11/10/2007

De la masacre de Acteal a la Iniciativa Mérida

Rafael Landerreche*

De la masacre de Acteal a la Iniciativa Mérida


Las Abejas de Chenalhó es una organización que hace profesión de principios no violentos. Una y otra vez han declarado que no quieren venganza por la masacre de Acteal, pero que no cejarán en la exigencia de justicia, para que sucesos como ese no vuelvan a repetirse.


No podía ser más oportuno el momento para revisar algunas enseñanzas trágicas del caso Acteal, exactamente ahora que se cocina el acuerdo con el gobierno de Estados Unidos conocido oficialmente como Iniciativa Mérida.

La masacre de Acteal, hace casi 10 años, fue resultado de la operación minuciosamente planeada y ejecutada por una serie de círculos concéntricos, cada uno sucesivamente más separado que el anterior de la escena del crimen, pero cada uno a la vez más cerca de los verdaderos círculos de poder. En primer lugar, en el centro de los círculos concéntricos y en la ejecución material de los asesinatos, están los indígenas armados que atacaron la ermita de Acteal aquel 22 de diciembre mientras Las Abejas ayunaban y oraban por la paz en su municipio. Inmediatamente después de este círculo estaban el ayuntamiento constitucional y los priístas de Chenalhó, cuyo presidente municipal fue a dar a la cárcel junto con los autores materiales de los asesinatos. Hasta aquí se permitió llegar a la PGR, aunque cercenando la mención del PRI.

El siguiente círculo lo constituyen las fuerzas de Seguridad Pública del estado y consecuentemente el mismo gobierno del estado de Chiapas. Su complicidad con los autores materiales de la masacre fue bastante transparente; cualquiera que se tome la molestia de revisar los testimonios comprendidos en el juicio podrá convencerse de su evidente participación. El colmo de esta complicidad se concretó en la presencia de un destacamento de la Seguridad Pública estatal, que estuvo estacionado a unos cuantos metros de donde estaban siendo masacradas Las Abejas, durante las cerca de seis horas que duró la balacera. Imposibilitadas de esconder o negar el hecho, a las autoridades no les quedó otro remedio que afirmar que esos encargados de velar por la seguridad pública eran culpables por omisión. Hasta aquí se permitió llegar a la CNDH.

El tercer círculo estaba un poco más disimulado que el anterior, pues el Ejército Mexicano se cuidó de no aparecer de manera tan burda como la policía. Se cuidaron de nunca aparecer corporativamente como ejército, y cuando aparecieron individuos de uniforme o formación militar que habían participado en el entrenamiento de los autores de la masacre o en el trasiego de armas, se trató de velar la conexión institucional con el Ejército mediante el no muy sutil expediente de afirmar que dichos individuos estaban de licencia o de vacaciones (sic). Pero aunque niegue su relación con esos individuos el Ejército no puede negar su relación con el Manual de guerra irregular, cuya relación con el operativo de Acteal ha demostrado el Centro de Derechos Humanos Fray Bartolomé de las Casas.

El último círculo lo constituye el aparato militar y de seguridad de Estados Unidos que asesora al Ejército Mexicano.

