Pedro Miguel
Las cloacas del sistema han vuelto a la primera fila de la política; esas, de las que salieron el Batallón Olimpia y los halcones, las
que operaron los asesinatos políticos de 1994, las que armaron a los
asesinos de Acteal; esas que fueron mantenidas en estado de discreción
desde la fallida transición de 2000 y que reaparecieron durante el
calderonato para gestar cuerpos paramilitares y escuadrones de
limpieza social: expresiones diversas del Estado encapuchado y clandestino.
Jesús Rodríguez Almeida, secretario de Seguridad Pública del
Distrito Federal, reconoció ayer que en los episodios de violencia
fabricada del pasado 2 de octubre actuaron policías vestidos de civil
que detuvieron a presuntos infractores, y aunque aseguró que no fueron
enviados por la dependencia que él dirige, se negó a identificar a
quienes enviaron a tales individuos. Hay, por otra parte, abundante
evidencia (video)gráfica de la protección que las fuerzas policiales
brindaron a grupos de supuestos civiles que operaron en las
confrontaciones del 13 de septiembre de este año y del 1º de diciembre
del pasado, así como de la participación, en las tareas represivas, de
sujetos que realizaron detenciones y violentos sometimientos de
manifestantes no necesariamente relacionados con actos vandálicos o de
simples transeúntes.
En todos esos casos hubo, de seguro, algunos individuos que
participaron en las grescas con la convicción de que agredir a los
cuerpos represivos y romper vidrios son métodos útiles para transformar
la realidad social y/o para provocar la caída del régimen. Pero lo más
significativo es que hubo provocadores –inconscientes, deliberados o
ambos– que fueron introducidos y apoyados desde las retaguardias de las
fuerzas del orden y que algunos agentes policiales –o parapoliciales,
como era el caso de los antiguos e ilegales
madrinas– operaron en total irregularidad, como el caso del señor de la camisa azul que aparece en muchas fotos golpeando y trasladando a detenidos, que nunca suelta una botellita de agua y que, en una de las gráficas, se le ve blandiendo un arma corta.
Las cloacas del sistema son el recurso de un régimen al que ya no le
basta el marco de la legalidad para sostenerse y recurre a actividades
ilegales para criminalizar a las oposiciones frontales, para dirimir un
golpeteo interinstitucional, para amedrentar a una ciudadanía dispuesta
a ejercer sus derechos, para justificar acciones represivas de gran
escala o para todos esos propósitos juntos.
Hasta 1997 ese modus operandi era tan absoluto como el
dominio presidencial de prácticamente todas las instituciones y de casi
todos los niveles de gobierno. En ese año los ciudadanos del Distrito
Federal votaron mayoritariamente para erradicar tal dominio, con lo que
implicaba: halcones; cárceles clandestinas en Tlaxcoaque;
partenonesy cuerpos de ajusticiados tirados al Gran Canal (rúbricas de Arturo Durazo); cadáveres encajuelados descubiertos por el azar del terremoto en la procuraduría de Victoria Adato; razzias y demás. Desde entonces, el electorado capitalino ha venido refrendando, en sucesivos mandatos, su rechazo a semejantes métodos de gobierno; el año pasado rechazó de manera contundente la oferta de
mano dura–que no es otra cosa que el atropello regularizado de los derechos humanos, la fabricación de culpables y la criminalización de los más jóvenes y de los más pobres– que enarbolaba la candidata de la reacción a la jefatura del gobierno local y decidió, en cambio, mantener en el mando al proyecto de la izquierda, representado por Miguel Ángel Mancera.
De
entonces a la fecha el Gobierno del Distrito Federal ha debido hacer
frente a una creciente presión social, insuflada por los medios
desinformativos del régimen, que le exige reprimir las expresiones de
descontento que tienen lugar en las calles de la capital; es decir, las
exigencias de que gobierne como lo habría hecho su rival panista en las
elecciones de 2012, y no como el propio Mancera ofreció gobernar: con
apego a los derechos humanos, sensibilidad social y respeto a las
libertades. En forma paralela a esa campaña en demanda de
mano dura, tiene lugar un florecimiento de las cloacas del sistema en la misma capital del país y, acaso, en algunas de sus instituciones de seguridad y procuración de justicia.
Desde luego, ni la agresión a efectivos policiales ni el vandalismo
contra propiedad pública o privada pueden ser tolerados en un estado de
derecho. El problema es que, en todo o en parte, esas acciones están
siendo impulsadas desde el poder, y que las autoridades capitalinas
están obligadas a investigar semejante incitación y a seguir el hilo de
la provocación hasta las oficinas públicas de la que ha estado
saliendo, sean locales o federales. Es decir, resulta impostergable
destapar las cloacas y poner fin a la contaminación que de ellas
proviene y que pervierte la vida pública del país y de su ciudad
capital.
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