La tragedia ocurrida ayer
en Torreón, Coahuila, es un contundente llamado de atención al conjunto
de la sociedad mexicana. Aunque quizá se halle hasta cierto punto
insensibilizada por la cotidianidad con que se suceden los episodios de
violencia en casi todo el territorio nacional, es inevitable que la
ciudadanía se conmocione ante el hecho de que un niño de sólo 11 años
ingrese armado a su escuela, anuncie de manera críptica a sus compañeros
que algo está por ocurrir, dispare contra varios de ellos, así como a
dos profesores, y finalmente se quite la vida.
A reserva de que se revelen nuevos informes acerca del contexto
inmediato del menor que llevó a cabo el tiroteo, el episodio obliga a
realizar varias consideraciones. En primer lugar, resulta preocupante
que un niño pueda albergar emociones que lo impulsen a cometer actos de
este tipo sin que ningún adulto se dé cuenta de la necesidad de atención
familiar y profesional, o que, habiéndose percatado de ello, no tomara
cartas en el asunto. Acto seguido, debe cuestionarse el problema de la
facilidad con que en vastas regiones del país se puede acceder a las
armas de fuego, en tanto la presencia de éstas potencia de manera
catastrófica los saldos de cualquier acto violento.
Si se avanza de lo cercano a lo más general, es evidente que lo
sucedido en el Colegio Cervantes refleja los grandes problemas de la
sociedad mexicana al entrar en la tercera década del siglo. Lo anterior
refiere a la ya mencionada ubicuidad de la violencia, sí, pero también y
acaso de manera principal a la normalización de un sistema económico
deshumanizante que siembra ansiedades y temores incluso entre sus más
jóvenes integrantes, al tiempo que impone a las jefas y jefes de familia
jornadas laborales extenuantes que dificultan la insustituible
comunicación entre los menores y los adultos encargados de velar por su
bienestar. Si se pasan por alto los efectos corrosivos del modelo de
organización socioeconómica vigente sobre el tejido social, se corre el
riesgo de caer en explicaciones frívolas y hasta carentes de
sensibilidad, como aquellas que atribuyen con ligereza toda la
responsabilidad a la negligencia de los padres o tutores, o bien las que
achacan los impulsos violentos de los jóvenes a sus hábitos de
entretenimiento. En este último aspecto, no está de más puntualizar que
un videojuego, una película o una serie de televisión pueden influir en
la parte anecdótica de una conducta violenta (la elección de un
vestuario, una frase o una locación para cometer el acto), pero sería
ridículo culpar a estos productos de propiciar episodios cuya génesis es
siempre resultado de una multitud de factores complejos.
Esta complejidad descarta la pretensión de ofrecer soluciones fáciles
u obvias, pero debiera impulsar a una reflexión colectiva en torno a
las falsas salidas que han conformado un panorama tan alarmante, y a
todas las vías abiertas para transitar hacia una cultura de paz en la
que sucesos como el de ayer resulten simplemente inimaginables. A nadie
se le puede escapar que en la consecución de esta meta resulta
ineludible la recuperación del papel de la familia como espacio de
integración del ser humano en la sociedad, entendiendo a la familia en
todas sus configuraciones posibles, pues tan improcedente sería ignorar
el necesario refuerzo de esta institución, como usar la tragedia para
erigir cruzadas en favor de un modelo único de familia, hoy desfasado y a
todas luces inoperante.
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