La identidad de los autores materiales de la masacre está definida por su relación con estos círculos concéntricos. Descubierta la relación con el Ejército se impone la lógica y la necesidad de llamarles con todas sus letras grupos paramilitares. Inversamente, toda la estrategia del gobierno y sus coadyuvantes, desde la PGR en 1998 hasta Héctor Aguilar Camín en 2007, consiste en negar, ocultar o disfrazar las relaciones del primer círculo con los demás; de esta manera se les define cómodamente como grupos civiles de autodefensa.
Más allá de estos intentos de ocultamiento están las huellas dejadas por los asesinos, particularmente una que es de suma importancia considerar: la saña y el sadismo con el que fueron ultimadas las víctimas, particularmente las madres embarazadas. La gente del gobierno reconoció esto y por eso trataron de ocultarlo, tal como hicieron con los cadáveres. Ya Aída Hernández Castillo narró en La Jornada el 27 de octubre pasado cómo quisieron obtener del CIESAS un dictamen favorable a sus intenciones y cómo un grupo de antropólogas sostuvo que ese tipo de violencia era totalmente ajeno a los conflictos comunitarios, que no tenía nada que ver con la cultura tzotzil, sino más bien con la “cultura de la contrainsurgencia que tiene sus raíces sobre todo en los centros de adiestramiento de tropas especiales en Centroamérica y Estados Unidos”.
No hay duda de que muchos militares mexicanos estudiaron en la Escuela de las Américas; aparentemente no hay la misma certeza en cuanto a su adiestramiento en la Escuela Kaibil. Curiosamente ni el gobierno ni el Ejército mexicanos han desmentido nunca a los que lo afirman. Y a principios de este año el periódico chiapaneco Cuarto Poder publicó un extraño reportaje sobre la escuela de kaibiles, donde se afirma sin ambages que “53 militares de México, Guatemala, Honduras, El Salvador y Nicaragua iniciaron el curso número 67 de la Escuela de Kaibil”.

A 10 años de la masacre de Acteal el gobierno de Felipe Calderón pretende imponer al país un convenio con el presidente Bush para que otorgue a México, entre otras cosas, asesoría militar en cuestiones de seguridad. Con antecedentes como Acteal y los demás que hemos citado hay razones de sobra para preocuparse. Por eso, llegar hasta el fondo de lo que sucedió en Acteal es importante no sólo para Las Abejas de Chenalhó, sino para todos los mexicanos.
* Ex coordinador del Área de Análisis y Difusión del Centro de Derechos Humanos Fray Bartolomé de las Casas, actualmente trabaja en un proyecto de educación indígena en el municipio de Chenalhó.

A diez años de Acteal

Chenalhó, laboratorio de una estrategia amplia de contrainsurgencia
En dos años se dispuso en zona chol una “guerra” dentro de la guerra
Hermann Bellinghausen /III


Momento de comulgar durante la misa del jueves pasado por los muertos de Acteal Foto: Moysés Zúñiga Santiago

Para la relación de los hechos que sacudieron a Chenalhó la segunda mitad de 1997 es necesario recordar su contexto. Chenalhó se había convertido en un laboratorio más de una estrategia amplia de contrainsurgencia, en un territorio en guerra que abarca la tercera parte de Chiapas e involucra a casi todos los indígenas de la entidad. La militarización era (y sigue siendo) abrumadora.
Iniciada en 1995, durante los dos años siguientes se organizó y activó en la zona chol de Chiapas una “guerra” dentro de la guerra, con la expansión paramilitar de la organización priísta Paz y Justicia. En 1997, mientras Chenalhó entraba en su propia espiral contrainsurgente, los asesinatos, desplazamientos y despojos proseguían en la zona norte. Ambos casos, en territorios cercados por el Ejército Mexicano y un importante despliegue policiaco.

Éxodo y saqueos

El 14 de marzo de 1997, la comunidad San Pedro Nixtalucum, municipio de El Bosque, colindante con Chenalhó, fue atacada por la policía y el Ejército, quienes mataron a cuatro indígenas zapatistas y causaron el éxodo de más de 80 familias. La policía había disparado en El Vergel, por tierra y desde un helicóptero (matrícula XC-BGC), sobre la población civil. Después saquearon Nixtalucum. Durante dos meses, los tzotziles zapatistas permanecieron desplazados, mientras las policías federal y estatal y el Ejército, posicionados dentro y en torno a esa comunidad, “convivían” con los priístas del lugar, quienes dejaron de trabajar el campo, se adueñaron del poblado, sembraron mariguana (según se comprobó después) y recibieron adoctrinamiento y adiestramiento militar.

Igual sucedía en Sabanilla y Tila, y sucedería pronto, de manera brutal, en Chenalhó. Algún día habrá que explicar por qué en unas partes funcionó la formación de grupos paramilitares y en otros, como El Bosque, no. Por ello, cuando el gobierno decidió atacar el municipio autónomo San Juan de la Libertad en 1998, serían directamente tropas federales y policías.

