba con medidas para protegerlas de la discriminación.
Ese fue el impulso para presentar la queja que hoy sigue vigente. A diferencia del tratado anterior, ahora el tema laboral está incorporado dentro del T-MEC, y se menciona explícitamente la protección de personas trabajadoras migrantes y los derechos de las mujeres. Su importancia radica en que es un antecedente para establecer que el tema se está tratando con la seriedad con la que ambos gobiernos han prometido que se va a tratar, explica Evy Peña, directora de campañas del CDM.
Los hijos sepultados en el campo que no se cuentan
De vuelta en el campo mexicano, además de las mismas y peores condiciones y carencias que viven en EU, las trabajadoras agrícolas se enfrentan también a la posibilidad de que sus hijos mueran por enfermedad o accidente. Los recientes casos de 11 menores de edad hospitalizados y siete fallecidos en la sindicatura de Juan José Ríos, en Guasave, son solo la cara más visible de un fenómeno que con frecuencia queda oculto.
En Villa Unión, Mazatlán, los propios trabajadores han sabido de cuatro niños que fallecieron de enfermedades respiratorias o gastrointestinales, que solo se identifican por el vómito y la diarrea. Uno de ellos es el nieto de ‘Arturo’. Un día ya no pudo respirar bien. Según cuenta su abuelo, lo atendieron primero en Villa Unión y después lo llevaron a Mazatlán; más tarde, incluso a Culiacán. “No pudieron hacer nada”, lamenta.
‘Arturo’ lo llevó de regreso a Villa Unión —cuando no tenía dinero ni para trasladarlo—, solo para enfrentar el problema de encontrar un lugar para enterrarlo y poder asumir el costo. Llevarlo de regreso a Guerrero era un gasto aún más alto. Por menos de un metro, pagó cerca de 3 mil pesos para enterrarlo en Sinaloa, a unos kilómetros del cuarto que renta con ‘Carolina’ temporalmente. El bebé de siete meses falleció en febrero.
“Por la enfermedad y porque lo operaron, le pusieron la manguera aquí —señala su cuello— y le dieron una inyección de 24 horas para revivirlo; no pudieron y ahí se fue”, dice ‘Arturo’. Es el segundo bebé que se le muere a su hijo de 21 años: el año pasado, otro de apenas un mes falleció, por enfermedad, en un campo en Río Florido, Zacatecas, a donde también han ido a trabajar temporalmente.
A finales de abril de este año, en la zona de El Dorado, a unos 30 minutos de Culiacán, en las viviendas que están en el interior de uno de los campos, una niña enfermó y falleció más tarde en el hospital. En ese mismo lugar, varios menores de edad han padecido diarrea y vómito —representantes de la empresa y trabajadores asumen que se trata de un rotavirus—, mientras que otra permanece hospitalizada. Ahí al menos hay seguro social.
En otros casos, aunque los niños supuestamente ya no trabajan, mueren en las conocidas como “cuarterías”, conjuntos de pequeños cuartos de dos por dos metros; en cada cuarto, una familia completa. La mayoría tiene apenas un colchón, algunos utensilios de cocina con una pequeña parrilla y, a veces, una televisión. De Guasave al Dorado y a Villa Unión, el problema es que están ubicadas fuera de los campos y pertenecen a particulares.
Autoridades del trabajo en Culiacán han admitido que la falta de regulación y el vacío de responsabilidad son un problema para evitar el fallecimiento de niños. Hasta ahora, tampoco estas tienen atribuciones para tomar medidas en esos lugares de vivienda. Dicen tener la expectativa puesta en que un posible acuerdo previsto para los próximos meses entre los gobiernos de Guerrero y Sinaloa pueda cambiar los marcos regulatorios.
Un lunes a finales de marzo, en Tlapa, corazón de la montaña guerrerense, Paulino Rodríguez Reyes habla sobre su labor de atención y acompañamiento a la población jornalera agrícola que migra de un estado a otro, y a otros países, en el Centro de Derechos Humanos Tlachinollan. Acaba de colgar una llamada con ‘Arturo’. Adelanta la historia del fallecimiento de su nieto y la imposibilidad de trasladarlo para sepultarlo en Tlapa, que él confirmaría después de viva voz en Sinaloa.
Otro niño —dice— falleció también apenas un día antes de la conversación. En suma, de enero a marzo, Tlachinollan registró tres muertes infantiles. “Sobre todo ha estado sucediendo en esas zonas agrícolas, donde la familia llega a un lugar donde no hay guardería, albergue para las niñas y niños, tienen que rentar las casas particulares en malas condiciones, y tienen que llevar a sus hijas y a sus hijos a los surcos porque no hay dónde dejarlos; esa es una de las situaciones que hemos documentado que es constante”, señala.
Hace un año, la organización también registró varios casos por homicidio en zonas agrícolas —principalmente donde se paga al día, con diferentes empleadores— de Baja California, Chihuahua, Zacatecas y Michoacán, donde además opera el crimen organizado. El Estado debería garantizar los derechos laborales y la seguridad, subraya Paulino; cuando no lo hace, los dueños de las empresas abusan y explotan a las familias jornaleras, y ofertan condiciones que, ya estando en el terreno, resultan distintas.
Nada habla más de la impunidad de años en el fallecimiento de menores de edad que la historia de don Cruz y Agustina, originarios de Ayotzinapa, municipio de Tlapa. Ahora de 68 y 61 años, respectivamente, trabajaron por más de 20 en el campo. Hoy viven de manera definitiva en una casa de dos niveles en su comunidad de origen. Están sentados uno a cada lado de la ventana en el segundo piso; Agustina teje sombreros de paja, mientras don Cruz recuerda de manera pausada la historia que marcó a su familia 16 años atrás.
Cuando empezaron a migrar a Sinaloa, su hijo Silvestre apenas gateaba; ahora tiene 23 años. Comenzaron en el corte de tomate, pepino y chile morrón, principalmente. El 6 de enero de 2007, llevaban también a su hijo David, de nueve años. Andaba con ellos recolectando jitomate en los surcos, porque en ese tiempo, “si aguantaban el balde, le entraban al trabajo”. Tropezó y el chofer de un tractor lo atropelló y falleció ahí mismo.
Al principio, la solución de la empresa fue que la pareja regresara a sepultar a su hijo en su comunidad de origen, incluso los llevaron. Les ofrecieron regresar una vez que levantaran la cruz. Estuvieron poco más de una semana en Ayotzinapa despidiéndose del niño, fueron de nuevo a Sinaloa y la empresa los volvió a regresar.
Después, aun con miedo, decidieron demandar. Por un tiempo, don Cruz siguió migrando, pero en otra empresa, la de “los chinos”, como se le conoce a Buen Año. Aquella donde ocurrió el accidente nunca reconoció los errores del chofer. Con el tiempo, don Cruz y Agustina llegaron a tener siete hijos, y cada vez era más difícil llevarlos a todos a la temporada agrícola. Tampoco había con quién dejarlos, así que ella decidió quedarse en su comunidad.
A sus gemelos más pequeños, de 14 años, prefirió meterlos a la escuela para darles otras posibilidades lejos del campo. “Ahorita no saben qué es el trabajo a donde van los jornaleros, no saben porque no han ido. Ellos no saben cómo se trabaja allá, cómo está allá en Sinaloa, cómo se sufre o qué es lo que hacen en el campo. Ellos no saben, nunca han ido, están estudiando”, dice Agustina.
