Fuentes: Público
Es una paradoja que mientras la mayoría de los titulados
universitarios en países como Irán y Arabia Saudí son mujeres, sus
diplomas solo sirven para adornar las paredes de la cocina o aumentar su
«precio» en el mercado de matrimonio.
El coronavirus ha sido como el agua de mayo para las dictaduras de corte medieval de Oriente Próximo (OP), ya que pueden seguir inventando nuevas formas del control social y
arrebatar los pocos logros que habían sobrevivido tras dos siglos de la
lucha de la mujer. Hábiles en utilizar la religión y la
«espiritualidad» para consolidar el poder de la oligarquía mientras se
corrompen con el incalculable oro negro de la región,
dichos regímenes, antes de la aparición de la covid-19, ya representaban
los peores indicadores del mundo en las cuestiones sociales, incluida
una amplia y profunda brecha de género en prácticamente todas las
esferas.
Ahora, mediante las «medidas» diseñadas por los comités
gubernamentales para contener la propagación del virus, formados casi
exclusivamente por hombres (en Jordania, una mujer entre 11 miembros) de
las clases altas, atentan directamente contra los derechos de las
ancianas, viudas, divorciadas, las que padecen alguna discapacidad, las migrantes, refugiadas, desplazadas,
jornaleras, obreras, funcionarias y empresarias. De entrada, salvo
Qatar y Bahréin, ninguno de los estados de la región tiene una ministra
de Sanidad, a pesar de que la mayoría de los trabajadores del sector son
mujeres. De hecho, desde el ascenso de la extrema derecha religiosa en la década de los ochenta no hay ni una sola mujer en el poder político (¡ni en ningún otro!)
En el mercado de trabajo
Incluso antes del ataque de este virus, solo el 20% de las fuerzas laborales del capitalismo religioso de OP eran mujeres, la tasa más baja del mundo, porque los hombres prefieren envolverles de pies a cabeza en gruesas telas. No
satisfechos con eso, las encierran entre los muros de su prisión
privada llamada «hogar». Ahora la ONU afirma que sólo en la parte árabe
de la región, «por culpa de la covid-19», se han perdido 700.000 empleos
ocupados por mujeres, principalmente en el sector informal,
donde trabajan la mayoría de ellas. A muchas, el confinamiento las ha
condenado a la extrema pobreza y la desesperación, a falta de
perspectiva de una recuperación.
En Túnez, la mayoría de las PYME dirigidas por mujeres ya han tenido
que echar el cierre. Lo curioso es que muchas de las que están pidiendo
préstamos bancarios para su negocio en OP lo hacen en realidad para el
negocio de los varones de la familia: solo el 38% de las mujeres tienen
cuenta bancaria, en comparación con el 57% de los hombres (Banco
Mundial, 2017). En el Líbano, algunas se han adaptado a la nueva
situación, cosiendo mascarillas y batas quirúrgicas desechables. Y no,
no es nada genial eso de volver a coser y cocinar.
Esta parte de Oriente también presume de la tasa más alta del mundo
en el desempleo juvenil: el 26,9% (Banco Mundial), donde la mayoría son
mujeres, cifra que aumentará con el cierre actual de miles de fábricas y
talleres. La «rebelión de los hambrientos», en una región donde la
feminización de la pobreza es espectacular, amenaza la estabilidad de
varios estados, entre ellos Iraq, Irán y El Líbano, de cuyas cenizas no
nacerá precisamente un mundo mejor, donde las «alternativas» son
duramente perseguidas.
Mientras la economía capitalista en recesión envía a millones de
personas al oscuro pozo de la miseria, los incompetentes gobiernos de la
zona no consideran prioritario proteger a la mitad más vulnerable de la
población, las mujeres, sino todo lo contrario. Según la Unión de
Mujeres de Jordania, el Gobierno ha cerrado las tres clínicas que
utiliza para ayudar a las sobrevivientes de la violencia contra la mujer
(VCM). Algunas medidas hasta pueden parecer «feministas»: Egipto ha
concedido un permiso excepcional para las mujeres embarazadas o las
madres de niños menores de 12 años para que atiendan con tranquilidad
sus «obligaciones» familiares; la Autoridad Palestina ha ordenado a las
empresas dar vacaciones pagadas a las empeladas, madres de niños
pequeños por el cierre de las escuelas, aunque en sus leyes (semíticas)
los hijos solo pertenecen al padre y la familia de él, y ella no tiene
ningún derecho sobre sus vástagos, aun siendo viuda.