El 17 de mayo de 1997, una marcha de 4 mil civiles zapatistas acompañó el retorno de los desplazados a Nixtalucum, y pareció cerrarse ese capítulo (La Jornada, 18 de mayo). Al otro día arrancó la agresión contra zapatistas en Yaxjemel. En las semanas siguientes se revelará otro grupo paramilitar en Ocosingo y Oxchuc, el Movimiento Revolucionario Indígena Antizapatista (MIRA), cuya existencia jamás fue admitida por las autoridades y en buena medida fue un fracaso.

En algún momento imposible de fechar, durante la primavera de 1997, las comunidades identificadas como “priístas” o “cardenistas” (en referencia al Partido del Frente Cardenista que por entonces existía, sin relación con el cardenismo histórico y menos aún con el de Cuahutémoc Cárdenas, quien ese mismo año ganaría las elecciones para gobernar la capital del país), comenzaron a llamar “el contrario” y “los contrarios” a las familias y comunidades que se habían unido al municipio autónomo de Polhó, como bases de apoyo del EZLN o miembros de organizaciones civiles más o menos perredistas, cuando su partido era de oposición en un estado controlado hasta 1994 por numerosos cacicazgos, indígenas o mestizos según la región, pero siempre priístas.

El “contrario” en muchos pueblos del país es el “demonio”. El giro idiomático, inusual en Chenalhó, al parecer fue inducido por quienes aplicaron la estrategia contrainsurgente, y representa una de las primeras adaptaciones locales de los preceptos de la guerra de baja intensidad: ahondar las diferencias, demonizar al otro, deshumanizarlo. Así es más fácil dañarlo.

Las informaciones de la época, incluso en los medios oficialistas, nunca fundamentaron convincentemente que los conflictos en Chenalhó, que se fueron sumando y complicando, se originaban en agresiones de “los contrarios” (zapatistas) contra los oficialistas. Las “emboscadas” de los primeros apenas se pudieron probar; los verdaderos enfrentamientos, que no fueron la regla, se debieron a ataques de paramilitares y respuesta defensiva de los zapatistas; los desplazamientos de familias del PRI y cardenistas obedecían al temor a ser agredidos, mientras los zapatistas, perredistas y Abejas eran perseguidos y tiroteados, sus casas quemadas y sus propiedades robadas o destruidas.

El argumento de que los zapatistas “despojaban” a los oficialistas de sus tierras no se sostiene ante la evidencia, entonces y hasta la fecha, de que ellos fueron los verdaderos despojados en las comunidades de donde salieron. Los desplazados priístas y cardenistas retornarían en poco tiempo, escoltados y protegidos por la policía, y ya no debieron desplazarse. La versión de que éstos se organizaron para “autodefenderse”, propalada entre otros por la Procuraduría General de la República (PGR) en su libro blanco (1998), fue una construcción posterior, que buscaba “explicar” la matanza de Acteal y los múltiples episodios previos, aportando versiones que durante 1997 nadie se molestó en demostrar. La táctica de los grupos armados, y de los gobiernos municipal, estatal y federal, había sido “negar todo”, sin insistir en demostrar las versiones de su lado. Les bastaba con desdeñar, acusar y difamar a “los contrarios”, a los defensores de derechos humanos y los periodistas independientes. Su “verdad” comenzó a preocuparles después del terrible desenlace, que los confrontó con la responsabilidad penal.

Violencia administrada

El verano de 1997 se anuncia con declaraciones del gobernador Ruiz Ferro minimizando el tema chol como “conflicto entre dos grupos de siete ejidos” (La Jornada, 2 de junio), mientras el obispo de San Cristóbal de las Casas, Samuel Ruiz García, acusaba: “Todo apunta a concluir que la violencia en la zona norte es ‘administrada’ por las fuerzas de seguridad pública”. Las autoridades consideraban “religioso” el conflicto, y culpaban a la diócesis católica. Ruiz García insitía en el carácter “político” de aquella violencia. Para Chenalhó también se intentarían explicaciones “religiosas”, sobre todo después de Acteal; hoy sólo los abogados de los paramilitares presos actúan con ese enfoque.