El resto de sus hijos sigue yendo a Guanajuato y Sinaloa, por temporadas o de manera más definitiva. “Yo quisiera que no fueran, pero la cosa es que aquí no hay trabajo; uno tiene hijos y para salir adelante tiene que ir a trabajar porque aquí no hay. Ellos todavía tienen valor, y ganas, y están bien sanos”, dice Agustina. A ella y a su esposo, además, ya no los aceptarían por la edad.
En Ayotzinapa, siembran para su propia familia, pero no ganan nada. En tiempos más secos, Agustina teje los sombreros, pero advierte que no salen dos docenas por día, sino una o dos unidades. En su casa viven mejor. Uno de los aspectos que más recuerdan del campo es el hacinamiento de las familias en las viviendas. De la demanda, nunca supieron nada más. La empresa primero ofreció dinero, pero lo que ellos querían era el reconocimiento y la sanción de los hechos.
Agustina le dice ahora a sus hijos gemelos: “Ustedes estudien, porque no creas que vas a ir allá (al campo) y no vas a trabajar, allá vas a sufrir porque desde temprano, a las 4:00 de la mañana, te tienes que levantar, y a estas horas no tienes tu salida, hasta las 7:00, 8:00 de la noche apenas, sol a sol. Ahora para que vayas y vengas, ya es noche; allá tienes que trabajar para que tengas, allá se sufre más, ustedes sabrán”.
Para Margarita Nemesio, del Centro de Estudios en Cooperación Internacional y Gestión Pública (CECIG), esas historias de vida marcan, pero también reflejan la fuerza de las mujeres al tomar decisiones como la de Agustina: “Ahora ellos son los que toman la batuta, de alguna manera moderada, en su comunidad… Es muy importante cómo se construye el tejido a partir de esas decisiones, pero también de vivencias que les han hecho enfrentar cosas que a veces son impensables, y que marcan, sobre todo cuando la justicia nunca les llegó”.
Las mujeres que viven dificultades y violencias en el campo, cargando además con las tareas de cuidado y la búsqueda de justicia, lo hacen en un contexto general en el que los programas sociales destinados a este sector benefician a pocos trabajadores agrícolas —y a muchas menos cuando se trata de ellas—, las autoridades no verifican las condiciones laborales de las empresas y el abandono de sus comunidades de origen se perpetúa desde hace décadas.
Los reportajes de esta serie se realizaron en alianza con la Iniciativa Periplo de Fundación Avina.
Teresita tenía 15 años cuando ingresó al Instituto Tecnológico Yalbi
en el estado de Tlaxcala. Era 1993, su hermana ya estaba dentro y ella
aceptó seguir sus pasos en búsqueda de oportunidades para continuar sus
estudios. Mercedes también tenía 15 cuando entró en la escuela Montefalco,
en Morelos, pensando que podría estudiar el bachillerato. La invitó una
vecina y ella aceptó porque, aunque soñaba ser contadora, le quedaba
cerca de su familia a diferencia de otras opciones académicas. A Ofelia, que era trabajadora doméstica, su patrona la llevó a un centro de formación profesional en Ciudad de Méxicocuando tenía 19 años. Las tres terminaron viviendo en casas del Opus Dei, trabajando sin descanso y sin pagocomo servicio doméstico de los miembros de élite de la organización más secreta de la Iglesia Católica.
Teresita, Mercedes y Ofelia son las tres primeras mexicanas que denuncian laexplotación de mujeres pobres a manos de la “Obra de Dios”.
A ellas las formaron para dar servicio doméstico profesional y después
limpiaron y cocinaron durante años en sus residencias cerradas como “numerarias auxiliares”
-así se las llama internamente-. Además, les hicieron comprometerse a
una vida de castidad, pobreza y obediencia con la promesa de que así
podrían “santificarse ante Dios”.
Estas primeras denuncias en México resultan iguales a los hechos que en Argentina se investigan como trata de personas para explotación laboral: la justicia formalizó una acusación tras demostrar que durante al menos 40 años existió un sistema dereclutamiento de mujeresde escasos recursos para educarlas y convertirlas en “sirvientas profesionales” y hacerlas trabajar sin recibir ninguna remuneración.
Para Teresita esa fue su vida durante 15 años, para Ofelia fueron 25 y para Mercedes fueron 30. Todas vivieron en distintas ciudades y residencias delOpus Dei en la República Mexicana.
Este reportaje muestra que en México existen, al menos, seis escuelas de internado para niñas a partir de los 14 años de la Prelatura del Opus Dei, que comenzaron a funcionar en el país a finales de los años 50s.
Ilustración: Andrea Paredes @driu.paredes
Además, existen centros de formación en labores en una decena de ciudades donde es común que las mujeres de la Obraenvíen a sus “criadas” y donde también se han captado a jovencitas. De acuerdo con la académica e investigadora de la UNAM, Virginia Ávila García, quien hizo un extenso trabajo de investigación sobre el papel de las mujeres en elOpus Deien México, la institución ha establecido otras unidades de formación en hospitalidad y hotelería exclusivas para mujeres, como: el Centro Escolar Yaocalli y Centro Escolar el Paseo en la Ciudad de México, al igual que Alhucema y Escuela Oxtopulco,
que fue cerrada en 2019. La Escuela Palmares, exclusiva para mujeres
en Guadalajara, y la Escuela Técnica Jazlim, forman parte de las
iniciativas de obras sociales de miembros del Opus Dei.
Respecto a las primeras denuncias públicas de exnumerarias auxiliares en México, las autoras solicitaron información y una postura oficial a la Oficina de Comunicación delOpus Dei en el país, que niega la existencia de condiciones de explotación,
pero reconoce la existencia de distintas iniciativas educativas que
“con el propósito de fomentar el desarrollo de las personas en diversos
contextos y realidades del país, algunas se enfocaron, en sus inicios,
en comunidades rurales” y “ofrecieron prácticas profesionales en el ámbito de la hospitalidad”. Algo similar respondió en Argentina, donde negó “categóricamente” los relatos de 43 mujeres denunciantes, a pesar de que la justicia federal de ese país presentó una acusación formal que da cuenta de que los hechos ocurrieron.
Captación religiosa: “La escuela no era lo que prometían”
TeresitaAvelar ahora tiene 47 años, pero recuerda muy bien su decisión de los 15 de entrar como internada en el Instituto Yalbi (Apan), cerca de la casa de su padres en Calpulalpan, Tlaxcala,
donde además ya había ingresado su hermana mayor. “La escuela tenía
fama de tener buena educación, además de interesantes convenios con
empresas para hacer, supuestamente, prácticas profesionales en hoteles
distinguidos”, dice la mujer, que confiesa que cuando decidió ir fue
porque le parecía una buena oportunidad.
Pero una vez adentro, muy pronto se dio cuenta de que la escuela no era lo que prometía:
“En vez de tener las clases normales, nos enseñaban técnicas de lavado,
planchado, técnicas de costura, panadería, repostería, así como
recursos para llevar la administración de un hogar”. Además, como en
teoría no pagaban la cuota completa, les decían que tenían que trabajar
para cubrir el resto. “Nos decían que era una práctica, pero nos exigían
perfección en todo y teníamos que trabajar bajo presión todo el tiempo,
era una preparación a lo que, supuestamente, nos íbamos a dedicar”.