Este empobrecimiento de la clase trabajadora ha aumentado de forma
espectacular una de las más espantosas formas de la explotación sexual:
dar en «matrimonio» a las hijas pequeñas, eliminando una boca de una
mesa sin pan, manteniendo el negocio legal o legitima en casi todos los
países de la región de pedofilia en su modalidad «niñas-esposa», y todo lo que implica para
ella, sus hijos y su sociedad. La pobreza extrema baja extremadamente
el «precio de las menores», seres cuyo valor y precio, como una
mercancía cualquiera, está supeditada a la ley de oferta y demanda, por
lo que el valor de su seguridad y vida también disminuye en proporción.
Muchas niñas, sobre todo en las zonas rurales, al cerrarse las escuelas,
en vez de estudiar en casa se han visto obligadas a «hacer de empleada
de hogar» en su propia casa, abandonado los estudios.
En caso de la clase media, la perspectiva es tenebrosa: muchos de sus
integrantes han perdido su estatus, y han sido enviado no las filas de
la clase obrera como antaño sino a los excluido sociales sin ninguna
posibilidad de ascender o recuperar su posición, convirtiéndoles en
parte de la «masa», «pasta» manipulable por las experimentadas fuerzas
fascistas, que abundan en esta zona, disfrazada con mil y una chaqueta.
En Túnez y Marruecos, el 70% de la fuerza laboral agrícola es
invisible, o sea es mujer, no cobra (o cobra una miseria), ni tiene
acceso al sistema sanitario aceptable. En la región árabe, las mujeres
ya realizaban casi cinco veces más trabajos no remunerados que los
hombres, ahora ven incrementadas sus horas de trabajo gratuito por el
cierre de las guarderías, por la carga adicional de la educación de los
hijos en el hogar haciendo de «profe», y el cuidado de los enfermos y
los ancianos en casa: ser mujer cabeza de familia no les empodera: en
su mayoría son viudas y divorciadas con hijos y con una jornada
interminable de trabajo que no deja tiempo para «ejercer ningún poder».
Es una paradoja que mientras la mayoría de los titulados
universitarios en países como Irán y Arabia Saudí son mujeres, sus
diplomas solo sirven para adornar las paredes de la cocina o aumentar su
«precio» en el mercado de matrimonio.
En cuanto a la educación digitalizada, millones de niños y niñas no
tienen ordenador, ni sus familias pueden pagar la conexión a internet,
ni los docentes, en su mayoría cuentan con habilidades digitales para
dar clases virtuales. En suma: estamos ante un gran retroceso para la
educación de las niñas.
La violencia contra la mujer se dispara
No se sabe cuántas mujeres han sido asesinadas durante el
confinamiento comparando con el año anterior, pero las feministas de
Jordania, Líbano, Túnez, Israel e Irán han informado de un considerable
aumento en la VCM. En Turquía, según la policía, entre 1 de enero y el
20 de mayo, se registró 88.491 incidentes en el hogar contra la mujer y
81 asesinatos, y eso que las dictaduras no ofrecen datos reales sobre la
VCM en sus países. El hogar que ya era el lugar más peligroso para la
seguridad de la mujer, en sistemas fuertemente patriarcales, que encima
han sido reforzados por el asalto de los fundamentalistas al poder,
ahora es un infierno. El abril pasado, la jordana de 36 años Eman
al-Khatib, contó su caso en un video que colgó en YouTube: había perdido
su trabajo y no podía encontrar otro: «Mi hijo y yo somos continuamente golpeados, y por las amenazas, ni me atrevo a huir«,
denunciaba entre las lágrimas a su madre y sus hermanos. Ella tuvo
suerte y fue rescatada por la Unión de Mujeres de Jordania.
La peor parte de la pirámide de las maltratadas la llevan las cerca
de 2,1 millones de empeladas de hogar migrantes -procedentes de Sri
Lanka, Filipinas, Bangladesh, Nepal, Indonesia, Kenia y Etiopía-, que
ejercen literalmente de esclavas. Aun siendo generadoras de bienestar
para los países receptores y una gran fuente de ingresos para los de
origen, a nadie le importan ellas, ya que son fácilmente sustituibles
por otra mujer empobrecida. Encerradas en la casa de los «amos» y sin
ninguna autonomía legal o real, ya estaban expuestas a una brutal
explotación sin horario, a abusos sexuales, golpes y humillaciones;
ahora, algunas han perdido sus empleos y otras se han visto disminuido
sus míseros sueldos mientras se incrementaban sus tareas: cuidar de los
infectados sin que ellas mismas estén protegidas del virus o tengan
acceso a la sanidad o medicamentos.
