9/20/2010

Tras la fiesta

León Bendesky
Luego de la celebración inevitablemente todo vuelve a ser igual. No quedó nada siquiera para recordar el bicentenario: una obra o algo que aliente el sentido de lo colectivo, que perdure, que constituya una marca; nada, sólo la pachanga y un enorme puente de días feriados, por lo menos.

Lo efímero de toda esta fiesta es coincidente con el estado de cosas que prevalece: no parece que haya nada de lo que podamos asirnos, nada que nos lance hacia delante como sociedad, como país.

Esa es la señal del festejo. Pero hay una sabiduría del mexicano que sabe distinguir lo que es suyo y lo identifica, y que va más allá de quién sea el partido o la persona que gobierne. Se puede tratar con desdén y hasta más bruscamente a la autoridad que se presenta en el balcón correspondiente de cada plaza a lo largo del territorio y aún así gritar con convicción vivas por los héroes y por México y, luego, celebrar. Ese es un signo de salud pública.

Sin embargo, no hay correspondencia entre el quehacer cotidiano de la gente que tiene que trabajar, estudiar, cuidar de su familia, vaya, que tiene que vivir y tener una perspectiva de mejoramiento, y por otro lado la oferta de gobierno y en general el liderazgo político o social que existe. Esa dicotomía es cada vez más visible y dañina y, por supuesto, más difícil de remontar.

La energía de los políticos y de quienes gobiernan está puesta en otra parte. Encerrados en sí mismos, dando vueltas en el círculo cada vez más estrecho de la consecución de un poder que queda con efectos sólo magros, excepto los que derivan hacia sus propias causas. Miopes al parecer ante la decadencia que se ha instalado.

En esta temporada presupuestal se podría aprovechar la oportunidad para confrontar abiertamente la propuesta gubernamental y legislar aunque sea las bases de una nueva visión duradera de mediano plazo del país. Es posible si se abandonan las pautas de acción que se han seguido y que no han dado los resultados esperados.

No se puede defender la política seguida ya durante tres decenios. Y menos aún se puede hacer de manera parcial, pues el proceso es, necesariamente, un conjunto. O sea, no vale defender la política monetaria y financiera porque ha generado estabilidad macroeconómica si la economía sigue creciendo sólo a tasas bajas, por lo tanto de modo insuficiente y proclive a las crisis, sean provocadas dentro o fuera.

Igualmente no se puede defender una política fiscal con bajos déficit cuando existen bolsones de deudas escondidas en otras cuentas; cuando el bienestar social sigue siendo escaso y frágil; cuando no se recauda suficiente y el gobierno es el que absorbe la mayor parte del ahorro. No es salvable una gestión económica sin proyectos relevantes en el área de la infraestructura material y con tropiezos inaceptables como ocurre en el área de las comunicaciones. Tampoco lo es si la atención en el campo de la educación y la salud es tan limitada en calidad y cantidad.

El paquete de la gestión en materia económica y social debe enfrentarse de modo total, las partes por sí mismas no se salvan. Pretender hacerlo es un pretexto de autocomplacencia tecnocrática o política. En ese marco es realmente llamativa la poco relevante crítica del PRI al proyecto de presupuesto que llegó al Congreso, lo que pone de relieve la carencia de ideas o el oportunismo que comparten con los otros partidos de la oposición.

Fraguar un programa de renovación nacional general parece hoy una exigencia, debe ser realizable en un país del tamaño y los recursos de éste. El asunto es generar riqueza de modo que se filtre y no se concentre en una cúpula cada vez más estrecha.

Pero los discursos, las acciones públicas y las leyes no se expresan en un proceso de esa naturaleza. Así predomina el poder de la violencia y el desmoronamiento de una estructura social y económica que nos pone a la zaga, incluso en este periodo de crisis económica de los países más ricos.

En el número del 11 de septiembre del semanario The Economist hay un largo reportaje sobre el auge de América Latina. Brasil lo preside y es hoy el punto de referencia. Lo ha logrado con años de estrategias bien enfocadas y con continuidad aun en un entorno de diferencias políticas en sus gobiernos. Tienen qué cosechar.

Pero es difícil identificar a México es ese proceso, tal y como lo presenta dicha publicación. Ya había sido este país la referencia regional, por ejemplo, en la época del auge petrolero a fines de los setentas, o de la firma del TLCAN a mediados de los noventas, y que nos iba a poner en la liga del desarrollo.

La industrialización sigue estando trunca; la migración fue una tabla de salvación en el terreno laboral y social; el financiamiento es muy escaso y concentrado en unas cuantas instituciones bancarias; no se crean empresas de importancia; la inversión extranjera no tiene el dinamismo esperado; la reforma política no acaba de cuajar y tampoco el Estado de derecho y, así, la sociedad es más frágil. Luego de 15 años el desarrollo sigue siendo un espejismo. El gobierno y el Congreso se han encargado de convertir esto en una especie de fatalidad que es necesario sacudirse de tajo.


