7/22/2020

Estados Unidos: ciclo autoritario

La Jornada 


La Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) expresó ayer su preocupación por el uso excesivo de la fuerza en el que han incurrido los efectivos federales enviados por el presidente estadunidense, Donald Trump, para reprimir las protestas contra el racismo que tienen lugar en la ciudad de Portland, Oregón. De acuerdo con el organismo, desde el 11 de julio existen señalamientos de detenciones sin garantías del debido proceso y al margen de las autoridades locales; tácticas excesivas e ilegales, como detener a gente en las calles en camionetas sin identificación o uso de vehículos disfrazados para transportar a personas detenidas.
Tales violaciones a los derechos humanos, denunciadas también por la fiscalía general de Oregón y la asociación de derechos humanos Unión Estadunidense por las Libertades Civiles (ACLU), se enmarcan en un ciclo de violencia característico de los regímenes autoritarios. Cabe recordar que los actos de protesta efectuados en Portland y en decenas de ciudades en casi todos los puntos del país fueron desatados por el asesinato del afroestadunidense George Floyd a manos del policía blanco Derek Chauvin, quien lo asfixió durante nueve minutos ante la mirada impasible de otros tres agentes policiales.
Lejos de impulsar un proceso de reflexión y rectificación de las deficiencias en el actuar de los uniformados, Trump respondió a las multitudinarias protestas que siguieron al homicidio con un despliegue represivo tan desproporcionado que incluso ameritó el deslinde del secretario de la Defensa, Mark Esper. Como era de esperarse, la sordera de la Casa Blanca ante el clamor ciudadano no tuvo más efecto que el de aumentar el malestar social y extender el alcance y la vehemencia de las expresiones de repudio al racismo institucional, exacerbación que a su vez fue respondida por el mandatario con una nueva escalada de descalificaciones, amenazas y violencia represiva.
Se trata, en suma, de un círculo vicioso provocado por los reflejos autoritarios de la clase gobernante, del que el ejemplo más paradigmático en la actualidad puede encontrarse en el hartazgo de la sociedad chilena con la inequidad estructural impuesta por la dictadura de Augusto Pinochet y perpetuada por los gobiernos formalmente democráticos de las últimas tres décadas.
De persistir el empeño represivo de Trump, se corre el riesgo de una desarticulación institucional muy grave en tanto las autoridades estatales y locales de muchas de las regiones donde se desarrollan las protestas se oponen a las medidas coercitivas dictadas desde Washington. A ese riesgo debe añadirse uno de incluso mayor gravedad: que la presencia de fuerzas militarizadas en las calles derive en nuevas muertes de civiles y detone una rabia social imposible de controlar.
Es cierto que la mala praxis de las corporaciones policiacas no se inició con la presidencia de Trump. En 2016, cuando Barack Obama aún despachaba en la Oficina Oval, la CIDH ya había expresado su profunda preocupación ante un patrón reiterado de impunidad frente a los asesinatos de afrodescendientes a manos de la policía en Estados Unidos, y desde entonces señaló que la inefectividad de la respuesta estatal propicia la repetición crónica de estos crímenes. Más allá del señalamiento de esta instancia multilateral, lo cierto es que Washington se encuentra inmerso en una permanente violencia oficial que tiene su origen en la sistemática sobrestimación del peligro por parte de los agentes del orden, y en la inadmisible tolerancia judicial ante lo que no puede denominarse sino gatillo fácil de los policías: de acuerdo con un estudio conducido por la Universidad de Rutgers, 57 por ciento de las personas muertas a manos de la policía en 2017 no representaban una amenaza con arma de fuego.
Pero si el magnate no tiene autoría sobre la normalización del racismo y de la brutalidad policiaca en la autodenominada mayor democracia del mundo, está claro que usa estos flagelos para aumentar las tensiones existentes dentro de la sociedad estadunidense. Cabe preguntarse si el propósito de la escalada represiva no es otro que el de presentarse, con propósitos electorales, como garante del orden y la seguridad en medio de un caos que, en gran medida, es su propia creación.

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