Fue
en el medio de las clases y el trabajo, ya cargado además de rutinas
religiosas que incluían oración diaria y confesión semanal rigurosa, que
le dijeron que Dios veía en ella “vocación para ser numeraria auxiliar”, una categoría que es la más baja de la organización
y que se dedica única y específicamente a mantener los “centros”, que
es como se llaman las residencias donde conviven los miembros célibes
del Opus Dei -numerarios y numerarias-, separados por género. Teresita dice que ella no creía tener esa vocación, pero se sintió atraída por lo que le ofrecían.
Teresita Avelar. Ilustración: Andrea Paredes @driu.paredes
Una vez que aceptó, y la aceptaron, su vida cambió: una de las primeras cosas fue que empezó a tener una rutina mucho más estricta de vida religiosa que incluía vigilancia espiritual, usar elementos de autoflagelación
y trabajar más duro. Además fue enviada a una formación doctrinal
exigente, tras la cual le asignaron atender casas de retiro donde
miembros de la Obra y estudiantes de la Universidad Panamericana participaban de actividades espirituales.
“El sueldo era contado, pero de cuentito: no recibíamos nada.
Ni siquiera nos decían un monto específico”, afirma y asegura que la
excusa de la institución era que con el sueldo por su trabajo pagaban su
estancia en las casas de la Obra.
La rutina diaria de Teresita y del resto de las auxiliares
era siempre igual: antes de las 6 de la mañana sonaba el despertador y
no era hasta las 10 de la noche que iban a dormir. Las tareas las
asignaban las directoras (numerarias) y el trabajo incluía la atención integral de las casas: limpieza diaria, cocina de cuatro comidas, lavandería, tintorería, costura, portería, etc. Entre unas y otras tareas hacían ejercicios espirituales y oración,
incluso mientras trabajaban, para reducir al mínimo el diálogo. No
tenían permitido escuchar música o ver la tele, sino que sólo podían
hacerlo durante el fin de semana o con autorización de las numerarias
encargadas de supervisar su trabajo.
“Demasiado rezar, demasiado obedecer, demasiada sumisión, mucha ingenuidad, eso no me gustaba”, describe Teresita,
que explica en qué consistían los “castigos corporales” que se les
exigía: uso de una liga metálica con puntas (cilicio) ajustada a la
pierna durante dos horas diarias mientras trabajaban, dormir sobre una
tabla o en el suelo, ducharse con agua fría al menos una vez a la
semana y autolatigarse con una soga de varias puntas anudadas
(disciplina) “para evitar las pasiones carnales” y cumplir su compromiso
de castidad obligatoria por ser miembro del Opus Dei.
“Los castigos personales debían ser discretos, nadie se tiene que dar
cuenta”. Al usar el cilicio debían hacerlo en lugares que no fueran
notorios como las piernas. “A mí la disciplina nunca me gustó usarla, no
le encontré un sentido. Me shockeaba psicolgóciamente tener que latigarme sola, eso me ponía mal y no lo hacía, pero no hacerlo me metía en un conflicto de fidelidad, porque así lo manejan”.
Se
alejó de su familia desde que ingresó a la escuela y estuvo
incomunicada también durante su estancia laboral; sólo podía salir un
día a la semana a la comunidad para hacer acciones de “proselitismo”:
“Debíamos alistarnos en cursos para conocer a otras jóvenes e invitarlas
a ir al Opus Dei y a formar parte de las escuelas”.
Tras más de 10 años de labores domésticas,
la falta de descanso, las imposiciones de disciplina y no tener
decisión sobre su vida comenzaron a agotarla. Empezó a cuestionarse si
debía pasar toda su vida en aquel lugar. “Veía gente mayor que, aún con
su edad y enfermedades, no dejaban de trabajar. El trabajo de las numerarias auxiliares
es muy pesado, físico siempre. Vi tantos ejemplos que yo no quise
llegar a envejecer ahí de esa manera”. Sin embargo, le llevó varios años
más conseguir irse: sentía miedo y culpa de fallarle a Dios.
“Lo que el Opus Dei
enseña es que se puede alcanzar la santidad a través del trabajo.
Entonces, si abandonas el trabajo abandonas tu santidad”. Dejó el Opus Dei en 2007, después de huir del centro Frontera
-así llamado por la calle sobre la que se ubicaba-, en la colonia San
Ángel, en Ciudad de México. Había pasado 14 años dentro. Nunca cobró por
su trabajo ni estuvo feliz, dice. “Me costó muchos años animarme a
hablar de esto. Recién después de muchos años de vivir en la Argentina,
hoy puedo dar testimonio”.
Servidumbre y encierro: “Me explotaron por 30 años, incluso cuando enfermé”
A Mercedes Teteltitla el Opus Dei
no logró arrebatarle su fe. Desde que salió, hace 12 años, el centro de
su vida lo ocupa su tarea como catequista de niños en su natal Morelos.
La acompaña a diario el dolor constante de la fibromialgia
que padece, que comenzó cuando apenas pasaba los 30 años pero ya tenía
la mitad de su vida trabajando sin descanso ni atención médica en residencias delOpus Dei
en distintas ciudades de México. Fue esa enfermedad la que la hizo
salir: “Yo ya no les servía más”, dice. Salió sin dinero ni cobertura
médica. Sin nada. Tenía 46 años.
Era una adolescente que soñaba con convertirse en contadora cuando una amiga le insistió en que se inscribiera en el Colegio Montefalco. Mercedes ya había conseguido un cupo en una escuela en Cuernavaca, pero quedaba más lejos de su casa y de su familia.
“Ella me dijo que ya estaba estudiando en Montefalco
para ser educadora y estaba a punto de salir, en el último año. Me dijo
‘vamos está muy bonita la escuela, está cerca de tu casa, así no te
alejas de tus papás y nos vamos a seguir viendo’. Así fue como yo conocí
el Opus Dei”, recuerda Mercedes.
Mercedes Teteltitla. Ilustración: Andrea Paredes @driu.paredes
Al
poco tiempo de su ingreso, las instructoras de Montefalco le
comunicaron a Mercedes que tenía “vocación” para formar parte del Opus Dei como numeraria auxiliar.
Así podría “santificarse sirviendo a Dios”. Tenía 17 años.
“Rápidamente me dieron clases como de hotelería: cómo hacer una cama,
cómo fregar pisos, cómo lavar todos los trastes, vajillas, el cuidado y
mantenimiento de distintas prendas y tipos de telas, tapices, etc”, comenta la mujer que ahora tiene 60 años.
También le dieron clases de cocina y pronto la encomendaron al área de alimentos, principalmente en repostería y panadería de una de las casas de retiros y convivencias del Opus Dei en la Hacienda Montefalco, Casa Grande. “Es una casona a la que van personas a recibir formación o ‘curso anual’ -equivalente a las vacaciones- de miembros de la Obra, varones y mujeres”,
cuenta. Y recuerda que iban grupos de unas 50 personas, nunca mujeres y
varones mezclados, a quienes se daba servicio 24 horas: limpieza de
habitaciones, baños y áreas comunes, lavandería de las cosas de la casa y
de la ropa personal, servicio de cuatro comidas de categoría y todo
elaborado allí. Al mismo tiempo que trabajaba, a Mercedes le encomendaron instruir en labores de limpieza a las jóvenes nuevas.
