7/12/2014

Una madre. Una hija. La visita


La hija quisiera entender a la madre. La madre no puede hablar –no realmente- ni de su vida ni de sus emociones. Así la educaron.



Ese malentendido tan recurrente: la hija no tiene manera de singularizarse sin diferenciarse de la madre, la diferenciación es/puede  ser vivida por la madre como una forma de rechazo. Parecería tan simple: “¿Por qué no quieres ser como yo?”. “Porque quiero ser como yo”. Pero esta necesidad de la hija de plantearse sus propias preguntas e intentar encontrar sus respuestas, en la cual –a priori- casi todas/os coincidiríamos de inmediato, no es ni tan simple, ni tan consciente, ni tan explícita. Los desencuentros en la vida cotidiana. Los deseos de la madre para la hija que se deslizan de manera sutil o menos sutil y que se viven, sobre todo en la adolescencia y la juventud, como imposiciones. 

Una madre y una hija –en la mayoría de los casos- anhelan encontrarse, pero uno de los grandes temores de la hija es sentirse alienada en los deseos, los sueños, los proyectos, la personalidad de la madre. Uno de los grandes temores de la madre, es que su hija no la considere una imagen de femineidad adecuada y deseable. “Si vives distinto a mí, no soy tu 'modelo', y si no lo soy, me estás rechazando y/o juzgando”.

Sucede que comience esa disputa silenciosa y/o a gritos. Sucede que comience esa batalla casi campal que se convierte en un largo litigio entre dos femineidades que son entendidas y  vividas de maneras distintas. No es de fondo un asunto de mejor o peor, pero así se vive. El gran problema de la relación con frecuencia fusional entre madre e hija, es la dificultad para asimilar y aceptar, sin juicios, las diferencias. No es que la elección de una vida sea mejor que la elección de otra vida, es que son distintas. Pero en esas diferencias la madre puede sentir que su hija la abandona, y la hija puede sentir que traiciona. Crecer y elegirse es “traicionar”. Sí, con todas las acotaciones que en este contexto amerita la palabra, “Traicionar” es no aceptar ser la continuación programada del discurso y las elecciones de los padres. Una coincide donde se da, y no coincide donde no se da, y elegirse no es un acto de desamor, sino de construcción personal.


Ahora a la hija le ha dado por somatizar. La madre se fue y ella se despierta afónica, y con un nudo en la garganta. Varios nudos, quizá. El cuerpo habla. El cuerpo expresa nuestras emociones a pesar de una misma. “Seguro anoche hubo corrientes de aire heladas”. Seguro. Pero es un clásico aquello de las palabras que se quedan como prisioneras en la garganta. La voz que se estrangula porque no supo decir aquello que necesitaba decir. Lo No dicho. Cada familia y sus temas, sus palabras, sus reflexiones prohibidas. Esa especie de tradición de callar lo doloroso, lo que no nos gusta, lo que provoca vergüenza. Todo lo  que se supone que es mejor reprimir en aras de “la concordia”, “la armonía, “la estabilidad”. La censura de un lado y del otro. La madre también trae consigo su baulito de dudas, circunstancias incomprendidas, lastimaduras. Las que tienen que ver con la hija, y las que tienen que ver con su historia personal. La hija quisiera aprehender la historia de la madre y abrazarla. Sanarla de cada dolor, de cada pérdida, de cada nudo que su madre traiga atravesado en la garganta. La hija no lo logra, y se siente fallada y en falta. No lo logra, porque “salvar” a la madre es una misión imposible para cualquier hija. Pero este deseo, inmenso y contrariado está, y ahonda la confusión. Y las culpas.



¿Cómo hablar sin deslizarse en territorios pantanosos? ¿Cómo cuestionar sin lastimar? ¿Cómo detener esos silencios que han ido creciendo hasta convertirse en un buque fantasma? Están frente a frente. Son las vacaciones, así pasaron horas y días. ¿Cómo lograr una conversación madre-hija en la que no sientan que bordean los abismos, que no son capaces sino de precipitarse en el reproche? Ambas están a la defensiva, no necesariamente lo saben. Cuando lo saben, intentan ser humildes, o creen que lo son. Esa sería la única manera: la humildad. Escuchar sin tener la respuesta preparada de antemano. Estar disponible. El barco fantasma está lleno de malentendidos, de palabras inadecuadas, y de silencios. La humildad podría abrir una puerta hacia un intercambio sin culpas y sin culpables, pero ambas  traen ese antiguo vicio de arrojarse las culpas la una a la otra, como quien da raquetazos en una cancha. Con los años les sucede atraparse cada una a sí misma a mitad de un trance de comentarios injustos y de soberbia. Se detienen mucho más que antes. Se hace un silencio. Miran por la ventana. Luego siguen  frases estilo: “Para mí que hoy cae una tormenta”. “No trajimos paraguas”. “No, se nos olvidó”. Y por un lado se agradecen la una a la otra esta nueva manera de dejarse libre y volver a la calma, por el otro cae un velito como de tristeza. Como de abrazo fallido. Un día lo van a lograr: sin amenaza de tormentas y sin urgencias de paraguas.

