Ilán Semo
En un tuit reciente
Edgardo Buscaglia definió las cinco dimensiones que constituyen a ese
universo que llamamos, casi de manera metafórica, el
crimen organizadode la siguiente manera: la política, la empresarial, la protección judicial, el sicariato y lo social. Es un mapa, sin duda, acertado. Sin la colusión entre la sociedad política –desde el Poder Ejecutivo, hasta los gobernadores, presidentes municipales, fiscales y franjas del Congreso– y el sicariato, la delincuencia organizada jamás habría alcanzado su extensión actual. Las industrias del crimen han devenido cuantiosas empresas con utilidades desorbitadas en una veintena de ramas de la economía; incluyendo, por supuesto, el sistema financiero, encargado de transformar el dinero sucio en dinero legítimo.
La parte social representa, en gran medida, su fuente principal de
poder. Poblaciones y poblados sobre los que ejercen derechos de piso,
donde reclutan en su mayoría a jóvenes y que, a cambio de los ingresos
que proveen, obtienen un apoyo sustancial. Por último, la protección
judicial, que les permite evadir la formalización de las persecuciones y
las detenciones y contiene una gigantesca
puerta giratoriadonde los criminales entran y salen de las cárceles a cambio de ingresar a judicaturas y policías a sus nóminas.
Esta última dimensión, la penal, ha sido poco estudiada. La historia
del sistema judicial mexicano es compleja y remite a una doble función:
la primera ha sido la de servir como un sistema de recaudamiento de
riquezas, favores e influencias. La segunda, no menos importante, ha
fungido como un dique, un laberinto para disuadir, dividir e intimidar a
las poblaciones más pobres para inhibir e intimidar sus movimientos de
protesta, reclamos y luchas por demandas sociales y civiles. En el siglo
XX, el sistema penal fungió como uno de los grandes encargados de
lograr que los sectores, digamos, más proletarizados de la población
aceptaran, de una u otra manera, su status como inamovible.
En la actualidad esta doble función del sistema penal se ha
potenciado hasta límites inconcebibles. Por un lado, devino uno de las
grandes fàbricas de enriquecimiento de los negocios de la criminalidad
organizada; por el otro, ha transformado a esa delincuencia en parte de
los cuerpos encargados de la vigilancia, el amedrentamiento y la
intimadación de la población.
En todo poblado del país, hoy incluso en las grandes ciudades, se
sabe que los sicarios entran a las cárceles para ser liberados en
cuestión de días o semanas. La población sabe perfectamente que no los
van a retener. Ello inhibe toda forma de justicia popular hasta que la
situación deviene crítica y aparecen los linchamientos. En otras
palabras: la conjunción entre entre el orden policiaco y las industrias
del crimen ha convertido a éstas últimas en una extensión de los propios
cuerpos policiacos.
Una de sus funciones básicas consiste en mantener en marcha las
fábricas del miedo social. A cada quien su miedo. Las clases medias
temen que sus hijos no encuentren los caminos de la movilidad social.
Las clases subalternas, temen, por su parte, que sus familiares no
caigan en el laberinto de la delincuencia. El estatuto de vigilantes
informales que ejercen las organizaciones criminales mantiene esta
zozobra en una estado permanente de extrema alarma. Y ésa es, más que la
propia corrupción, su finalidad central: la despolitización de todos
los intentos de politizar las respuestas sociales y políticas desde
abajo contra un sistema alarmantemente desigual.
Desde 2007, durante el sexenio de Calderón Hinojosa, la clase
polí-tica descubrió que era el sistema ideal de control político sobre
la población. Los políticos nunca pa-gan los platos rotos de la
represión,porque la dislocan a la esfera cri-minal. El país vive de facto
bajo unestado informal de sitio permanen-te. No se puede salir en las
noches.Se va al trabajo y se regresa de inmediato a casa. Pocos
encuentros con los amigos. Un sistema ideal de disciplinamiento de la
ecomomía de mercado.
El gobierno de Morena no parece, hasta ahora, interesado en
intervenir en este círculo infernal. Si en cambio, ha decidido debilitar
una dimensión que se le escapa a Buscaglia: el mercado estadoundiense y
las agencias de Washington que gobiernan al crimen en México. Tan
sencillo como esto: el que paga, manda. Y los grandes recursos ilícitos
en México provienen de su realización en Estados Unidos.
La contienda por definir o no a los cárteles mexicanos como
organizaciones terroristas en el Congreso de EU parece el intento de la
administración mexicana por debilitar la influencia de Washington en
este escabroso rubro, tal y como se ha mantenido desde 2007. Una
condición sin la cual es imposible encontrar el menor indicio de una
posible salida al problema de la seguridad nacional.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario