Durante cinco días, 12
funcionarios y ex funcionarios del gobierno de Estados Unidos (EU)
comparecieron ante el Comité de Inteligencia de la Cámara de
Representantes para declarar sobre la investigación que se le sigue al
presidente Donald Trump por el presunto delito de haber extorsionado al
presidente Zelensky, de Ucrania, en beneficio de su interés por
relegirse en 2020. Fueron más de 50 horas que millones de estadunidenses
pudieron seguir por los más importantes medios de comunicación, durante
las que funcionarios del Departamento de Estado y la Agencia de
Seguridad fueron sujetos de largos interrogatorios en los que se puso a
prueba su profesionalismo, honorabilidad y respeto a las instituciones.
Los legisladores republicanos hicieron esfuerzos por descalificarlos y
en más de una ocasión insinuaron que formaban parte de un complot
partidista contra el presidente. A final de cuentas, quedó claro que el
mandatario sí exigió a su contraparte de Ucrania investigar a un rival
político, Biden, a cambio de autorizar una visita del premier ucranio a
la Casa Blanca y entregar la ayuda de material bélico que el Congreso
había autorizado para su defensa de las agresiones rusas. Las
conclusiones y recomendaciones del comité pasarán ahora al de Justicia
que, si considera pertinente, elaborará los artículos para justificar la
defenestración del presidente que, a su vez, enviará al Senado que a
final de cuentas decidirá la suerte del huésped de la Casa Blanca.
En último término, lo que se deriva de las comparecencias y de este
largo periodo de incertidumbre es que la intención de los legisladores
republicanos era socavar la credibilidad de los demócratas con vistas a
las elecciones de 2020. No tenían interés en demostrar en ese recinto la
inocencia del presidente, a sabiendas de que jurídicamente esa misión
era imposible, sino más bien llevar a la arena pública un juicio que a
todas luces se convirtió en político. Fue un ejercicio que en todo caso
enseñó el barroquismo del sistema legal estadunidense, más aún
tratándose de los infinitos caminos para interpretar la constitución.
Entre ellos la obligación de los legisladores de sancionar la conducta
del presidente, no por afanes partidistas, sino porque ética y
moralmente así debe ser. El comportamiento de los legisladores
republicanos fue una muestra del arsenal de triquiñuelas de las que se
puede echar mano para descalificar a un adversario político. La ética y
la moral han sido las primeras víctimas en este trance.
Nota al calce. El columnista del NYTimes, David Brooks, publicó un artículo mediante el que se hace eco de la crítica al populismo, que
asola al mundo, tan en boga. Soslaya diferencias fundamentales de este complejo fenómeno que es inherente a los procesos democráticos, como algunos autores lo han explicado. Mete en el mismo saco a Donald Trump y a Evo Morales, a los chalecos amarillos franceses y a las hordas de protofascistas y supremacistas blancos estadunidenses, y al presidente venezolano con el mexicano; puede haber desacuerdos con este último por algunas de sus pifias, pero meterlo en el mismo saco con el venezolano, es ignorar una situación histórica totalmente diferente. En su observación, el señor Brooks parece estar a tono con algunos de los medios más conservadores de Estados Unidos, al ignorar las causas del populismo y los profundos cambios sociales y económicos que en beneficio de las mayorías ha prohijado en diversos momentos y sociedades. Se puede entender que personajes conservadores tan respetables como Manuel Gómez Morín, fundador del PAN, hayan discrepado del
populistaLázaro Cárdenas, como los conservadores definieron al general, pero de ahí a imaginar que pudieran caber en el mismo saco hay un abismo. En último término Bolsonaro, Trump, Boris Johnson, Obama, Lula y Correa no representan ni con mucho la misma aspiración popular, independientemente que a todos ellos se les llame populistas.
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