Cristina Pacheco
El automóvil gris era
pequeño. Aún me sorprende que hayamos cabido todos en él. Cuando digo
todos incluyo al tío Mariano, un auténtico sobreviviente. Imposible
llamar de otra manera a quien logra reponerse de una neumonía, un
choque, la caída desde un primer piso y la violencia de su amante. En el
último pleito Irene le arrojó una cafetera y le pegó en la cabeza.
El hecho conmocionó a sus vecinos. No recuerdo cuál de todos fue a
avisarnos que Irene había salido del edificio gritando insultos y que
don Mariano –como le decían– estaba a media calle, sangrante, en
camiseta y sin zapatos. Acudimos a verlo. La costra roja que le
embetunaba media cara me recordó las manzanas caramelizadas que iba a
vendernos al barrio un dulcero ambulante.
Para huir de los curiosos, entramos en el departamento. Estaba en
completo desorden y por todas partes se veían fotos hechas pedazos. Mi
tío los levantaba uno por uno con intención de unirlos pero al ver que
era imposible reconstruir las imágenes, los arrojaba al suelo.
Por lo menos logré salvar mi camarita, dijo tocándose la frente. Entonces lo comprendimos todo.
No quiso que lo lleváramos con el doctor, pero aceptó que una vecina
le limpiara la herida con algodón y agua oxigenada. El desinfectante, al
mezclarse con la sangre, producía un ligero burbujeo que de inmediato
se esfumaba. Ojalá que hubiera sucedido lo mismo con la angustia de mi
tío ante la destrucción de sus fotos y la ruptura con Irene.
II
El conflicto entre Irene y mi tío resultó, además de
preocupante, muy inoportuno. Estábamos a punto de salir a nuestras
primeras vacaciones en años. Las planeamos durante semanas y las
concebimos como una aventura sin programa ni paraderos fijos. Imaginamos
soluciones para cualquier obstáculo, menos para los problemas
sentimentales del tío Mariano y su consecuente depresión. Imposible
dejarlo solo en esas circunstancias, así que optamos por invitarlo.
Al principio él se negó. Dijo que no quería estorbarnos pero todos
nos dábamos cuenta de que lo anclaba la esperanza de que Irene
regresara. Inspirados por el temor de que eso ocurriera –en el
departamento quedaban muchas cosas que la bruja podría arrojarle a mi
tío– desplegamos toda clase de argumentos hasta que al fin lo
convencimos de que viajara con nosotros.
Al siguiente domingo pasamos a recoger al tío Mariano a las seis de
la mañana. Por equipaje llevaba una maleta con lo indispensable y su
vieja cámara fotográfica. La adoraba. Se negó a ponerla en la cajuela
para evitar que sufriera una avería. Por complacerlo, nos replegamos al
máximo en el coche.
III
Desde el principio el viaje fue divertido. Salvo algunos
pequeños contratiempos –como quedarnos sin gasolina a la mitad de una
carretera– todo iba resultando muy bien.
Hacíamos paradas en pueblitos que eran más bien rancherías, en
centros artesanales, en lugares típicos, en parajes hermosos y, desde
luego, en los mercados. Sin tener que enfrentarse a la impaciencia de
Irene, mi tío se demoraba tomando fotos que a su regreso iba a revelar
en el cuarto oscuro montado en la azotea.
Nuestra aventura era divertida pero también fatigosa. Las
incomodidades empezaron a causarnos estragos. El primero en confesarlo
fue el tío Mariano. Pidió a gritos un baño y una cama. Estuvimos de
acuerdo con él. En el siguiente pueblo nos detuvimos y le preguntamos a
un policía por un hotel. Nos sugirió La Enramada porque era limpio,
barato, seguro y además el único. Sin dudarlo nos dio la dirección.
En pocos minutos llegamos al hotel: entrada de arcos, sendero de
lajas, pisos de ladrillo, helechos en los corredores y en el centro de
todo un jardín con un pozo como de utilería. En la recepción nos
registramos ante un empleado somnoliento y el parloteo de dos pericos.
Después de dejar las maletas y asearnos, bajamos al jardín. Allí nos
esperaba el tío Mariano, armado de su cámara, listo para tomarnos fotos.
Las conservo. En la primera serie que nos hizo aparecemos todos recién
bañados, muy juntos, y a nuestras espaldas, una camarera sonriente que
se detuvo a mirar la escena y quedó incluida en las fotos.
En aquel momento no sabíamos que esa mujer se llamaba Eloísa y que
había sido el amor juvenil de mi tío. Él la reconoció en el momento de
revelar el rollo. Nos lo dijo el mismo día en que nos manifestó su
decisión de renunciar a su trabajo en la ferretería y a todo lo de aquí
para volver al pueblo en busca de Eloísa:
Si la encontré, después de tantos años, fue por algo.
El proyecto parecía tan riesgoso como el de aquellas vacaciones que
planeamos sin programa ni paraderos fijos. Por fortuna en ambos casos
todo salió bien. Eloísa y mi tío están juntos. Ella sigue trabajando en
La Enramada y él atiende su estudio fotográfico: el único que hay en el
pueblo de N. Por órdenes de mi tío aún mantengo en secreto el nombre del
lugar, pero podría llamarse Nuevo Paraíso.
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