1810, 1910, ¿pudo haberse evitado la violencia?


José Antonio Crespo


En lugar de exaltar la violencia en los libros de texto y el discurso oficial, más convendría explicar a los niños bajo qué condiciones se hubieran podido evitar las hostilidades, al tiempo de lamentar el hecho de que no hayan podido resolverse esos conflictos por vía pacífica (dados los enormes costos sociales, humanos y económicos que implicaron tales revoluciones). Teóricamente, es posible establecer un esquema básico de racionalidad política que exige al menos tres condiciones necesarias para que los rivales acepten dirimir pacíficamente sus diferendos:

1) La primera es el equilibrio de poder, en donde una confrontación violenta puede ser costosa para ambos contendientes, y no es posible prever quién podrá ganar. En tales condiciones, incluso el ganador paga un costo elevado -una victoria pírrica- que probablemente preferiría ahorrarse. Lo cual hace racional para ambas partes mejor buscar alguna fórmula para resolver pacíficamente el conflicto (una competencia equitativa, como podría ser una partida de ajedrez, un volado o una elección democrática). De no haber tal equilibrio, no será racional para el actor más fuerte aceptar una competencia pacífica: sabe que en una confrontación violenta ganará con bajos costos.

2) Pero para que se dé ese arreglo pacífico no basta con que haya un equilibrio de poder, sino que los actores involucrados tengan conciencia de ello, pues no siempre es fácil saber que dicho equilibrio existe. Bastaría con que uno de los contendientes se crea más fuerte que sus adversarios para que vea como irracional un arreglo equitativo.

3) Finalmente, deben ponerse límites a lo que recibirá el ganador de esa competencia pacífica, pues deben respetarse ciertos intereses vitales del perdedor, pues de lo contrario éste no aceptará un veredicto desfavorable y recurrirá a la confrontación violenta. Al faltar cualquiera de estas tres condiciones, el arreglo pacífico se dificulta.

¿Cuáles de estas condiciones faltaron en cada una de nuestras épicas?

A) En la Independencia, lo que no hubo fue equilibrio de poder. Los realistas eran claramente más fuertes que el movimiento insurgente, por lo cual no tenían por qué sentarse a pactar una separación pacífica respecto de la metrópoli. Por eso los movimientos de Hidalgo y Morelos fueron derrotados por los realistas. Recordemos que la Independencia fue consumada por el ejército realista comandado por Agustín de Iturbide, y respaldada por la misma jerarquía católica que excomulgó a Hidalgo y Morelos, al percatarse en 1820 de que la amenaza al orden virreinal venía directamente de la España liberal.

B) En la guerra de Reforma sí había equilibro de poder entre liberales y conservadores, y conciencia mutua de que así ocurría. Pero fue la tercera condición, no afectar intereses considerados vitales por alguno de los rivales, lo que impidió un acuerdo pacífico. La Iglesia católica consideró vulnerados sus intereses y no quiso ceder ni un ápice. Adoptó una posición maximalista y eso impidió un acuerdo pacífico para dirimir las diferencias entre partidos. Por lo que las hostilidades se rompieron en 1858.
C) Y en la Revolución, lo que faltó fue, sobre todo, la conciencia de uno de los actores (Porfirio Díaz) de que no había equilibrio de poder, pues creyéndose más fuerte que sus oponentes (los antirreeleccionistas, liberales, agraristas y sindicalistas), no imaginó que, a seis meses de hostilidades, su otrora invencible ejército se vería mermado frente a las fuerzas revolucionarias. Díaz no sintió en ningún momento la necesidad de considerar siquiera las muy modestas peticiones que originalmente le hacía Madero (aceptar elecciones libres y equitativas para el cargo de vicepresidente, que a la muerte de don Porfirio lo sustituiría en la Presidencia).

No coincidieron, pues, en ninguna de esas tres épicas nacionales las tres condiciones esenciales para un arreglo pacífico entre los bandos rivales. No estábamos unidos, dede luego -como lo sugiere el desinformado Felipe Calderón-, sino radicalmente divididos (de ahí el conflicto y la gran violencia en cada caso). Y, por eso, en estos 200 años hemos oscilado justamente entre el autoritarismo y la anarquía, con breves y fallidos intentos democráticos. En 2000 sí se dieron esas condiciones, pero ahora enfrentamos una guerra civil de baja intensidad (aunque por motivos muy distintos a los de antes), pero que tiende a seguir escalando en costos y violencia.

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