Lorenzo Meyer
Emilio Lozoya, exdirector de Pemex y miembro de la aristocracia política del
antiguo orden, retornó a México en calidad de extraditado para encarar
graves acusaciones de corrupción. El hecho puede verse como una variante
del viejo “juicio de residencia” al que se sometía en la época colonial
a los altos cargos del imperio español al concluir su misión. No
habiendo entonces una clara división entre lo público y lo privado por
tratarse de un sistema patrimonialista, el único poder
que realmente podía exigir cuentas a un virrey o a otro alto funcionario
por el desempeño de su cargo era el rey, el soberano en una sociedad de
súbditos. En teoría la medida tenía sentido, aunque en la práctica,
esta especie de “juicio final” no impidió el uso de los cargos públicos
en beneficio personal.
La corrupción al estilo del Estado moderno europeo
llegó a nuestras costas como parte del complicado paquete de estructuras
y formas políticas que trajo consigo la conquista. Para los monarcas
del absolutismo español, someter a una revisión sistemáticamente el desempeño de sus altos mandos en tierras lejanas no era asunto de moral pública sino de control sobre el aparato administrativo.
Ya en el México republicano, cuando se suponía que había quedado
claramente diferenciado lo público de lo privado y que nadie podía
afirmar, como Luis XIV “L’État, c’est moi”, la corrupción en la esfera
pública no disminuyó. En buena medida, en los dos siguientes siglos,
aunque con altibajos, el ejercicio del poder en nuestro país se mantuvo
dentro del viejo marco patrimonialista y antidemocrático y la corrupción
colonial quizá se agudizó. De acuerdo con Transparencia Internacional en 2018 y en materia de percepción de corrupción pública,
al concluir el gobierno donde se presume que Lozoya cometió los actos
de los que hoy se le acusa, México había descendido hasta el sitio 138
en un conjunto de 180 países y con una calificación de apenas 28 puntos
sobre cien, lo que en el contexto latinoamericano nos colocó en compañía
de Nicaragua y Guatemala. Según la misma fuente, en el sexenio de Enrique Peña Nieto (EPN) México alcanzó los peores índices de corrupción en su sector público, (EL UNIVERSAL, 30/01/19).
Legalmente, a Lozoya se le juzgará partiendo de las confesiones en
tribunales extranjeros de directivos de la empresa multinacional
brasileña Odebretch en 2016. Ellos aseguraron haber
dado entre 2009 y 2014 varios millones de dólares a funcionarios
mexicanos, entre ellos a Lozoya, encargado de vinculación con el
exterior en la campaña presidencial de EPN y posteriormente nombrado
director de Pemex, la principal empresa pública
mexicana. Los sobornos tuvieron como fin conseguir contratos en términos
muy buenos para Odebrecht —alrededor de 30 mmp, (Reforma, 11/09/17)—
pero no para Pemex. A esto se le añade la compra de una empresa chatarra
donde también intervino Odebrecht —Agro Nitrogenados— a un empresario que quizá también sea extraditado y otros cargos similares.
La expectativa es que el caso Lozoya se convierta en el primer maxi
proceso por corrupción de un gobierno anterior y que pueda llevar a
trazar, con credibilidad, un mapa de la gran corrupción que desembocó en
el estallido —el “big bang”— de un sistema de poder que practicó el patrimonialismo al estilo del período colonial en grado extremo.
La responsabilidad histórica de quien debe llevar a buen puerto este
nuevo “juicio de residencia” del exdirector de Pemex —el Fiscal General
de la República— es enorme. En sus manos está la posibilidad de
convertir un caso escandaloso en algo realmente importante: en el evento
que transforme la derrota electoral del PRI en 2018 en
una verdadera coyuntura crítica, es decir, en un acontecimiento no
sorpresivo, pero tampoco enteramente previsto, que influya decisivamente
en el comportamiento futuro de las variables centrales del sistema
político, de tal manera que sus reglas de operación en torno a la
corrupción ya no puedan continuar siendo las del pasado. Ya se había
presentado una oportunidad parecida con la elección del 2000 que desalojó al PRI de Los Pinos, pero los responsables de manejarla entonces nunca estuvieron a la altura de la circunstancia.
Ningún sistema político está libre de la corrupción, ninguno. Sin
embargo, hay un buen número de ejemplos de estructuras institucionales
que la mantienen bajo control y a niveles que no afectan el buen
desempeño de la administración pública. No ha sido ese nuestro caso.
Dejar pasar esta nueva oportunidad de superar la larga etapa de la gran
corrupción pública sería perder ese tiempo que, se dice, después los
santos lo lloran.
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