El 2 de junio se suspendió por segunda ocasión el diálogo entre los municipios autónomos de Polhó y el oficial de Chenalhó, pues los representantes del segundo no se presentaron en Yabteclum, donde era la cita. Inesperadamente, el día 3 se encontraron al fin las partes en esa comunidad. Avanzaban en un “acercamiento” y convenían respeto mutuo y libertad de tránsito, cuando irrumpió en un helicóptero el subsecretario de Gobierno Uriel Jarquín; su presencia no había sido acordada y abortó la reunión (La Jornada, 4 de junio).

El día 5, las autoridades autónomas del vecino municipio de San Andrés denunciaron: “Ha aumentado la presión militar en los Altos. Hacen diario patrullajes desde hace 10 días” (La Jornada, 6 de julio), así como vuelos rasantes. Relataron: “Entran en los pueblos, se entrenan dentro de los pueblos”, y aseguraron que las tropas adiestraban a los priístas. “Recibimos información de que ya hay guardias blancas en los Altos. Ya tienen radios para comunicarse entre ellos.”

Poco después ocurrió un incidente a 400 metros de Acteal, que aún no tenía campamentos de desplazados. El día 9, la Subprocuraduría de Justicia del estado informó de una “emboscada” a un camión de Seguridad Pública, “atacado por zapatistas”. Según pobladores de Pechiquil, hubo una detonación y entre 70 y 100 balazos. El municipio autónomo de Polhó dijo que los policías dispararon bombas y tiros “sin haber ningún problema” (La Jornada, 10 de junio). Diez indígenas fueron golpeados a culatazos, dos fueron detenidos por la policía y luego arrojados del camión al camino. Ese día, unos 200 desplazados de Yaxjemel, miembros de Las Abejas y refugiados en Yibeljoj, se disponían a retornar a sus casas. La “emboscada” los disuadió.

Provocación para la militarización

Al día siguiente, los pobladores de Acteal negaron la “emboscada” y afirmaron que la acción “fue premeditada para provocar más conflictos y justificar la militarización de nuestros parajes” (La Jornada, 11 de junio). Los pobladores y desplazados en Polhó, a pocos kilómetros, “ya querían huirse por el miedo”, dijo Javier Ruiz Hernández, secretario del concejo autónomo. En un boletín, la Coordinación de Comunicación Social del gobierno de Chiapas reiteró que los policías fueron “agredidos por desconocidos”, con saldo de dos agentes lesionados. “Los desconocidos arrojaron botellas con gasolina y mecha”, decía el boletín, contradiciendo a la subprocuraduría de Justicia que la víspera aseveró que los presuntos atacantes habían disparado. Según la gente de Acteal, la versión oficial era “falsa”, pues “los mismos policías tronaron bombas y tiraron balazos para amedrentarnos”.

Un día después, el ayuntamiento oficial de Chenalhó se reunió en Pantelhó con el gobernador Ruiz Ferro y el secretario de Desarrollo Social, Carlos Rojas Gutiérrez (La Jornada, 12 de junio). El juez Antonio Pérez Arias, vocero del municipio oficial, insistió en que el gobierno enviara más policías a las comunidades, y pidió la intervención de las comisiones Nacional de Intermediación (Conai) y de Concordia y Pacificación (Cocopa). En tanto, el municipio autónomo denunció que en Yabteclum, unos 50 priístas armados agredieron la casa de Rosa Gutiérrez “y se llevaron a uno de sus hijos a la cabecera municipal”.

En las semanas siguientes, la primera petición del ayuntamiento oficial sería satisfecha: en las comunidades y caminos de Chenalhó, cientos de policías instalaron campamentos que devendrían permanentes, escudarían el retorno de los priístas y frentecardenistas desplazados y el inmediato despojo de las casas y cafetales de los ausentes zapatistas, perredistas y Abejas. Así aparece un nuevo actor visible en las comunidades de Chenalhó en poder de priístas: la policía.

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