La Jornada
La Comisión Interamericana de
Derechos Humanos (CIDH) expresó ayer su preocupación por el uso excesivo
de la fuerza en el que han incurrido los efectivos federales enviados
por el presidente estadunidense, Donald Trump, para reprimir las
protestas contra el racismo que tienen lugar en la ciudad de Portland,
Oregón. De acuerdo con el organismo, desde el 11 de julio existen
señalamientos de detenciones sin garantías del debido proceso y al
margen de las autoridades locales; tácticas excesivas e ilegales, como
detener a gente en las calles en camionetas sin identificación o uso de
vehículos disfrazados para transportar a personas detenidas.
Tales violaciones a los derechos humanos, denunciadas también por la
fiscalía general de Oregón y la asociación de derechos humanos Unión
Estadunidense por las Libertades Civiles (ACLU), se enmarcan en un ciclo
de violencia característico de los regímenes autoritarios. Cabe
recordar que los actos de protesta efectuados en Portland y en decenas
de ciudades en casi todos los puntos del país fueron desatados por el
asesinato del afroestadunidense George Floyd a manos del policía blanco
Derek Chauvin, quien lo asfixió durante nueve minutos ante la mirada
impasible de otros tres agentes policiales.
Lejos de impulsar un proceso de reflexión y rectificación de las
deficiencias en el actuar de los uniformados, Trump respondió a las
multitudinarias protestas que siguieron al homicidio con un despliegue
represivo tan desproporcionado que incluso ameritó el deslinde del
secretario de la Defensa, Mark Esper. Como era de esperarse, la sordera
de la Casa Blanca ante el clamor ciudadano no tuvo más efecto que el de
aumentar el malestar social y extender el alcance y la vehemencia de las
expresiones de repudio al racismo institucional, exacerbación que a su
vez fue respondida por el mandatario con una nueva escalada de
descalificaciones, amenazas y violencia represiva.
Se trata, en suma, de un círculo vicioso provocado por los reflejos
autoritarios de la clase gobernante, del que el ejemplo más
paradigmático en la actualidad puede encontrarse en el hartazgo de la
sociedad chilena con la inequidad estructural impuesta por la dictadura
de Augusto Pinochet y perpetuada por los gobiernos formalmente
democráticos de las últimas tres décadas.
De persistir el empeño represivo de Trump, se corre el riesgo de una
desarticulación institucional muy grave en tanto las autoridades
estatales y locales de muchas de las regiones donde se desarrollan las
protestas se oponen a las medidas coercitivas dictadas desde Washington.
A ese riesgo debe añadirse uno de incluso mayor gravedad: que la
presencia de fuerzas militarizadas en las calles derive en nuevas
muertes de civiles y detone una rabia social imposible de controlar.
Es cierto que la mala praxis de las corporaciones policiacas no se
inició con la presidencia de Trump. En 2016, cuando Barack Obama aún
despachaba en la Oficina Oval, la CIDH ya había expresado su
profunda preocupación ante un patrón reiterado de impunidad frente a los asesinatos de afrodescendientes a manos de la policíaen Estados Unidos, y desde entonces señaló que la inefectividad de la respuesta estatal propicia la repetición crónica de estos crímenes. Más allá del señalamiento de esta instancia multilateral, lo cierto es que Washington se encuentra inmerso en una permanente violencia oficial que tiene su origen en la sistemática sobrestimación del peligro por parte de los agentes del orden, y en la inadmisible tolerancia judicial ante lo que no puede denominarse sino gatillo fácil de los policías: de acuerdo con un estudio conducido por la Universidad de Rutgers, 57 por ciento de las personas muertas a manos de la policía en 2017 no representaban una amenaza con arma de fuego.
Pero si el magnate no tiene autoría sobre la normalización del racismo y de la brutalidad policiaca en la autodenominada
mayor democracia del mundo, está claro que usa estos flagelos para aumentar las tensiones existentes dentro de la sociedad estadunidense. Cabe preguntarse si el propósito de la escalada represiva no es otro que el de presentarse, con propósitos electorales, como garante del orden y la seguridad en medio de un caos que, en gran medida, es su propia creación.
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