La bomba de tiempo finalmente detonó y exhibe al Papa Francisco; en
los hechos, demuestra que la lucha contra la pedofilia no ha sido una
verdadera prioridad para su pontificado, que ha actuado de manera
titubeante y parece haber cedido a las resistencias internas de la
curia.
Pese a la llamada tolerancia cero que anunció al inicio de su
pontificado y los perdones que solicitó a víctimas, el Papa está
desilusionando a los movimientos de víctimas y activistas contra la
pederastia. Y ahora, con el caso Pell, se enfrenta a la mayor crisis de
su gestión. Ni más ni menos que el tercer funcionario con mayor rango en
el Vaticano afronta un proceso penal por haber abusado sexualmente de
menores cuando era sacerdote en la ciudad de Ballarat, en el periodo
1976-1980, y cuando fue arzobispo de Melbourne (1996-2001). Igualmente
tiene cargos de encubrimiento respecto de su etapa como arzobispo de
Sídney (2001-2014). Resulta difícil reconocer cómo su nombre figuró como
uno de los posibles papables en el cónclave de 2013, donde resultó
electo el Papa Bergoglio.
Pero la crisis de Francisco no se reduce al nuevo escándalo
australiano de escala internacional ni a soportar la metralla de
críticas de los defensores de las víctimas de abuso por no hacer lo
suficiente para confrontar este estigma que ha azotado a la Iglesia por
más de dos décadas.
La segunda crisis es de orden financiero. El cardenal George Pell es
el prefecto de la Secretaría de Economía del Vaticano y no ha podido
enmendar la opacidad, los privilegios ni la corrupción de la curia en
ese rubro. Su salida deja incierta otra gran iniciativa del Papa
argentino de sanear las finanzas del Vaticano, si bien es cierto que
con el cardenal Pell guarda una gran distancia ideológica y pastoral, ya
que el australiano es muy conservador en materia doctrinal. Sin
embargo, ambos habían unido intereses ante un mandato del cónclave:
limpiar la casa. Así, George Pell declaraba: “Debemos poner orden en
nuestras actividades económicas y rendir cuentas de todo, de manera
transparente. En el cónclave los cardenales insistieron que es necesario
ordenar financieramente la casa y ser transparentes. Llegó el tiempo de
reorganizar las finanzas de la Iglesia y cerrar las puertas a los
incompetentes y bribones, pues la próxima ola de ataques contra la
Iglesia podría llegar por irregularidades financieras”.
Al igual que el mismo Francisco, Pell ganó enemigos dentro de la
curia vaticana que se oponen a sus llamados a una mayor transparencia en
las finanzas de la Iglesia. Detectó más de mil millones de euros no
reportados en los libros, ya que “flotaban” en los diversos dicasterios
romanos. Asimismo, constató que el destino del llamado Óbolo de San
Pedro, institución que gestiona las obras de caridad del Papa, sólo
destinaba una pequeña parte a la beneficencia, mientras que la mayoría
de los recursos era orientada al gasto corriente.
Los malquerientes de Pell le apodaron El canguro. Él entró con el pie
izquierdo a la curia. El escándalo llamado Vatileaks II, consistente en
una nueva fuga de documentos secretos bajo la gestión de Francisco,
balconea de manera vergonzosa al cardenal australiano. Con base en estas
filtraciones, los autores de los libros Vía Crucis, de Gianlugi Nuzzi, y
Avaricia, de Emiliano Fittipaldi, develaron que durante el primer
semestre de la gestión de Pell al frente de la secretaría había erogado
más de medio millón de euros en gastos suntuarios, como viajes de avión
en primera clase, dispendiosas comidas, vinos especiales, trajes de
marca y muebles fastuosos.
El estilo derrochador de George Pell contraviene la austeridad de
Francisco, quien había proclamado “una Iglesia pobre para los pobres”.
No lo remueve tras el escándalo, pero sí acota su campo de intervención.
Entonces, con un pasado de acusaciones y un estilo derrochador, ¿por
qué el Papa trajo y sostiene a un ultraconservador en uno de los puestos
más delicados del Vaticano?
Elegir a un conservador de alto rango parecía demostrar que la
determinación del Papa era firme para desarmar las jerarquías de poder
de la curia romana. Sin embargo, para otros Francisco rescató a George
Pell del quemante proceso de investigación que lo inculpaba en
Australia. Marie Collins, víctima de abuso que recientemente renunció a
una comisión papal creada para atender el problema porque según ella el
tema no está siendo tomado en serio por la Iglesia e impera una falta de
sensibilidad hacia las víctimas, declaró sobre Pell:
“Trató muy mal a las víctimas, subestimó casos de abusos. No creo que
pudiese quedarse más en el Vaticano cuando había tantas víctimas en
Australia que querían explicaciones. Siempre pensé que debía haberse ido
a darlas”. Bajo el papado de Juan Pablo II la pederastia clerical se
encubrió. Benedicto XVI reconoció en su último libro, Conversaciones
finales (2016), que los escándalos de pederastia fueron el mayor
tormento de su pontificado; pero aun cuando cambió normas, transformó
políticas para proteger a niños de abusos y dejó intactos a sacerdotes y
obispos pederastas.
A su vez, Francisco levantó muchas expectativas no sólo en cuanto a
la prevención del abuso, sino en lo que atañe al castigo para los
encubridores. Sin embargo, hay una profunda desilusión entre los grupos
de víctimas por la ambigüedad de la Iglesia, la oposición abigarrada de
la curia romana y la falta de contundencia del Papa Francisco, quien
debe pasar de la palabra a los hechos, de las buenas intenciones a los
resultados, pues pareciera que prioriza otros campos de batalla. Sin
duda el caso Pell ha desnudado la fragilidad de Francisco y la flaqueza
de sus reformas.
Este análisis se publicó en la edición 2123 de la revista Proceso del 9 de julio de 2017.
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