Detrás de la noticia
La oleada de niños migrantes no es una anécdota. Es todavía más que una crisis humanitaria. Se trata de la consecuencia más dramática de un infame modelo económico que produce cada vez más pobres. Que ha generado uno de los países más injustos del planeta en donde la desigualdad es caldo de cultivo no sólo de la miseria, sino de la violencia. Se ha estirado al máximo la liga entre los cada vez menos que tienen más y los cada vez más que tienen menos. Y está a punto de romperse. La migración infantil es sólo la punta del iceberg.
De los 110 millones que somos, 60 millones están en pobreza, 40 en miseria y 28 padecen hambre todos los días. Y la desesperación empuja a hombres, mujeres y niños a buscar la sobrevivencia en donde se pueda. Durante décadas vimos pero no miramos. Hemos fingido no darnos cuenta del dolorosísimo fenómeno de la migración interna que representan los jornaleros: que desde Oaxaca, Chiapas, Guerrero y otros estados pobres recorren kilómetros para contratarse en los estados ricos en producción agrícola. Las condiciones de sobrevivencia en campamentos de oprobio son sólo comparables con campos de concentración y exterminio. Sin exageración alguna. Muchos mueren en jornadas extenuantes, como el niño aquel destrozado por una trilladora de alta tecnología en Sinaloa.
Y hablando de niños, baste el reciente Informe 2014- El derecho a una educación de calidad, presentado por el Instituto Nacional para la Evaluación de la Educación. Es francamente escalofriante. Aquí algunos datos: tres quintas partes de los niños de preescolar de tres a cinco años y dos quintas partes de los de 15 a 17 no están inscritos en ninguna escuela; la meta de lograr la cobertura en este último sector de edad en educación media superior tomará dos décadas más de los diez años calculados por el gobierno federal; hay 3 millones de niños de 12 a 15 años que trabajan y la mitad de ellos no asiste a la escuela; la deserción es del doble en las zonas marginadas y rurales; más de 4 mil planteles de preescolar no tienen ni siquiera aulas; en dos de cada diez no hay ni escritorio ni silla para el maestro; 900 escuelas secundarias carecen de salones para dar clases; sólo en 53 de cada cien escuelas hay acceso a internet, aunque el porcentaje en zonas rurales se reduce a 3%; la mayoría de las escuelas en zonas indígenas no tienen maestros capacitados y en dos de cada tres los docentes no dominan la lengua de la comunidad local.
Este es el escenario donde se forjan nuestros niños migrantes. Porque olvidaba decir que cuando se habla de ellos se añade el patronímico de centroamericanos, como si nuestro papel fuera limitarnos a protegerlos de frontera a frontera. Es un eufemismo. Porque lo que no nos dicen es que de los 54 mil niños migrantes contabilizados, 12 mil son mexicanos; pronto alcanzarán 70 mil, de los cuales al menos 16 mil serán compatriotas. Y es que en esta y otras tragedias humanitarias que padecemos en este país, el enfoque está equivocado. No se trata de cuidar a los niños que intentan llegar a Estados Unidos en busca de parientes o sobrevivencia; se debería de tratar de cambiar un modelo económico que —pueden decir misa sus defensores— genera cada vez más pobres.
A ver, de qué sirven las reformas hacendaria, la energética, la de comunicaciones, si no nos atrevimos a hacer una gran revolución educativa como hicieran Corea, Singapur y otro países que se atrevieron a cambiar su destino y dedicar no cinco o siete, sino hasta el 20% del PIB a la educación. Cómo es posible que los partidos políticos se empanzonen de miles de millones de pesos y un ministro de la Corte gane lo mismo que el presupuesto de 20 escuelas miserables. Por eso se van. Por eso los perdemos. Aunque los traigamos de regreso.
ddn_rocha@hotmail.com
Periodista
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