Tan
poco credibilidad han tenido las reformas de Peña, que tuvo que hacer
coincidir el calendario del Mundial con el inicio de la discusión en el
Senado de las leyes secundarias de la reforma energética. Sin embargo,
¿realmente necesitaba hacer esto? Al final de cuentas, hoy por hoy,
tiene poder en las principales instituciones del régimen. Más bien, es
como si encontrara algo impúdico en la reforma petrolera. Durante el
Mundial, en otras palabras, el régimen ha actuado como el señor que se
esconde detrás de un árbol para mear o como la mujer cuyo escote no
resultó como esperaba y batalla para taparse las chichis.
No es
para menos. En diciembre de 2013 el gobierno de Enrique Peña Nieto
logró modificar en la constitución mexicana el papel del Estado en la
industria energética. Con ese cambio se permitió al capital
trasnacional volver a beber del oro negro mexicano, lo cual se le había
prohibido desde 1936 con la expropiación emprendida por Lázaro Cárdenas.
A propósito del cardenismo,
León Trotsky, el revolucionario ruso exiliado en México, observó que el
Partido de la Revolución Mexicana (antecesor inmediato del PRI)
encabezaba un régimen que “se eleva, por así decirlo, por encima de las
clases [sociales]”. En un país industrialmente atrasado donde “el
capital extranjero juega un rol decisivo”, “el gobierno oscila entre el
capital extranjero y el nacional, entre la relativamente débil
burguesía nacional y el relativamente poderoso proletariado”. Para
Trotsky, el rasgo peculiar del cardenismo consistía en su decisión de
gobernar “maniobrando con el proletariado, llegando incluso a hacerle
concesiones, ganando de este modo la posibilidad de disponer de cierta
libertad en relación a los capitalistas extranjeros”. La alternativa a
esta vía política habría sido que el régimen gobernara “convirtiéndose
en instrumento del capitalismo extranjero y sometiendo al proletariado
con las cadenas de una dictadura policial”.
Esto último, para sintetizar el resto del siglo XX, es justo lo que ocurriría después.
La burguesía mexicana lograría emanciparse del régimen del PRI y operar
en él un viraje hacia el dogma neoliberal consagrado en el “consenso de
Washington”. El régimen, es cierto, fue admitiendo reformas
democráticas a sus “opositores” del PAN y el PRD, pero sólo en la
medida en que estos no revirtieran el deterioro de la anterior
correlación de fuerzas sociales.
Por lo
tanto, la actual apertura petrolera es sólo el más reciente episodio de
un largo proceso. De conjunto, las reformas de Peña Nieto son la
continuación del ciclo neoliberal de Carlos Salinas. De algún modo,
Peña está continuando lo que Salinas dejó pendiente: el petróleo. Sin
embargo, entre ambos ciclos tal vez hay una diferencia crucial: el
primero fue seductor, el segundo no logra convencer. Arriesgando
términos de Gramsci, el comunista italiano, el salinismo fue dirigente,
mientras el peñismo sería únicamente dominante – lo cual deja al
desnudo que la clave de su poder está en la fuerza bruta, eso
elegantemente llamado coerción.
En efecto, quedarse al desnudo
causa algo de vergüenza. Pero Peña no logra elevar a la élite mexicana
a dirigente de la sociedad mexicana. ¿Y cómo habría de lograrlo si sus
reformas justo significan empobrecer más a la mayoría de la población?
En este punto conviene voltear a ver a Enrique Krauze, un agudo
observador de la historia del país que, gracias a ello, sabe aconsejar
a la élite mexicana para su mejor preservación. Hace unos meses, en un
texto de alerta muy bien titulado “Reformar sin convencer”,
Krauze recordaba que en México “muchas reformas han provocado
revoluciones”. Su valoración es que si la reforma petrolera no logra
convencer “reaparecerán, bajo formas impredecibles, los viejos
instintos revolucionarios”. Tal vez hay que ayudarle a que tenga razón.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.
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