Mario Patrón
Con el pueblo como bandera y
con un bono democrático muy alto, AMLO entraba hace un año al frente del
Poder Ejecutivo; iniciaba un gobierno con altas expectativas sociales.
El descontento generalizado en los gobiernos anteriores se vio
fuertemente canalizado mediante las urnas, que dieron voto legítimo y
mayoritario a una campaña que, tras 12 años, rindió fruto para un
gobierno de izquierda con el lema permanente de
Por el bien de todos, primero los pobres.
A nadie escapa que AMLO ha cambiado drásticamente las coordenadas y
el propio ecosistema del quehacer político. Se trata de un gobierno poco
convencional centrado en buena medida en una figura presidencial que se
observa más como líder de movimiento social que como un jefe de Estado.
Lo cierto es que el primer año ha capitalizado su imagen a partir de la
estrategia de comunicación, como lo indican las encuestas sobre
percepción de la ciudadanía, pues su aprobación social se mantiene
realmente alta.
Ahora bien, lo que AMLO, su gabinete y Morena entienden como Cuarta
Transformación aún genera dudas entre propios y extraños en cuanto a si
será un cambio de régimen o sólo una alternancia política con énfasis
diferenciados propios de las pautas ideológicas de quien gobierna. Un
año es poco tiempo para tener dicha certeza, pero lo que no está en duda
es que han existido luces y sombras en su forma de gobernar.
La política de austeridad, si bien pudo implementarse de manera más
ordenada y estratégica, es ampliamente reconocida en términos sociales.
La lucha contra los dispendios, despilfarros y las brechas de
desigualdad que han caracterizado al servicio público ha sido bandera de
este gobierno durante el primer año, lo mismo que la lucha contra la
corrupción –que ha llevado a la emisión de órdenes de captura y a la
cárcel a funcionarios de otros gobiernos bajo su probable
responsabilidad en delitos como el enriquecimiento ilícito.
Otra dimensión muy aplaudible es la prohibición de la condonación
fiscal. Investigaciones provenientes de la sociedad civil –como Fundar,
Centro de Análisis e Investigación– dan cuenta de que se trataba de un
mecanismo de corrupción en agravio del erario, que ascendía a miles de
millones de pesos y que era utilizado como un instrumento político para
premiar compadrazgos o simplemente contubernios tanto en los gobiernos
del PAN como en el de Peña Nieto.
La agenda de los derechos laborales ha tenido durante este año
avances considerables. Un aumento del salario mínimo sin precedentes en
los pasados años (16 por ciento), la democratización normativa de la
vida sindical (Convenio 98 de la OIT) y también la regulación digna de
las trabajadoras del hogar, quienes ya pueden tener seguridad social y
prestaciones, sin duda son avances valiosos.
Hay mayores dimensiones en torno a luces, como la intencionalidad
expresa de redistribuir el ingreso, nuevos programas sociales, una
visión prioritaria de desarrollo social hacia el sur-sureste, entre
otras dimensiones que, si no ahora, probablemente con más tiempo rindan
resultados.
Ahora bien, son también muchas las sombras que ponen en duda si
estamos en un proceso de cambio de régimen o sólo de alternancia
política.
Es innegable que durante los primeros 11 meses de este gobierno se
han registrado 31 mil 632 homicidios, lo que supera números de años
anteriores. Junto con el combate a la violencia habría que agregar el
papel que el gobierno les ha dado a las fuerzas armadas, pues en ellas
radica su estrategia fundamental para la pacificación mediante la
Guardia Nacional. Si bien se trata de un problema que se ha enraizado en
por lo menos 12 años –y por tanto es irrisorio pensar que en un año se
abatirían los altos índices delictivos–, pareciera que este gobierno
olvidó un plan integral de pacificación que contemple estrategias de
prevención, de reconstrucción del tejido social, modificaciones a la
política de drogas, fortalecimiento del estado democrático de derecho
para la no impunidad, entre otras.
Los anteriores gobiernos también acudieron a la militarización de la
seguridad como estrategia, sin que la violencia bajara. La misma
preocupación aplica para el papel que este gobierno asigna a los órganos
constitucionales autónomos. Es cierto que en ellos, en otros momentos,
se han dado abusos y distorsiones, pero ahora pareciera que el gobierno
desdeña por completo la institucionalidad sana que debería ser propia de
la democracia. Basta recordar lo sucedido con la CNDH.
Mención especial merece el llamado a la descalificación hacia quienes discrepan. Las dicotomías calificativas de fifís,
conservadores o adversarios hacia medios de comunicación, personas,
opinadores e instituciones generan un ambiente de crispación que no es
saludable para la vida nacional, dentro de otras cosas porque frena la
generación de alternativas que no se adscriben en algunos de los polos
–ya sea como amlovers o como opositores.
Además, AMLO sigue acumulando poder frente a una oposición política
raquítica que aún busca asidero en figuras que generan un amplio rechazo
social, como los anteriores presidentes Fox y Calderón.
Podríamos seguir con este ejercicio de luces y sombras, por ejemplo,
con la dimensión económica, en donde tenemos alta estabilidad en los
indicadores macros pero cero crecimiento. Lo cierto es que a un año del
gobierno que se autorreivindica como de la 4T, aún no podemos
resolver si estamos frente a un cambio de régimen. Más aún, hay aristas
de la agenda nacional que son volátiles y pueden ser peligrosas, como la
relación con Trump, la relación con el poder privado para el
crecimiento económico y la inseguridad, que deben ser atendidas con
urgencia.
Pareciera que lo nuevo no acaba de nacer y lo viejo no termina de
morir, como lo dijo el propio presidente citando a Bertolt Brecht.
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