Elisa Godínez
La semana pasada sucedieron
dos linchamientos en Puebla e Hidalgo respectivamente, motivados por el
rumor de que las víctimas eran supuestos robachicos. Los linchamientos
son originados por faltas o delitos reales o imaginados. Estos casos
coinciden con una ola de noticias falsas viralizadas en redes sociales
acerca de supuestos robos de niños, que ha alcanzado una dimensión casi
nacional y merecería ser mucho mejor investigada no sólo desde el punto
de vista legal-penal, sino también desde el punto de vista
mediático-académico. Es prácticamente la primera vez que asistimos a un
fenómeno similar, donde las redes sociales viralizan y extienden a
semejante nivel información falsa que provoca más de un linchamiento, a
diferencia de países como India donde el uso de redes sociales para
incitar linchamientos es un hecho tristemente común. Las redes sociales
ahora han jugado un papel protagónico en la generación de pánico o
sicosis colectiva pero de ninguna manera el fenómeno de los
linchamientos en México se agota ahí. La causa profunda no se halla en
la difusión electrónica noticias falsas.
Los linchamientos en México son de diferentes tipos. Considerando el
actor colectivo que los protagonizan, un primer tipo ocurre en diversos
contextos –pueblos rurales, semirrurales o urbanos, así como colonias y
barrios urbanos– e incluye a colectividades donde sus miembros son parte
de una misma comunidad con algún grado de vínculo entre ellos y un
segundo tipo incluye colectividades que se forman de manera espontánea y
se disuelven inmediatamente después de perpetrado el acto. Los dos
linchamientos ocurridos la semana pasada en San Vicente Boquerón y en
Santa Ana Ahuehuepan corresponden al primer tipo.
El caso de San Vicente Boquerón llama particularmente la atención
porque se sitúa en Puebla, donde desde hace varios años se registra un
alto índice de linchamientos y que en tiempos recientes muestra un
tétrico paisaje de criminalidad y violencias que incluye feminicidios,
huachicol y delitos de alto impacto. Haya o no víctimas mortales, todo
linchamiento es grave, sin embargo pocos sucesos violentos generan el
grado de morbo y crispación social como lo sucedido en Puebla, un caso
que ha recibido gran atención mediática, consternación y condena. Pero
los linchamientos no son nuevos, no tienen nada de inexplicable ni
pueden ser reducidos a su momento de mayor paroxismo.
En las décadas recientes, la mayor parte de los pueblos que
protagonizan linchamientos padecen un alarmante proceso de despojo de
tierras, bienes y recursos naturales, de invasión de territorios, un
crecimiento agudo de la inseguridad y el crimen y todo ello frente a un
aparato de justicia francamente omiso e inoperante. Tan sólo en Puebla
en lo que va del año, según cifras oficiales ha habido 146 episodios de
linchamiento, con 15 víctimas mortales y 201 personas rescatadas. Por
más que se diseñen y se implementen
protocolosde seguridad específicos para atender estas emergencias, el fenómeno no cesa y no existe ningún tipo de estrategia de prevención y atención en las regiones o entidades afectadas por este fenómeno. No parece que las autoridades sepan qué hacer aparte de expresar enérgicas condenas.
Por otro lado, calificar a la gente que protagoniza linchamientos
como salvaje o loca no ayuda absolutamente en nada. Linchar a los
linchadores poco contribuye a entender, prevenir y educar. Los agravios
históricos y recientes cometidos en prejuicio de los habitantes de estos
pueblos necesitan ser considerados y analizados como parte sustancial
del contexto de los linchamientos que no son usos y costumbres, sino
efectos de las múltiples violencias que se sufren en estos lugares. Los
habitantes de estos pueblos no son humanos evolutivamente inferiores;
son actores colectivos que asombrosamente sobreviven en medio de una
marginación perversa. San Vicente Boquerón se ubica en Acatlán de
Osorio, ubicado en la región mixteca del estado de Puebla, municipio que
ocupa el sexto lugar en la lista de receptores de remesas. Pese a la
grave marginación, los mixtecos buscan la manera de sostenerse mediante
su intenso trabajo fuera del país. Son poseedores de una cultura rica y
ancestral y mantienen formas de organización comunitaria de las que se
necesitaría echar mano para atender este problema.
Los culpables de los linchamientos deben ser enjuiciados, sí, pero
esto no va a ser suficiente si las autoridades no piensan en acciones de
pedagogía social, especialmente para los más jóvenes, y en mecanismos
de resolución de conflictos y de mitigación de la violencia a partir de
procesos comunitarios basados en su historia y experiencia. El dolor y
la atrocidad pueden ser procesados y encausados mediante ejercicios
sociales de escucha, reparación y perdón. Los linchamientos no son un
problema de
otros, de los otros lejanos y desconocidos, sino un problema nacional que nos atañe a todos.
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