Prohibir a las mujeres acceder a los anticonceptivos forma parte de
la VCM: las autoridades de Irán, preocupados por la negativa de las
mujeres en tener hijos bajo este sistema de Apartheid de género,
han prohibido todas las formas de anticoncepción, incluido la
vasectomía. El número de embarazos no planificados -también por el
cierre de las clínicas de salud reproductiva-, se ha disparados en toda
la región, y con ello los abortos «caseros» que ponen en peligro la vida
de las mujeres, muchas de ellas adolescentes. El hospital de maternidad
de Médicos Sin Frontera en Khost, Afganistán (cuyo hospital ha sido dos
veces bombardeado por EEUU, matando a decenas de pacientes y personal
médico), informó de la caída de un 40% de pacientes al inicio de junio,
cuando suelen dar la bienvenida al mundo a unos 2.000 bebés por mes.
¿Habrán sobrevivido aquellos que nacieron en sus casas? ¿Y sus madres,
muchas de ellas menores? Según el Fondo de Población de las Naciones
Unidas (UNFPA), actualmente hay 8 millones de mujeres embarazadas en la
región y 15,5 millones de mujeres en edad reproductiva y necesitada de
asistencia humanitaria
En Turquía la ley no protege a las hijas y hermanas maltratadas, como
denuncia la Fundación de Refugio para Mujeres Mor Cati («Techo
Púrpura»): a una joven golpeada por su padre y su hermano, la policía se
negó la denuncia «porque usted no está casada», le dijeron. En algunos
países de la zona beber alcohol conlleva la pena de muerte pero golpear a
una mujer o matarla «es asunto privado de la familia». El confinamiento
sólo ha intensificado la violencia milenaria e integral contra la mujer
mostrando la disfuncionalidad de la institución familiar, este «dulce
hogar», siempre basada en relaciones de dominio y el desequilibrio de
poder entre sus integrantes, fiel reflejo de la estructura del propio
estado: los miembros recibirán protección y alimentos siempre y cuando
obedezcan a pies juntillas a quienes controlan y poseen los recursos
vitales. Quienes afirman que la violencia del hombre se ha disparado con
la crisis sanitaria por la pérdida del papel social de cabeza de
familia que jugaban y el aumento del estrés por frustración, se
equivocan: estas personas no pegan ni maten a sus vecinas, simplemente
actúan sobre quienes creen tener derecho.
El confinamiento también ha roto muchos matrimonios, abriendo algunos
ojos: Un 30% de divorcios: para las esposas ahora es más fácil
inspeccionar el móvil del marido infiel o escuchar su conversación con
«la otra», pegando la oreja a una puerta sospechosamente cerrada, y
descubrir la farsa en la que vivían.
La covid también sirve para castigar aún más a las opositoras, e
incluso «eliminarlas»: La feminista iraní Narges Mohammadi de 48 años,
condenada a 16 años de cárcel y presa desde 2015, denuncia que las
reclusas contagiadas no reciben atención médica, ni medicinas, y que
bajo el pretexto del virus y con el objetivo de derrotarle
psicológicamente, a ella le han cortado las visitas con sus hijos desde
hace seis meses, y ni le permiten hablar por teléfono con ellos, quizás
porque allí el virus también se transmite por los cables. De hecho, la
otra presa política iraní, Zeynab Jalalian, la única mujer condenada a
la cadena perpetua en el OP, ha sido infectada y su vida corre peligro.
Poner fin a la VCM requiere cambios estructurales en la sociedad y en las leyes y un trabajo organizado entre mujeres y hombres desde la infancia.
La persecución del movimiento feminista (en Irán, en Arabia Saudí) y su debilidad en el resto de los países de la región (Turquía y Afganistán),
así como la ausencia de una coordinadora en el movimiento feminista
internacional, son los principales motivos de este ataque sin precedente
a los derechos humanos más elementales de los ciudadanos. ¡Mujeres de todo el mundo, uníos!
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