Editorial La Jornada
Un
grupo de trabajadoras de la Suprema Corte de Justicia de la Nación
(SCJN), del Consejo de la Judicatura Federal (CJF) y de la Policía
Federal realizaron ayer, en presencia de la relatora especial de
Naciones Unidas sobre Violencia Contra la Mujer, Rashida Manjoo,
múltiples denuncias por casos de acoso laboral y sexual que ocurren,
según afirmaron, ante la inacción e incluso la complacencia de
autoridades judiciales y policiales.
Tales señalamientos, que involucran una responsabilidad ineludible,
por acción o por omisión, de altos funcionarios de esas instituciones,
se produjeron el mismo día en que el propio CJF determinó sancionar al
magistrado federal Jorge Figueroa Cacho por presuntas irregularidades
en su evolución patrimonial, ya que se detectaron movimientos inusuales
en sus cuentas bancarias por casi 3 millones de pesos. Cabe recordar,
asimismo, que el pasado miércoles el propio órgano de vigilancia
jurisdiccional anunció el inicio de un proceso penal en contra del
magistrado José Guadalupe Luna Altamirano, por probables conductas
relacionadas con el crimen organizado y por la detección de
irregularidades muy seriasen los expedientes de nueve procesos judiciales que condujo.
Con independencia del derrotero que tendrán los procesos referidos
en las instancias judiciales correspondientes, estos casos son
reveladores del deterioro estructural que experimentan las
instituciones de impartición de justicia en el país, de por sí hundidas
en el descrédito a consecuencia de una indignante inoperancia
institucional –que se traduce en tasas alarmantes de impunidad y en
fallos que constituyen verdaderos extravíos de la justicia– y de una
inmoralidad que se expresa, por ejemplo, en las percepciones y
jubilaciones astronómicas y otros privilegios indebidos que los máximos
magistrados del país se otorgan a sí mismos. Tal inoperancia es ahora
exhibida por la turbiedad, los vicios y las desviaciones a la legalidad
con que se conducen algunos integrantes del Poder Judicial.
Si
bien es cierto que dicha descomposición no sólo afecta a las
dependencias del Poder Judicial, sino al conjunto de la
institucionalidad política del país, en el caso de las primeras resulta
particularmente aberrante, en la medida que su función sustantiva
consiste en vigilar la correcta aplicación de las leyes y salvaguardar
las garantías individuales. En cambio, cuando están a punto de
cumplirse dos décadas de las reformas constitucionales que derivaron en
una restructura profunda de las instancias encargadas de impartir
justicia, queda en evidencia que tales modificaciones sirvieron de muy
poco para revertir la corrupción, el abuso y el empleo de los cargos
públicos como mantos de impunidad y fueros de hecho para que malos
funcionarios del Poder Judicial puedan delinquir.
Frente a la evidencia de una institucionalidad que se ha erigido en
vehículo de un ejercicio del poder cada vez más arbitrario e ilegal, el
país requiere una reacción mucho más radical y profunda que la que han
emprendido las autoridades del Poder Judicial en el momento presente.
Cabe preguntarse si procesos como los referidos no son acaso la
punta del iceberg de una distorsión mucho más amplia y generalizada de
lo que se supone. Para determinarlo con certeza resulta imperativo que
las autoridades competentes concreten, o cuando menos inicien, un
proceso de reconstrucción institucional que permita remontar el
desastre a que ha sido llevada la impartición de justicia durante los
años y décadas recientes, lo cual incluye, desde luego, la
investigación, el esclarecimiento y la sanción para los presumibles
responsables de atropellos cometidos al amparo del poder.
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