El holocausto nacional
En un pronunciamiento
reciente, Luis Videgaray Caso, el novicio canciller de México (aquel que
concertó –a espaldas del público– la “visita de Estado” de Donald Trump
a México en la víspera de la elección en Estados Unidos, y que
catapultó al ahora presidente anti-mexicano en las preferencias
electorales), dijo sobre Venezuela que “[a los gobernantes mexicanos]
nos interesa que se reestablezca, de una manera clara, con un
calendario, la plenitud de las instituciones de la democracia”.
Aproximadamente 15 días después de ese obtuso anuncio diplomático, el
Instituto Internacional de Estudios Estratégicos (IISS) de Londres,
presentó un informe anual que reporta que México es el segundo país más
violento del mundo, sólo detrás de Siria. Y exactamente al día siguiente
de ese informe, la prensa nacional filtró un video que capta el momento
en que un elemento militar ejecuta a un civil (rendido en el piso e
inerme) con el tiro de gracia. Este “incidente” ocurrió en el municipio
de Palmarito Tochapan, en el estado de Puebla, en el marco de un
“presunto” operativo militar cuyo “presunto” objetivo era desmantelar
una “presunta” banda de ladrones de combustible. La acción no es tan
diferente de otra de reciente factura en la comunidad de Arantepacua, en
el estado de Michoacán, donde policías estatales ejecutaron a cuatro
personas, después de que el grupo de efectivos policiales acudieron a
retirar un “presunto” bloqueo carretero y rescatar unas “presuntas”
unidades vehiculares que gente de la comunidad “presuntamente” había
retenido. En México la presunción de los hechos es la sombra obscena que
escolta el único hecho fehaciente en el país: que México es un
holocausto en cámara lenta. Pero para Luis Videgaray eso no tiene
ninguna relación con esa infrecuente urgencia por “restablecer” eso que
él llama “la plenitud de las instituciones de la democracia” .
Estos
dos casos de ejecución sumaria extrajudicial antes referidos, abonan al
ya de por sí largo inventario de atrocidades impronunciables cometidas
por personal de la fuerza pública. México registra centenares de
masacres. Y de esas masacres es posible identificar algunas que
involucran manifiestamente al Estado. Trátase de ejecuciones sumarias
extrajudiciales cuya sistematicidad pone al descubierto un modus
operandi conscientemente concertado. Por un ejercicio de memoria, cabe
recordar algunos casos no tan apartados temporalmente: Villa
Purificación, Jalisco (104 muertos); Tlatlaya, Estado de México (22
muertos); Tanhuato, Michoacán (43 muertos); Apatzingán, Michoacán (16
muertos); Iguala, Guerrero (6 muertos y 43 desparecidos). Con el
estribillo gubernamental de una supuesta “cacería” de delincuentes, el
Estado habilita el holocausto nacional.
A propósito de
holocaustos, el 14 de marzo de este año, el fiscal de Veracruz, Jorge
Winckler Ortiz, anunció el hallazgo de lo que podría tratarse de “la
fosa clandestina más grande del mundo”. Hasta ahora han sido exhumados
250 cráneos. El exgobernador de ese estado y exprófugo de la justicia,
Javier Duarte de Ochoa, continúa detenido en Guatemala, a la espera de
una extradición que el gobierno de México “sigue sin solicitar
formalmente” (¡sic!). En las imágenes difundidas por la prensa
guatemalteca, el exgobernador, acusado de delincuencia organizada y
desfalco mayúsculo del erario público, figura campechanamente sonriente:
es la confianza que concede la filiación al Partido Revolucionario
Institucional, que es el partido que lo subió al poder, y acaso el único
partido en México (aunque con ramificaciones blanquiazules, amarillas,
verdes etc.), que, cabe subrayar, tiene casi un siglo ininterrumpido de
monopolio en la escena política nacional. Por cierto que en esa misma
entidad, el pasado 5 de enero (y tan sólo un mes después de estrenar
mandatario estatal), dos turistas originarios de Oaxaca fueron
ejecutados a quemarropa y otros tres desaparecidos por personal de las
fuerzas armadas. El peritaje del ministerio público confirma que la
Policía Naval falsificó documentos oficiales que constatan la
culpabilidad de elementos de la Marina.
Pero no sólo los
militares lo pasan cancheramente bien en este México ensangrentado.