Mercedes era muy buena en su tarea y trabajaba sin descanso. Tanto que a los 5 años de entrar en la Obra, la enviaron de Montefalco como encargada de la cocina de la Comisión Regional, donde habita el Consiliario, que es la máxima autoridad del Opus Dei en México y la más importante de Latinoamérica.
Al igual que Teresita, Mercedes también se alejó de su familia una vez que ingresó al Opus Dei. Su primer reencuentro con su familia fue 10 años después de “pitar”
en la Obra: así se dice al acto de pedir la admisión a través de una
carta manuscrita que se envía al prelado, la autoridad máxima del Opus Dei, que reside en Roma. “Una vez que entras, te dicen que tu familia ya no es tu madre, tu padre y tus hermanos, sino la Obra”, afirma Mercedes, a quien incluso le prohibieron salir para atender a sus padres enfermos.
“A
mi me engañaron y me sacaron la oportunidad de estudiar y mi sueño de
ir a la Universidad”, dice la mujer, que sólo pudo concluir hasta el
primer año de bachillerato, a través de guías y exámenes que hacía en el
internado, pero no a través de clases regulares. No podía por falta de
tiempo, porque toda la presión estaba en el trabajo, en capacitar a
otras jóvenes y seguir rutinas diarias de disciplina religiosas: misa,
oración, lecturas, meditaciones, confesión, etc. “No tenía tiempo ni de
respirar. Ya no podía estudiar, sólo estaba dedicada a los trabajos del hogar en la Obra”, dice.
Tanto
trabajo ni siquiera le dio la posibilidad de ayudar a sus padres,
porque jamás le pagaron por ninguna de sus tareas. “Nunca jamás vi
ningún cheque, ni sobre con dinero, ni sabía cuánto ganaba aunque nos
decían que las personas que atendíamos pagaban todos los servicios”. Lo
que les decían, cuenta Mercedes, es que todo el dinero por su labor
pasaba a “la caja” para pagar sus estancias y aprendizaje en las
escuelas.
Con más de 20 años de servicios, la salud de Mercedes
comenzó a tener complicaciones. Se sentía agotada, le dolían los
huesos, tenía dificultad para subir escaleras, empezó a perder el
apetito y dejó de dormir. Su malestar físico se incrementó al grado de
no poder cumplir de manera completa con su trabajo de auxiliar, lo cual
empeoró con sentimiento de culpa y depresión, incluso pensó en quitarse
la vida.
“Yo todos los días pedía: Dios mío yo me
quiero morir, yo ya no quiero vivir aquí y así. Si yo no puedo trabajar,
qué hago aquí”, cuenta Mercedes, a quien pese a que le
dieron atención médica no podía cumplir con el reposo recomendado por
la exigencia de sus superioras. “Sufría tanto los dolores que pedí que
al menos no me hicieran subir escaleras, pero en cambio la directora me
exigió limpiar el tercer piso de la residencia”. La razón: el
sufrimiento es una ofrenda a Dios.
Pese a que inició con malestares físicos cuando cumplió 30 años, no fue hasta años después que le diagnosticaron fibromialgia,
una enfermedad crónica y degenerativa que afecta los músculos. Si bien
su causa se desconoce, hay estudios que la relacionan con el estrés y el
trabajo físico extremo.
En el Opus Dei
no se hicieron responsables de su estado físico y le recomendaron dejar
la Obra. “Aquí no puedes estar sin hacer nada”, le dijeron. Salió en 2010 sin un centavo.
“Yo salí del Opus Dei y me alejé de Dios: me preguntaba cómo es que si existía permitía que nos hicieran esto”
A Ofelia Almazán todavía se le quiebra la voz al hablar sobre los más de 25 años que estuvo trabajando encerrada en distintas propiedades del Opus Dei: tres años estuvo en Morelos, cinco en Monterrey y 17 en un sólo centro de la Ciudad de México, entre otros.
En su caso, no era menor cuando ingresó. Fue a través de una mujer para la que hacía trabajo doméstico, quien era supernumeraria de la Obra, la categoría de miembros de clases medias y altas que forman familia.
Su empleadora la llevó al centro Zirahuén, en Ciudad de México. Allí, en dos meses, la convencieron de que tenía “vocación” para santificarse en el Opus Dei. “A mí me hicieron muy rápido el lavado de cerebro y entré sin saber casi nada de lo que iba a ser mi vida”.
Tenía
muy poco tiempo dentro cuando supo que su voz no tenía ningún lugar
ahí: estaba en “el planchero” trabajando y propuso una técnica para
hacer la tarea. De inmediato, una superiora la hizo callar y le dijo:
“Aquí se viene a obedecer, no a mandar”.
La rutina de
trabajo fue muy exigente desde el primer día. Además, apenas llegó la
mandaron a hacer el “centro de estudios”, que son dos años de formación
intensiva en la doctrina del Opus Dei -es obligatorio para todos los miembros célibes, que el contenido depende de la categoría-. Desde allí la enviaron al internado de Toshi para instruir a las niñas que llevaban desde los pueblos de los alrededores. Las numerarias -superioras- las iban a buscar, relata Ofelia
sobre la manera en que las reclutaban. Y agradece no haber hecho caso
nunca al deber de llevar nuevas “vocaciones”: “Te decían que si no
llevabas gente no hacías apostolado, no servías a la Obra… Gracias a
Dios yo nunca llevé a nadie, porque les prometían algo que no era”.
Ofelia Almazán. Ilustración: Andrea Paredes @driu.paredes
Para Ofelia,
el engaño principal era que decían que se vivía como en una familia
“numerosa y pobre”, pero eso no era cierto. “Siempre había un trato
diferencial con nosotras, en el trato y en cómo vivíamos, mientras las numerarias y numerarios y sacerdotes vivían con lujos”. Para las auxiliares
no era igual la casa ni las sábanas ni la ropa ni la comida ni la vida
diaria. Tampoco las llevaban a control médico, sólo cuando tenían alguna
enfermedad fuera de lo común o un accidente.
“Yo sí siento que me explotaron,
en especial en los 17 años que viví en Ciudad de México: empezábamos
muy temprano, como a las 6 de la mañana. Y hasta las 9 de la noche yo a
veces seguía planchando porque tenía que entregar la ropa. Éramos como
unas 25 auxiliares ahí”.
Además de planchar y lavar,
Ofelia limpió y atendió residencias de hombres. Mucho tiempo fue
cocinera y también ”doncella”, que son las auxiliares que pasan a servir
la mesa. “No podíamos tener ningún contacto con los numerarios, nunca.
Todo era por el telefonillo, pero cuando eras doncella tenías muchas
reglas para evitar el contacto. Ellos también: cuando pasábamos no
levantaban la vista. El único que nos llegaba a ver era el sacerdote”.
