Editorial La Jornada
Es
desolador el saldo de la primera jornada electoral realizada tras el
retorno del PRI a la Presidencia: una abstención mayoritaria que
contrasta con la participación de los comicios presidenciales de julio
del año pasado –excepcional por abultada–, prácticas irregulares y tal
vez delictivas al por mayor, episodios de violencia, mínima disposición
de partidos y candidatos a acatar resultados e incapacidad de los
organismos electorales para presentar resultados convincentes.
Pareciera que, tras el fracaso de 2012 en generar consenso y aceptación
en torno a los triunfos registrados por institutos y proclamados por
tribunales electorales, la mayoría del electorado optó por ausentarse
de las urnas y dejar que los votos duros decidieran la contienda.
Otro hecho a consignar es la escasez de contrastes entre los
programas y las propuestas presentados por las distintas siglas y sus
respectivos aspirantes, en lo que constituye una distorsión del sentido
de la democracia, que consiste en la opción real de la sociedad de
escoger entre proyectos de gobierno diferenciados y representativos de
las diversas corrientes ideológicas. Una vez más, las consignas
forjadas no en el debate político sino en la manufactura mercadológica
sustituyeron a las visiones de comunidad, de sociedad y de país, y la
propaganda política siguió su deslizamiento hacia la publicidad
comercial.
Un fenómeno particularmente preocupante es la persistencia en la
conformación de alianzas electorales entre formaciones que, según sus
principios declarados, resultan incompatibles. El caso más claro es la
coalición formada por Acción Nacional, el Partido de la Revolución
Democrática y Nueva Alianza en Baja California: sólo desde el más crudo
pragmatismo pudo pasarse por encima de las diferencias entre una
organización que representa a la reacción histórica, otra que se
reclama fuerza principal de las izquierdas y la tercera, surgida del
control corporativo ejercido hasta hace unos meses por el cacicazgo de
Elba Esther Gordillo –ahora presa y sujeta a proceso por presuntas
operaciones con recursos de procedencia ilícita– y sin más propuesta
que acumular votos para canjearlos por prebendas.
Esclarecedor de las distorsiones democráticas es el hecho de que, al
margen de tendencias avaladas por las autoridades electorales y de los
mismos resultados oficiales, el llamado Pacto por México y sus
afiliaciones o eventuales defecciones se hayan convertido en objeto de
negociación y de presión en los procesos comiciales. El valor simbólico
que el gobierno federal depositó en esa fabricación –ajena a la
institucionalidad legal y lesiva a las formas e instancias republicanas
establecidas por la Constitución– terminó por dar un inesperado poder
de chantaje a los opositores que hicieron de lado esa condición e
ignoraron el mandato de sus electores para respaldar pretendidas
políticas de Estado que se reducen, en realidad, al programa de
reformas neoliberales que propugna la presidencia de Enrique Peña Nieto.
En
tal circunstancia no hay lugar para rasgarse las vestiduras por las
muestras de incivilidad ocurridas antes, durante y después de la
jornada comicial, pues conforman, a fin de cuentas, el reflejo
amplificado del creciente cinismo de la clase política en su conjunto,
para la cual las formas democráticas no parecen tener más objetivos que
el reparto de cargos y posiciones de poder y el tránsito de sus
integrantes de una a otra oficina pública y de un cargo de elección a
otro.
Los comicios del domingo fueron, en suma, expresión de una
democracia enferma de insustancialidad, sumida en una crisis de
representación y divorciada de un electorado que no encontró en las
campañas un repaso serio de los problemas nacionales fundamentales: la
desigualdad, la pobreza, la marginación, el desempleo, la creciente
dependencia en el frente externo, la crisis de los sistemas públicos de
salud y educación, la corrupción inveterada, la inseguridad y la
violencia, los acuciantes desequilibrios ambientales, entre otros.
El panorama es alarmante porque fuera de las procedimientos
democráticos el país no dispone de mecanismos válidos y viables para
resolver sus diferencias y avanzar en la solución a sus problemas. Por
si no hubiera bastado con dos elecciones presidenciales impugnadas e
inconvincentes en forma consecutiva, lo ocurrido debiera ser suficiente
para comprender que se requiere, más que de una reforma, de una
refundación política e institucional.
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