Ese sufrimiento tuyo cuando sabes que olvidas de una manera distinta a como olvidabas antes
Tu
memoria falla y te das cuenta. Tu memoria te traiciona, se escurre se
escapa, anda en fuga. “¿Por qué no lo recuerdo? ¿Allí estuve?” “Sí”. Ese
sufrimiento tuyo cuando sabes que olvidas de una manera distinta a como
olvidabas antes. Me imagino las arenas movedizas. Cuando te das cuenta.
El piso se mueve. Te pregunto: “¿Verdad que sabes cuánto te amo?”
“Claro que sí”. Tu mano de dedos tan largos y ahora tan delgados. Hubo
una vez un padre y una niña a la que su padre le inventaba cada día un
“nombre de amor”. Ahora le inventó uno nuevo: “Florecita de apellido
Acantilado”. Son bobos, son los más bobos del mundo cuando recuperan sus
lenguajes secretos.
“No te vayas de mí iguanodonte, porque te voy
a ir persiguiendo”. “¿Y hasta dónde me vas a perseguir, Florecita del
Acantilado?” “Hasta donde sea necesario”. “¿Hasta China?” “Sí”. “¿Hasta
el estrecho de Gibraltar?” “Sí”. Remas imaginando algún otro lugar
remotísimo. “¿Hasta Saturno?” “Saturno me queda facilísimo”. “¿Y en qué
te trasladas?” “¿A Saturno? En barco”. “Debes de tener poderes
secretos”. “Si tú me quieres, los tengo”.
Si tú me quieres,
siempre voy a encontrarte. Para encontrarte tengo el presente, tengo el
pasado. Tengo todo el futuro y toda mi vida para encontrarte cada vez.
Tengo un montón de páginas de papel bond con rayitas y muchos lápices
con punta negra y de colores. Cantidad de álbumes de fotos en mi memoria
y en la realidad. Ahora tomé de tu casa mis diccionarios que había
dejado allí hace tantísimo tiempo. Tantísimo. Y sí, hubo una época en la
que una buscaba las definiciones en los diccionarios. Me gustaba
leerlos antes de dormirme. Tenía aquella sensación de que los
diccionarios y tú ordenaban el mundo. Imagínate nada más que me
enseñaste a suponer que se puede “ordenar el desorden del mundo”.
Para
encontrarte tengo todos esos diccionarios que si los coloco el uno
encima del otro llegan al techo. ¿Te imaginas la cantidad de escritura?
¿Te imaginas la cantidad de palabras y las infinitas maneras en las que
pueden ser colocadas? Y con esos Himalayas de diccionarios voy a tratar
de escribir lo que sé de lo que tú olvidas. Es muy limitado, es cierto,
¿cómo guardo de ti todo lo que no sé? Se hace lo que se puede. Por todo
lo que no sé sólo me queda repetir tu nombre completo. Como mantra.
Abro un baúl que tiene escrito tu nombre en una plaquita de cobre. Y
colocó en orden lo que me preguntas, lo que vas olvidando, para no
olvidarlo yo. También coloco la cantidad de cosas que sí recuerdas:
Nacido en Mérida, Yucatán de padres tabasqueños. Hijo de María y César.
“¿Hace
cuánto murió mi mamá, hija?” Estamos en ese café que te gusta dentro de
un centro comercial. Te entretiene mirar pasar a las personas. Saludas a
los niños que pasan. “Hace 41 años”. “No puede ser, es imposible”.
“Pues sí, es verdadero y es imposible. Es así, pero yo hablo con ella”.
No me crees ni una palabra, por supuesto, pero me miras con esa ternura,
ese desamparo, ese infinito deseo de que fuera posible que hablara con
ella. “¿Y qué te dice?” “Que te quiere mucho, que vive muy contenta y
que no tengas miedo”. “¿Que no tenga miedo?”. “Ajá. Que no hay razón o
sinrazón alguna para tener miedo” “¿Sinrazón? Esa palabra no existe”.
“Claro que existe”. “Es muy bonita”.
Tu
memoria está en fuga y te das cuenta. Lo sabes. Conversas, juegas, te
ríes. Y luego deslizas hacia un espacio de soledad y de angustia cuando
sabes que olvidas. ¿Quién puede ayudarte allí? ¿Quién podría? ¿Qué
estás intentando reconstruir cuando te concentras de esa manera? ¿Cómo
funciona esa memoria que se fragmenta? ¿Cómo se vive la fragmentación?
Te ejercitas para retener lo que se escapa, como cuando te ejercitabas
todas las mañanas con tu pera de boxeo. Analizabas mucho las técnicas
del Mantequilla Nápoles. Duro ahora contra el olvido. Anda. Dale un
gancho al hígado. Tíralo a la lona. Que se vaya a su esquina. Y ya que
lo tengas bien atarantado, tomo una cacerola y zas, lo dejo bien
desmayado. Tengo entendido que el cacerolazo no está incluido en las
reglas de la Asociación Mexicana de Box, pero una no puede respetar las
reglas ante un rudo, ante la crueldad delirante de los rudos.
Las
páginas son como una tela inmensa en donde te he escrito, te escribo y
te escribiré. Como un bordado. Bordo tu nombre, Marco Antonio. Tu
rostro de niño en las únicas dos fotos que conservaste. Bordo los
rostros tuyos que guardo en la memoria y tu rostro de hoy. ¿Ves? Parece
que el olvido nos gana la partida, pero no. ¿Qué nos duran esas palabras
rimbombantes que dicen los médicos y que no voy a repetir? Palabras con
las que explican la pérdida de memoria cuando se ha vivido muy largo.
¿Ya te dije que a Saturno se llega en barco? En esta esquina el Olvido y
su asistente el Tinieblas. En la otra Esquina Marco Antonio y su
asistente la Bordadora. Los traemos temblorosos, los traemos asustados.
Los traemos fintos, papá.
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