En los más de 25 años en los que estuvo dentro del Opus Dei
trabajó sin descanso. Tanto que una vez su familia viajó a verla a la
residencia en la que trabajaba,apenas llegaron la directora del lugar
los echó: “Se van a tener que ir porque ‘Ofe’ tiene mucho trabajo acá’,
les dijo. “Mi familia se fue muy sentida y desde esa vez nunca volvió a
visitarme. Mi mamá estaba muy enojada con que yo estuviera ahí”.
Además
de limitar las visitas, tampoco la dejaban ir a ver a sus padres: “Hice
caso, pero cuando mi madre estaba grave me fui a la fuerza a verla y no
sé cómo, pero llegaron hasta ahí a buscarme. Yo no me quise ir, pero
otra vez vinieron y al final me llevaron. Te dicen que el Opus Dei es tu familia y que no debes abandonarla por nada”.
Al repasar su vida, Ofelia
dice que nunca se sintió realmente contenta dentro de la institución.
Sin embargo, no se iba por miedo: “Me decían que traicionaba a Dios y
que mi familia se iría al infierno. Además, te dicen que qué vas a hacer
afuera, que la vida es difícil para una mujer sola”.
Eso
la llevó a quedarse hasta que no pudo más. “Cuando ya llevaba muchos
años, me deprimí. Estuve cada vez peor y llegué al extremo de que no
quería vivir más. Porque aunque vivía con mucha gente, me sentía muy
sola y no me sentía cuidada ni querida por la Obra”. Eso la llevó a
tomarse un cóctel de pastillas. “Al día siguiente me desperté con los
brazos amarrados. No era exactamente un psiquiátrico. Me dejaron ahí dos
meses y las numerarias me iban a ver cada 8 días. Mi familia no sabía
nada de lo que me había pasado y nunca lo supo”.
Una
vez afuera, empezó una consulta con un psiquiatra y, como no era de la
Obra, siempre entraba con ella a la sesión una numeraria que escuchaba.
Así fue hasta que un día el médico pidió que lo dejaran a solas con
Ofelia y le dijo: “Tú te tienes que ir del Opus Dei,
porque si no van a acabar contigo”. Salió de allí decidida a irse pero
no fue inmediato. “El día final fue porque una de las numerarias me dio
una bofetada y yo dije ya está. Y salí y me fui a vivir con una hermana
durante un año, y después con un hermano otro año. Hasta que después
pude irme sola”.
A diferencia de Mercedes, que conserva su fe, Ofelia dice que salió muy enojada de la Obra. “Cuando salí ya no
creía en Dios, porque me preguntaba cómo podía ser que si Dios existe a
nosotras nos hacían eso. Yo salí muy sentida de la Obra, porque lo se
vivía ahí adentro era una mentira total”.
En los
ocho años que lleva fuera consiguió pagar su casa con su trabajo en
servicio doméstico. Ahora es empleada doméstica de lunes a sábados y
vuelve a su casa sólo los fines de semana.
La respuesta del Opus Dei: “Siempre (hemos) respetado la normativa jurídica en materia laboral”
La respuesta oficial delOpus Dei a Animal Político señala que “actualmente hay 450 numerarias auxiliares en México, todas ellas mexicanas, y que “en los últimos años, aproximadamente un 4 % de las numerarias auxiliares
han preferido seguir otro camino”. Sin embargo, según las denunciantes,
serían muchas más las que han salido, en la mayoría de los casos a
escondidas o escapando.
Respecto de la tarea de estas mujeres, dice la institución que su trabajo “es remunerado con un sueldo acorde al mercado.
Cada numeraria auxiliar recibe un ingreso del que dispone libremente
para cubrir sus gastos personales y de manutención”, aunque no aclara
cómo fue en el pasado. Agrega que “desde hace varios años se han ido
registrando todas al IMSS. Actualmente prácticamente todas están dadas de alta” y que “desde 2014, cuentan con un seguro de gastos médicos mayores con cobertura amplia”. Tampoco describe qué ocurría antes de ese año.
Por último, aclaran que “el Opus Dei siempre ha respetado la normativa jurídica en materia laboral.
En más de 40 años no se ha registrado ninguna reclamación judicial de
tipo laboral en nuestro país ni tenemos noticia de alguna denuncia ni
ante las autoridades civiles ni ante la Prelatura”.
Ilustración: Andrea Paredes @driu.paredes
A punto de cumplir su primer centenario, que celebrarán en 2028, el Opus Dei
tiene en México su territorio más vasto fuera de España desde mediados
del siglo pasado. Así lo relata en su página web, donde cuenta que “a partir de 1949, el novedoso mensaje del Opus Dei prende en todo tipo de ambientes en México, país que tiene la primogenitura en América” y resalta la figura del arquitecto y sacerdote Pedro Casciaro como el primer enviado a estas tierras de José María Escrivá de Balaguer, el cura español fundador de la “Obra de Dios”.
El 18 de febrero de 1949 abrió el primer “centro” del Opus Dei
en la Ciudad de México, en un departamento de la calle Londres y un mes
después el arzobispo Luis María Martínez celebró allí la primera misa.
“Bajo la protección de la Virgen de Guadalupe (…) pronto la labor
apostólica se extiende a Culiacán, Monterrey y Guadalajara”, relata la
institución.
El Opus Dei
había nacido en 1928, pero el primer aval oficial lo obtuvo en la década
del 40 en España y llegó a México y a toda América Latina mucho antes
de su constitución jurídica como prelatura personal, que le otorgó Juan Pablo II en 1982. Esta figura, única en la Iglesia Católica,
es una estructura jerárquica y piramidal que funciona con autonomía de
las diócesis y los obispados, y responde a sus propias autoridades en
Roma. Por encima del prelado del Opus Dei sólo está el papa.
Según declara el Opus Dei,
su presencia alcanza 68 países, entre los que suma unos 90,000 miembros
y casi un 10 % de ellos están en México. Esta cifra se sostiene desde
hace dos décadas, aunque hoy se estima que son muchos menos.
Con una estructura jerárquica, el Opus Dei
es una pirámide que tiene en la cumbre a religiosos -curas- que apenas
representan el 2 % del total de los miembros. El otro 98 % son laicos.
Si bien todos son considerados iguales en su santidad y compromiso, hay
distintas formas de pertenecer. Luego de los sacerdotes están los numerarios, que son los miembros célibes que viven con compromisos de castidad, pobreza y obediencia en residencias de la Obra. Los numerarios son hombres profesionales o en camino a serlo que trabajan en su profesión -en el ámbito privado o público-, pero entregan sus ingresos a la institución y conviven en casas propia de la Obra. Otra categoría es la de agregados, que también hacen compromisos de castidad, pobreza y obediencia, pero pueden vivir en sus casas. Luego están los supernumerarios,
que pueden formar familia y tienen el mandato de que sean numerosas.
Representan el 70 % de los miembros y su aporte es con dinero, bienes,
trabajo y vínculos.
La misma estructura se replica en la rama femenina, a la que además se agrega la de las numerarias auxiliares, que son las que llevan adelante el servicio doméstico de los centros,
las residencias, las casas de retiro y las administraciones. Esa
vocación no puede cambiar: no hay posibilidad de que una numeraria
auxiliar se convierta en numeraria, por lo que toda su vida se
desarrolla en tareas de cocina, limpieza, atención y mantenimiento.