También los delincuentes. El año pasado (2016), la “justicia” nacional
concedió el beneficio de “cárcel domiciliaria” a Ernesto Carrillo
Fonseca, Don Neto , y en 2013 a Rafael Caro Quintero,
criminales de alta ralea, y antiguos líderes del cártel de Guadalajara.
Algún tribunal colegiado “maiceado” decretó falta de pruebas e
irregularidades en el proceso de enjuiciamiento, ¡casi 30 años después!
Pero en México, la impunidad es un deporte gubernamental que no sólo
involucra a las altas esferas de la delincuencia organizada:
reiteradamente, la CIDH ha denunciado que el 98% de los delitos en
México no llegan a tener una sentencia condenatoria.
En ese
mismo año de 2016, centenares de maestros fueron arrestados por oponerse
a la contrarreforma educativa. Algunos fueron liberados. Pero otros –no
pocos– fueron confinados en cárceles de máxima seguridad. También
dirigentes estudiantiles denunciaron que en 2016 el gobierno fabricó
numerosos delitos en su contra que no tenían ningún asidero probatorio.
Mientras el holocausto nacional discurre en un silencio ensordecedor
(cortesía de la negligencia de los actores de la arena internacional y
los medios de comunicación), el gobierno de México atiende eso que
entiende por interés nacional: exonerar delincuentes de alto perfil, y recluir y fabricar delitos a maestros y estudiantes.
“En México, el crimen organizado es un conjunto de actos que la ley
considera delictivos, pero que son cometidos por funcionarios del Estado
en la persecución de sus objetivos como representantes del Estado”.
Esto sostenía el profesor español Carlos Resa Nestares, en su libro
“Sistema político y delincuencia organizada en México”. La
característica fundamental del crimen organizado en México es que se
origina, alimenta y sostiene desde las estructuras del Estado. Y aunque
eso lo saben o intuyen todos, en 2006, el presidente espurio, Felipe
Calderón Hinojosa, decidió declarar la guerra contra el narcotráfico. Y,
para ello, dispuso el despliegue de 45 mil militares en las calles del
país. Pero dejo intocada la estatalidad; esa que coincidentemente aloja a
los actores del narcotráfico. Si lo imaginamos en formato de dibujo
animado, la imagen es la de un perro persiguiendo en círculos su propia
cola. Con el agravante de que las fuerzas de seguridad nacionales ya
estaban habilitadas para matar con licencia de impunidad. Porque en eso
consiste una guerra interior. Y, en efecto, la guerra catalizó la muerte
a gran escala.
La guerra nunca fue
contra el narcotráfico, sino por el control del narcotráfico, con la
población civil inerme en medio del fuego cruzado. La guerra respondió a
la urgencia de romper las añejas alianzas del PRI con los cárteles de
menor envergadura, diseminados en la geografía nacional (Juárez, Golfo,
Zetas, Familia Michoacana etc.), con el propósito de recentralizar el
narcotráfico bajo la égida de la confederación de Sinaloa. Por eso en la
administración de Vicente Fox (correligionario de Calderón), “El Chapo”
“escapó” de la cárcel. Y por eso el priísmo de Peña Nieto reaprehendió
al connotado capo di tutti capi , acaso para seguir con el
designio de la recentralización, pero ahora bajo la tutela del Cártel de
Jalisco Nueva Generación (que, según la DEA, actualmente es el cártel
con más presencia en el país). La guerra contra el narcotráfico es una
utilización específica de la fuerza pública que una cierta nomenclatura
de Estado instrumenta para perseguir una agenda políticamente
inconfesable. La guerra habilitó el escenario bélico que requerían las
elites dominantes en México: a saber, la destrucción de la dimensión
social del Estado ( derechos laborales, derecho al usufructo del
territorio, derecho a la seguridad, sindicalización etc.) , y el
enseñoramiento de la dimensión militar-criminal que permite la
continuidad del bandidaje de Estado.
México está dirigido por
un puñado de castas beligerantes (en disputa intermitente) que
cogobiernan con el narcotráfico, y que compran la impunidad en Estados
Unidos a un altísimo costo político: i.e. el Tratado de Libre Comercio
de América del Norte, el Plan Mérida, la guerra contra el narcotráfico
etc.
Y acaso por eso México es un holocausto en cámara lenta, y el segundo país más violento del mundo.
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