Ricardo Raphael
Es la prueba incuestionable de que la ciudad de México no es civilizada. Suena la sirena de policía a las cuatro de la mañana, sin motivo ni necesidad; se escucha el rugido del camión viejo de basura que por un milagro sobrevivió al temblor del 85; pregona una niña omnipresente que compra lavadoras, estufas… refrigeradores; fuera de la farmacia baila una botarga al ritmo gritón de una cumbia; sobre la estación del metro las bocinas enormes de un puesto de garnachas quieren atraer a los clientes más sordos.
No es asunto exquisito hablar de contaminación auditiva, concepto que en México se desconoce como si se tratara de un bien suntuario traído de Escandinavia. Y sin embargo es difícil negar que, entre mexicanos, el ruido sirve para confirmar nuestra persistente falta de respeto. Aquí, espacio público y sonido estridente se han vuelto sinónimos.
El silencio es un bien devaluado. No se halla en los parques, mucho menos en las calles o avenidas. Como niño con crayola nueva, el habitante de nuestra urbe quiere colorearlo todo con su estridencia. Chapultepec es escandaloso, el Zócalo también, la avenida Reforma y las chinampas de Xochimilco. Nos aterra la ausencia de sonido. No vaya a ser que se cuele por las rendijas del silencio un momento de conciencia o racionalidad.
En casa la televisión está prendida a toda hora, la radio en el automóvil, cuando subimos al metro nos colocamos los audífonos, si vamos montados en el micro suena entonces el motor crocante. La urbe es propiedad del señor claxon, molesto a toda hora, impertinente, agraviante.
De todos los sentidos que tiene el chilango, el oído es el más lastimado. Cada día nos cuesta mayor trabajo escuchar al otro, constatar su presencia por lo que tiene que decir y no por lo que grita; por su argumento y no por su sonoro empellón.
La tolerancia infinita hacia el ruido nos ha vuelto muy intolerantes hacia todo lo demás. Si se quiere ser visto hay que hacer ruido, si se busca ser tomado en cuenta, hay que hacer ruido, si la autoridad se desentiende, lo mismo. Si la venta en la calle se cae, todavía más ruido.
Los chilangos nos hemos vuelto guturales, como hace miles de años lo fueron los primeros seres humanos que atravesaron hasta América por el estrecho de Bering. Y probablemente nuestras formas para hacer política —para ejercer el poder— estén en regresión también.
El Congreso mexicano muestra cuán poco sirve el argumento para ganar apoyos. Si en la discusión suben muchos legisladores para hablar en tribuna, eso quiere decir que quienes se quedaron abajo van a aplastar con su voto a los discursantes.
Las elecciones igualmente son ruido que oculta la pobreza de explicaciones. Nos quejamos del bombardeo mediático que los aviones de la televisión y la radio nos arrojan cuando los comicios, y sin embargo no hay prueba de que las campañas silenciosas tengan éxito.
En la ciudad de México, la semana pasada fue más caótica que otras. Para combatir el desatino del nuevo Hoy No Circula —y sus todavía más ridículas excepciones— los distintos gremios de la Edad Media chilanga salieron a tomar la ciudad y sus entradas. Más ruido para combatir el ruido.
Será la desesperación de mi alma ciudadana —que el lector me juzgue con condescendencia— pero desde aquí, y con estas reflexiones angustiadas, quiero proponer a los partidos que aspiran a gobernar la ciudad capital que tomen como bandera la de una ciudad sin ruido.
Ganaría mi voto el candidato que me ofrezca un poco de silencio en el espacio público, moderación de la voz y los decibeles, imperio de la ley contra las patrullas escandalosas, combate sin cuartel a las bocinas colocadas sobre la acera, destierro para los adictos al claxon, tapabocas para los marchistas de Reforma, paz para Chapultepec en domingo, para la Zaragoza en viernes por la tarde, escucha cuando la Cámara de Diputados vote las leyes secundarias.
Que me perdone el lector que vea en esta iniciativa una propuesta frívola. Hoy estoy convencido de que el ruido es uno de los problemas que con mayor drama afecta nuestra inteligencia.
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