¿Les interesa entenderse, o desalojar sus sentimientos oscuros? ¿Por qué una madre y una hija se concentran en culparse? Además, de ladito. Sin entrar en los temas. Esas miradas de reproche, esas descalificaciones disimuladas, esos mohines que atraviesan el rostro en fracción de segundos, esos tonos de voz que cambian, mientras hablan de las plantas, de la película o de los chiles rellenos. Ambas sufren por no saber acompañarse, disminuir la distancia. La hija mira los ojos muy abiertos de la madre. Son muy azules y muy tristes. Desde niña se sintió hipnotizada por esos ojos tristes. Desde niña pensó que si ella se esforzaba muchísimo, un día la madre sería felicísima y se reiría a carcajadas relajada y festiva, se reiría toda ella, con sus ojos incluidos. Pero las niñas crecen y comienzan a mirar hacia otro lado. En su caso, corrió hacia su padre. Tan fuerte, tan divertido, tan extravagante. Se concentró con todo en convertirse en eso a lo que llaman: “la niña de los ojos de su padre”, y entonces le comenzaron unos celos terribles hacia la madre, así, con casi todos los ingredientes del más elemental manual de psicoanálisis. Quizá no es para andarlo contando en voz tan alta, pero suceden: los celos de la hija hacia la madre. Y viceversa. Y se arma un enredijo de estira y afloja y rivalidades. Luego las niñas crecen y llegan los sueños y los horizontes lejanos. Ya no pueden quedarse.


La hija quisiera entender a la madre. Sería indispensable que la madre le ofreciera la oportunidad de escucharla. La madre no puede hablar –no realmente- ni de su vida ni de sus emociones. Así la educaron. Hay prohibiciones y silencios que se heredan, atraviesan las generaciones. Marcan. A fin de cuentas es probable que ya nadie tenga claro porque había que callar lo que se calla, pero la antigua costumbre se conserva. Eran otras rigideces, otros tiempos, otras exigencias. Una ni lloraba, ni reía demasiado. Una no se mostraba. Negar las emociones era lo que solía llamarse “un asunto de dignidad”. Una moría por dentro, pero de pie y con los labios apretados. Se habla del tiempo, de la vida práctica, abundante vida práctica y con todos los detalles. Una puede hasta recrear cantidad de anécdotas siempre y cuando lleguen desprovistas de las emociones que las acompañaron. Es decir, una puede tener recuerdos, pero no memorias. Una está obligada  -para no naufragar- a hablar casi siempre del tema de al lado.



Como vivir casi a diario al borde de un enigmático naufragio a evitar. Como si el agua llegara a los aparejos con cualquier pretexto. Las palabras entonces se convierten, no en un punto de encuentro sino en un tembloroso punto de fuga. No cabe el ¿por qué? Si cupiera, el buque se iría de ladito, de ladito…podría anegarse. ¿Cuál era ese naufragio? ¿En qué generación anterior existió? ¿Quiénes nos lo heredaron? La hija mira a la madre que está en el balcón, pedaleando en una bicicleta fija. Siempre ha sido de una gran fragilidad emocional, ahora también su cuerpo es frágil. 

Y sin embargo pedalea. Se cuelga sus collares, sus chales, sus aretes. La madre tiene más de ochenta años y se mira largamente en el espejo antes de salir a la calle. Posa, se acomoda los cabellos. En algún lugar, piensa  la hija, esta persona de subjetividades tan náufragas, ha sido también una fuerza de la naturaleza. Y se lo agradece. Y se enoja. Y  no logra aliviarse de esa pregunta: ¿Por qué sus ojos son tan tristes? ¿Qué necesitaba que no encontró? ¿Qué soñó que no llegó para ella? ¿Quién le tatuó esa tristeza? ¿Cómo decirle lo mucho que la ama  y lo furiosa que vivió demasiado tiempo contra ella? ¿Cómo le explica que se tuvo  que construir contra ella, con ella, a pesar de ella, más allá de ella? Porque la madre no supo medir ni su fragilidad ni su fuerza, y la hija se vivió avasallada.

¿Cómo se habla desde un amor tal, que los acomodos emocionales no se conviertan en reproches? ¿Cómo se habla?

Es seguro que existe una manera de saberse amadas, renunciando al anhelo de fusión, tan enquistado, tan ladino…y aceptando las diferencias.


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