Ilustración: Andrea Paredes @driu.paredes
Un sistema igual al que en Argentina ya se investiga como trata
En septiembre de 2021, 43 mujeres exnumerarias auxiliares denunciaron ante el Tribunal para la Doctrina de la Fe del Vaticano que habían sido víctimas de trata
y reducción a la servidumbre en la Argentina. Entre ellas, había
también mujeres reclutadas en Paraguay y Bolivia que habían sido
llevadas con el mismo fin a Buenos Aires. La representación relató cómo
las mujeres habían sido captadas siendo niñas y adolescentes en lugares pobres y rurales, luego alejadas de sus familias y manipuladas espiritualmente para comprometerse a una vida de trabajo y compromiso religioso.
Sin respuesta formal del Vaticano, las denuncias públicas de las mujeres fueron tomadas por la Procuraduría contra la Trata de Personas para Explotación de la Argentina
(PROTEX), que en septiembre de 2022 inició una investigación secreta y
elevó una denuncia a la justicia federal que culminó en septiembre de
2024 con una acusación contra las máximas autoridades del Opus Dei en la región Río de la Plata y un pedido de indagatoria que debería concretarse en los próximos meses.
“Este proceso judicial es muy importante ya que es la primera vez que se investiga seriamente al Opus Dei y se imputa penalmente a sus máximas autoridades”, dijo a Animal Político el abogado Sebastián Sal, defensor de las 43 mujeres y querellante en la causa.
PROTEX y la Fiscalía describieron la existencia de un sistema de captación engañoso,
planificado y deliberado, dirigido a proveer a los miembros varones de
un servicio doméstico equiparable al de una servidumbre, ya que no
contemplaba ningún pago por la tarea ni derechos laborales básicos. La
acusación describe el modus operandi del Opus Dei para someter a las mujeres
como un plan de varias etapas: captación de niñas y adolescentes de
entre 12 y 16 años mediante una selección engañosa, que “consistía en
presentar una propuesta falsa relacionada con la posibilidad de
continuar y completar sus estudios primarios y secundarios, así como
recibir formación profesional para obtener oportunidades laborales, todo
ello en un contexto de enseñanza religiosa”.
Además de la dinámica de ingreso alOpus Dei,
la investigación enumera y describe la situación de las víctimas dentro
de los “centros” de la organización, las prácticas de manipulación
psicológica, el sistema de creencias, el “control disciplinario mediante
elementos de castigo” y una serie de “normas de vida” que debían llevar
las mujeres y que implicaban un sistema de charlas,
confesiones y oraciones, además de la obligación de la castidad, el
aislamiento de los vínculos familiares, la restricción de sus
comunicaciones y cualquier contacto con el mundo exterior, el control psicológico y condicionamiento conductual,
como también el control de la salud física y mental mediante visitas
médicas supervisadas y suministro de pastillas psiquiátricas.
Tras la difusión de la acusación formal en Argentina, a través de un comunicado el Opus Dei negó “categóricamente” los hechos investigados y explicó que las mujeres ”libremente eligieron una vocación espiritual dentro de la Iglesia Católica como numerarias auxiliares”, es decir, mujeres del Opus Dei
que, “como todos los demás miembros, aspiran a amar a Dios y a los
demás y lo demuestran a través de su trabajo y de su vida cotidiana,
dedicándose al cuidado de las personas y las casas, dentro de un
ambiente familiar que el Opus Dei pretende proporcionar”. Además, aseguraron que recibían un salario, algo que las denunciantes desmienten por completo.
A partir del impacto internacional de esta noticia, que es la primera acusación formal contra una institución de la iglesia católica por trata de mujeres para servidumbre, en al menos 20 de los 68 países en los que funciona el Opus Dei empezaron a aparecer testimonios muy similares a los de Argentina que dan cuenta de que este sistema de captación y explotación de mujeres se replicó en todas las latitudes de manera prácticamente exacta. Estos primeros testimonios en México lo confirman.
Fuentes: El Diario [Foto: Maha Hussaini, periodista gazatí, trabajando en la Franja (Cedida)]
Doctoras, trabajadoras humanitarias o periodistas de la
Franja de Gaza describen los retos que enfrentaron en 15 meses de
guerra: lidiar con jornadas extenuantes de trabajo y la supervivencia de
sus familias, la falta de agua y saneamiento, la proliferación de
enfermedades o la amenaza constante de la muerte.
La voz grave, a veces rota, de Ruba Alkurd, una doctora de
34 años de la organización Médicos sin Fronteras (MSF), bien podría ser
la de una mujer mucho mayor que ella. Su imagen muestra a una
profesional joven, también madre, pero el sufrimiento que desprenden
sus palabras, recogidas en audios enviados durante meses desde la
Franja de Gaza, encajaría más con alguien que le dobla la edad, que ha
visto demasiado y, con frecuencia, para mal. “Escucho esos audios y me
devuelven al infierno”, relata desde el apartamento en las afueras de
El Cairo donde hoy reside junto a sus tres hijos: Amín, de nueve años,
Jannah, de siete, y Reem, de cuatro.
A la ciudad llegó de urgencia el pasado mayo desde el paso
fronterizo de Rafah (entre Gaza y Egipto) donde, después de dos meses de
alto el fuego, vuelven a verse tanques israelíes tras la ruptura en la
madrugada del 11 de marzo de la última tregua acordada entre Israel y
Hamás (en 72 horas de ofensiva israelí al menos 506 palestinos murieron
en los bombardeos —más de 130 de ellos eran niños, según UNICEF— y otros
909 resultaron heridos).
El ejército hebreo también había clausurado pocas horas antes el
lado palestino del cruce al iniciar su ofensiva sobre el que entonces
era el único rincón de la Franja donde sus tropas aún no habían entrado
por tierra. Allí, entre 1,5 millones de personas desplazadas —más de la
mitad de la población de Gaza—, hacinadas en condiciones infrahumanas en
tiendas, refugios o edificios destruidos, los militares israelíes
pensaban encontrar al centenar de rehenes que en ese momento seguían en
la Franja (hoy son 59, 24 de los cuales se cree que siguen vivos).
Como el resto, Ruba y su familia también malvivían, pero a ellos
no les quedaba tiempo. Semanas antes, un colega oftalmólogo le dijo que
si no operaban pronto el ojo izquierdo de Amín, el hijo mayor, afectado
por una lesión anterior, perdería la visión por completo. “La última
cirugía se complicó con un glaucoma, le aumentó la presión del ojo y con
ocho años le salieron cataratas”, apunta. “Pasé días buscando unas
gotas que debía echarle y a un cirujano que pudiera volver a
intervenirle, pero no los encontré. El dolor aumentaba y yo no tenía
nada que darle a mi hijo. A veces, ni agua”, prosigue la doctora.
Sin apenas comida, agua, ni productos de higiene
Según datos de enero de la Oficina de Coordinación de Asuntos Humanitarios de Naciones Unidas (OCHA),
casi la mitad de los gazatíes (y cerca de la totalidad en los 11 meses
posteriores al 7 de octubre) disponen hoy de menos de 15 litros de agua
diarios, la cantidad mínima recomendada por la ONU por persona y día
para beber, cocinar y mantener la higiene personal. “Cuando olía a la
gente me sentía devastada”, explica Alkurd. “Sabía que no era por
voluntad propia, sino porque no había con qué lavarse, ni jabón, ni ropa
limpia que ponerse”, añade.
