Editorial La Jornada
El presidente Andrés Manuel
López Obrador y el canciller Marcelo Ebrard se reunirán hoy con William
Barr, secretario de Justicia de Estados Unidos, quien arribó ayer a
México para abordar cuestiones de seguridad. El fiscal general
estadunidense también sostendrá conversaciones con su homólogo Alejandro
Gertz Manero y con el titular de la Secretaría de Seguridad y
Protección Ciudadana, Alfonso Durazo, durante una visita enmarcada de
manera inevitable por la intención del presidente Donald Trump de
incluir a los cárteles mexicanos de las drogas en la lista de organizaciones terroristas elaborada por su país.
Si se considera que el titular del Ejecutivo se pronunció ayer en
contra del regreso de las políticas de seguridad supeditadas a
Washing-ton, y que el martes el canciller hizo lo propio con respecto a
la pretensión de Trump de convertir la compleja problemática del
narcotráfico en una cruzada
antiterrorista, parece claro que el encuentro de hoy ocurre entre posturas confrontadas.
Como se ha sostenido en este espacio, la amenaza del político
republicano supone un disparate y una perversidad: más allá de las
distintas definiciones de
terrorismoque pueda haber en juego, el incluir en esta categoría a los grupos mexicanos del crimen organizado conlleva graves amenazas para el país.
No debe olvidarse que esa clasificación por parte de Washington para
cualquier grupo político o delictivo implica una inmediata
desestabilización de la nación en la que opere, detona masivas
violaciones a los derechos humanos, propicia el inicio o el
recrudecimiento de conflictos armados y crea las condiciones para
intervenir de manera violenta en otros países. Aunque el nefasto papel
de Estados Unidos en Medio Oriente es bien conocido, también puede
recordarse el más cercano caso colombiano, donde la declaratoria de las
Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) como grupo terrorista
constituyó uno de los mayores obstáculos para el logro de la paz, a la
vez que sustentó la barbarie del paramilitarismo de ultraderecha.
Por otra parte, el dislate de Trump supone un intento de ocultar el
preponderante rol de su país en el fenómeno de violencia que padece
México. En este sentido, el tráfico de armas hacia el sur de su frontera
es sin duda preocupante, pero dista mucho de ser la única vinculación
causal entre Estados Unidos y el fortalecimento de la delincuencia
organizada mexicana: el vasto mercado estadunidense es asimismo el
principal cliente del narcotráfico mexicano (y latinoamericano) y de las
redes de explotación sexual; asimismo, los circuitos financieros de
Wall Street y el sector inmobiliario de plazas como Miami encabezan el
lavado de dinero proveniente de actividades ilícitas. Todo esto ocurre
bajo la mirada del mismo gobierno que pretende imponer al resto de las
naciones una estrategia de combate al narcotráfico que nunca ha
implementado en su propio territorio, en el cual permanecen intactas
las grandes estructuras de distribución de estupefacientes.
En suma, es fundamental que las autoridades mexicanas expongan a su
visitante las realidades descritas, y que insten a la Casa Blanca a
asumir sus responsabilidades en el tratamiento de sus ciudadanos
adictos, el combate al lavado de dinero, el desmantelamiento de las
redes de narcotráfico de su lado de la frontera y, por
supuesto, la restricción del envío de armas a México. Asimismo, resulta
imperativo desmontar el maniqueo retrato de Estados Unidos como víctima
del narcotráfico
latino, y poner en su justa dimensión los ingentes beneficios económicos y políticos que sus empresas, bancos, casas de bolsa y autoridades extraen de una actividad ilegal a la que oficialmente dicen oponerse.
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