La falta de productos de higiene y la proliferación de piojos, sarna y otras infecciones bacterianas —propiciada por la destrucción total o parcial del 80% de la infraestructura de agua y saneamiento de Gaza,
incluidas las seis principales plantas de tratamiento de aguas
residuales— llevaron a la doctora y a muchas de sus colegas médicas a
adoptar medidas para no enfermar. “Nos cortamos el pelo casi al cero. No
había agua para mantenerlo limpio, ni hidratado. Se nos caía a diario,
como a tanta gente desnutrida. La comida no era la adecuada y no había
ni vitaminas, ni minerales”, explica. De acuerdo con los últimos datos
de la OCHA, casi el 100% de las mujeres embarazadas y lactantes de Gaza
no tienen satisfechas sus necesidades alimenticias y entre el 10% y el
20% están desnutridas. El 86% de la población (1,84 millones de
personas) tampoco, incluidos los 4.646 niños (672 de ellos con
desnutrición aguda grave) que fueron inscritos en programas de
tratamiento de la desnutrición desde que entró en vigor el alto el fuego
—el 19 de enero— hasta el 15 de marzo.
La doctora Ruba y su hijo Amín en su
consulta de una de las clínicas de MSF en Gaza. Ruba Alkurd
En este contexto, Ruba y Mohamed, su marido, médico de 37 años y
uno de los pocos cirujanos vasculares que quedan en Gaza, tomaron la
decisión más difícil: cuando fuera posible, ella y sus hijos saldrían de
Gaza para operar a Amín, aunque eso implicase que él no pudiera
acompañarles. Comenzada la guerra, Israel no permitió salir a los
hombres si no portaban otra nacionalidad. La única forma de intentarlo
era por la frontera con Egipto, pagando a las mafias 5.000 dólares
y lo peor, esperar un mes. “Imagínese la decisión”, afirma Ruba. “Como
mujer sentía que abandonaba a mi marido, como médico, a mi gente, pero
como madre debía pensar en mis hijos. No tuvimos otra opción”, alega.
Hoy, desde El Cairo, donde Amín pudo ser finalmente operado
(recuperó el 80% de la visión del ojo), Ruba reza para que termine la
guerra, reabran el paso de Rafah y pueda reunirse con su marido. Al ser
palestinos de Gaza tampoco pueden registrarse en Egipto, por lo que ni a
ella se le permite trabajar, ni a sus dos hijos en edad escolar (Amín y
Jannah) inscribirse en un colegio. “Les enseño yo desde casa”, comenta.
“Nos conectamos a diario con una plataforma de clases online que lanzó
el ministerio de Educación [de la Autoridad Nacional Palestina] para
niños gazatíes. Al menos podrán tener sus certificados escolares”,
indica.
Por el momento, viven con lo justo. Desde que Ruba abandonase
Gaza, la organización para la que trabaja, MSF, instó a los empleados
locales que salieron de la Franja a coger un permiso retribuido de seis
meses, seguido de otro no remunerado por la misma duración. “Ahora
dependemos de lo que nos envía Mohamed. Si no vuelvo antes de julio,
incluso aunque no abran la frontera, perderé mi contrato con la
organización”, lamenta.
A pesar de todo, la gazatí es consciente de su suerte. Primero,
porque en El Cairo disponen de agua, comida, electricidad “y hasta de
una lavadora”, destaca. “Ahora sé que tener una es un lujo cuando
durante meses y tras jornadas maratonianas de trabajo tenía que lavar a
mano y con agua fría toda nuestra ropa. Me salieron ampollas muy
dolorosas. Me daba alergia el único detergente que había”, añade.
Por otro lado, en su casa cairota ella y los suyos, por fin,
duermen por la noche. Ya no están aterrorizados por el zumbido
permanente de los drones israelíes o el estruendo de los constantes
bombardeos. Tampoco escuchan a las ratas. “De madrugada, en la
habitación donde vivíamos, se podía oír ese gras, gras que
hacían cuando rondaban nuestras bolsas. No podía dejar nada fuera. A
veces pensaba que si me dormía vendrían y nos comerían vivos. Pensará
que suena a broma, pero no lo es”, cuenta.
La palestina opina que la proliferación de estos roedores no
solo se debe al descomunal volumen de basura acumulada en Gaza o a la
destrucción de sus sistemas de saneamiento y depuración, sino también a
los miles de cadáveres (más de 9.000, según la ONU) que aún permanecen
bajo los 40 millones de toneladas de escombros que se amontonan en la
Franja, según estimaciones de Naciones Unidas. Retirarlos, dicen sus expertos, llevará más de una década.
Salir del trabajo y encontrarte sin casa
“En mis 25 años de servicio en Gaza y después de una Intifada y
tres guerras (2008-2009, 2012 y 2014) nunca vi tanta muerte y
destrucción”, afirma Maha Mahmoud Wafi, técnica de emergencias médicas,
de 44 años, desde el Centro de Ambulancias que la Media Luna Roja
Palestina (PRCS, por sus siglas en inglés) tiene en la ciudad de Jan
Yunis, en el sur de Gaza. Tampoco antes, dice esta sanitaria y madre de
seis hijos, había tenido que evacuar su casa, “el único remanso de
tranquilidad que conocía”, ni verla totalmente destruida.
Ese fue “el primero de los dos peores días” de la vida de Wafi.
Una mañana, mientras trasladaba heridos al Hospital Nasser (el más
importante de Jan Yunis) uno de sus hijos la llamó para decirle que los
israelíes acababan de avisarles que evacuaran de inmediato la vivienda
familiar porque iban a bombardear la zona. “La impotencia fue horrible”,
cuenta. “Yo en el trabajo y sin poder comunicarme en condiciones con
mis hijos (por el bloqueo intermitente impuesto entonces por Israel) y
sin saber si estaban bien”. El segundo peor día, continúa Maha, también
la encontró trabajando en una de las ambulancias. Su hermano contactó
con la central y pidió que le comunicaran que soldados israelíes
acababan de llevarse detenido a su marido. “La angustia de no saber
dónde estaba ni por cuántos días o si estaba bien o mal fue terrible”,
asevera.
“Gracias a Dios hoy todos estamos bien”, continúa. Durante unos
segundos, Maha esboza una tímida sonrisa en su rostro agotado. La
realidad, sin embargo, no da tregua. Hoy, una vez termine su jornada
laboral, ya no podrá descansar en su casa de Jan Yunis, su “pequeño
paraíso” ahora en ruinas (como el 92% de las viviendas de Gaza, según
datos de la OCHA). Esta vez, al salir, regresará al oeste de la ciudad,
pero a una tienda de campaña en una zona gris y devastada, cubierta por
enormes nubes de polvo y rodeada de lagos pestilentes de aguas
residuales que no pueden ser tratadas porque ni funcionan las estaciones
de bombeo, ni las plantas de tratamiento.
La suspensión israelí de toda la ayuda humanitaria y comercial
desde el 2 de marzo y el cierre de los cruces de mercancías ha empeorado
aún más la grave crisis energética de Gaza, con un aumento de los
precios del diésel de hasta un 105% y del gas de cocina de hasta un
200%, en comparación con febrero, lo que limita significativamente el
acceso a combustible esencial en medio de un continuo apagón eléctrico.
Maha Mahmoud Wafi, técnica de emergencias
médicas, en el Centro de Ambulancias de la Media Luna Roja Palestina en
Jan Yunis. Media Luna Roja Palestina
A este respecto, y antes de finalizar la entrevista, la
palestina subraya el valor “extraordinario” de sus compañeros de
trabajo, en especial de sus colegas mujeres. “Todas, sin excepción,
merecen el mayor de los respetos”, afirma. “A pesar de las enormes
dificultades que enfrentan (el riesgo diario durante los traslados;
jornadas extenuantes de trabajo o salir de casa sin saber si los hijos
estarán a salvo) siguen luchando y con el compromiso que siempre nos
guía: brindar ayuda humanitaria y servir a los demás”, alaba.
Informar, a pesar de todo
Guiadas por esa vocación de servicio, Maha Hussaini, de 33 años y
Haula al-Jalidi, de 35, decidieron, a muy temprana edad, que querían
ser periodistas. “Si creces en una Gaza bajo bloqueo —impuesto por
Israel y Egipto en el año 2007— y sufres los estragos de tres guerras,
informar ya no es solo una vocación. Para mí es un deber para con mi
gente, sobre todo si no hay nadie más (desde octubre de 2023, Israel y
Egipto prohíben la entrada de prensa extranjera a Gaza) que lo cuente”,
dice taxativa Hussaini, colaboradora de los medios digitales Middle East Eye y The New Humanitarian
o de plataformas como la Red Marie Colvin de Mujeres Periodistas. Un
trabajo informativo enfocado en Derechos Humanos por el que el año
pasado fue galardonada con el Premio al Coraje en Periodismo, otorgado
por la Fundación Internacional para las Mujeres en los Medios (IWMF),
con sede en Washington.
“Mi caso, quizá, es más naíf”, cuenta Haula al-Jalidi. “Siendo
pequeña ya soñaba con ser periodista para hablar de la belleza y la
historia de Palestina, pero lamentablemente de lo único que hablo ahora
es de su destrucción y muerte”, ironiza la reportera, que charla con
elDiario.es desde El Cairo, donde trabaja como corresponsal para las
cadenas de televisión Al Arabiya y Al Hadath.
Al igual que hiciera la doctora Ruba, ella y su marido, Baher,
fiscal de carrera ahora desempleado, decidieron abandonar Gaza cuando
Israel anunció el comienzo de su ofensiva sobre Rafah, la ciudad donde
ellos también habían sido desplazados junto a sus cuatro hijos (el
mayor, de 13 años y el menor, de seis) y donde pudieron ser acogidos por
los abuelos paternos.
Previamente Haula y Baher, huyendo de los bombardeos, se habían
visto obligados a trasladarles dos veces más, la primera en la ciudad de
Gaza y a la semana de empezar la guerra. “Yo hacía la última conexión
telefónica del día cuando Baher, nervioso, me empezó a hacer señales”,
cuenta. “Había recibido un mensaje diciendo que iban a atacar el barrio y
que teníamos que evacuar”. Aturdida, despidió el directo y como
pudieron reunieron “la vida que una familia puede empaquetar en 20
minutos”. Tras esa noche, ni ella ni su marido volvieron a ver más el
hogar que durante una década construyeron con tanto mimo. “Lloré mucho
un día y después otro, pero después pensé en cuánta gente estaba igual o
peor y decidí seguir adelante”, relata.
Haula al-Jalidi, en la puerta del hospital Al Aqsa, en el centro de Gaza.
Cedida
Apoyada por Baher, su “columna vertebral”, Haula trabajó a
destajo los meses posteriores. Mientras, sus hijos, que fueron
trasladados un total de cuatro veces dependiendo de lo cerca que estaban
del lugar donde caían las bombas, quedaron al cuidado de varios
familiares. “No había otra opción. Yo podía hacer hasta 18 directos al
día, entre las 8:00 y las 16:00 horas, y después continuar en casa con
conexiones telefónicas hasta las 22:00”, cuenta la palestina.
Su base de operaciones o “segundo hogar”, al igual que para
decenas de periodistas gazatíes, era el complejo del hospital Al-Aqsa,
en Deir el Balah, uno de los pocos lugares de la Franja donde había
electricidad, funcionaba Internet y reporteros como ella podían realizar
conexiones o cargar teléfonos, portátiles y demás aparatos
electrónicos. Allí, entre colegas, personas desplazadas y la llegada
constante de heridos, Haula y Baher pasaban la mayor parte del tiempo.
También lo hacía Maha Hussaini, quien solía trasladarse hasta
allí desde uno de los abarrotados refugios de Deir el Balah donde
residía junto a su familia, a la vez varias veces desplazada, hasta el
inicio de la efímera tregua. “A pesar de las enormes dificultades, todos
hemos trabajado desde el primer día”, asegura la informadora. “Incluso
cuando Israel cortó el suministro de electricidad y combustible o
destruyó casi todas telecomunicaciones, los periodistas de Gaza nos las
arreglamos para contar lo que las voces silenciadas de nuestros colegas
no podían narrar”.
Vivir con la muerte cerca
Hussaini se refiere a los 166 periodistas y trabajadores de medios que, según el Comité para la Protección de los Periodistas
(CPJ, en sus siglas en inglés) han sido asesinados en Gaza desde el 7
de octubre de 2023. Desde entonces, el total de muertos palestinos
supera los 49.600 (más de la mitad son mujeres y niños) y el de heridos
se acerca a los 112.000; en Israel, los fallecidos son 1.200 (de los que
alrededor 800 eran civiles) y los heridos son más de 14.900.
“Muchos de los reporteros asesinados eran buenos colegas con los
que trabajé”, dice Maha. “Por eso su ausencia me motiva a seguir, para
contar lo que ellos no pueden”, añade. Según Hussaini, los informadores
han sido uno de los objetivos de Israel durante esta guerra. Hoy asegura
despertarse cada mañana tratando de aceptar la idea de que “quizá este
día pueda ser el último” o pueda ser “el siguiente blanco de Israel”.
Un temor con el que Maha, sin hijos a su cargo o compromisos
familiares, estaba dispuesta a lidiar, pero que motivó la salida de
Haula y su familia de la Franja. “La situación era extremadamente
peligrosa para todos”, explica. “También conocía a muchos de los
compañeros asesinados. De verdad sentías que la muerte estaba cerca,
pero a mí lo que más miedo me daba era que alguno de mis hijos pudiera
enfermar y no disponer de hospitales con medios donde poderle curar”,
apunta.
A la capital de Egipto llegaron ella y su familia el año
pasado gracias a las gestiones y la cobertura económica del grupo Al
Arabiya, para el que sigue trabajando como corresponsal, lo que le
permite seguir sosteniendo a su familia. A Gaza, por ahora, no sabe si
volverán, pero lo que sí tiene claro es la noticia que, en directo y
llegado el momento, le gustaría dar: “Hoy, Palestina, ha dejado de
estar ocupada. Todos aquellos que se marcharon ya pueden volver y
reconstruir sus casas. Pueden regresar”.