Carlos Bonfil
Marguerite
o la dichosa perennidad del autoengaño. Basada en una historia
verídica, la biografía aquí levemente alterada de la cantante
estadunidense Florence Foster Jenkins (1868-1944), la cinta Marguerite, del francés Xavier Giannoli (Cuando yo era cantante, 2006; Superstar, 2012),
es a la vez la sugerente, aunque muy esquemática, radiografía de una
época (los locos años 20 en Francia) y, la disección del personaje de
Marguerite Dumont (Catherine Frot), mujer estrafalaria convencida de que
el arte musical puede sublimar la frustración amorosa, cuando en
realidad la protagonista fracasa por igual en los dos casos.
Prominente dama de sociedad y mecenas generosa, la soprano Marguerite
tiene en el Círculo Amadeus, una asociación de obras de caridad para
huérfanos de la Primera Guerra Mundial, una corte de seguidores
incondicionales dispuestos a aplaudir, al término de interminables
minutos de hastío, sus reiterados ejercicios de bel canto que sólo
consiguen masacrar, con sus notas
sublimemente falsas, en realidad chillantes, su repertorio favorito de arias de Händel, Mozart y Wagner. De ella podría decirse lo que un oficial nazi llegó a decirle a un grupo de pésimos actores en una Polonia ocupada:
Ustedes han hecho con Shakespeare lo que nosotros hicimos con Checoslovaquia(Ser o no ser, Ernst Lubitsch, 1942).
Lo interesante en esta parábola del talento ilusorio y sus amargos
reveses, es la manera como actúan los personajes que rodean a la falsa
diva. Desde el marido apenado que no atina a revelarle a su mujer la
triste inutilidad de sus esfuerzos, hasta el enigmático sirviente negro
que, como el mayordomo en El ocaso de una estrella (Sunset Boulevard, Billy
Wilder, 1950), fomenta el autoengaño de su ama al tiempo que la protege
de las inclemencias del escarnio público, o Atos Pezzini, el olvidado
cantante de ópera que por necesidad acepta ser el Pigmalión de la alumna
irrecuperable, o la pareja de jóvenes bohemios, un periodista y un
dilettante, que pasan de un esnobismo burlón a una fascinación sincera
por el personaje extravagante. Cada uno representa un revelador punto de
vista en la narración de esta historia que tiene también en la joven
cantante Hazel la encarnación definitiva de un talento real, muy en
contraste con el delirio mitómano de Marguerite. Hasta el nombre que el
cineasta ha elegido para la cantante parecería ser una ingeniosa broma,
pues alude a la actriz Margaret Dumont, blanco eterno de las crueles
burlas de Groucho Marx en Una noche en la ópera (1935).
Situada en 1920, en una sociedad parisina del espectáculo
donde se encumbran la superficialidad y el talento efímero, y donde el
periodismo es capaz de fabricar y destrozar de modo arbitrario las
reputaciones artísticas, una mujer como Marguerite que con ingenuidad se
imagina intérprete devota de las creaciones sublimes, sólo puede
parecer patética y risible en su confusa búsqueda de la sinceridad y la
pureza. El cineasta divide la película en cinco actos, como los de un
libreto de ópera. Hacia el último capítulo, la comedia de los
despropósitos y las simulaciones se encamina a un desenlace dramático y
desolador. A través de Marguerite Dumont, lo que se enjuicia es la
frivolidad de una sociedad entera, y tal vez por ello son los personajes
secundarios los que adquieren una relevancia tan especial en el relato.
Son los catalizadores del drama y también quienes precipitan a la
heroína hacia la triste revelación de que en una sociedad patriarcal es
preferible para una mujer soñar la vida que vivirla realmente.
Si bien resultan insustanciales algunas subtramas en la cinta, como
el amorío del sirviente negro con una mujer barbuda, o la propia tesis
de que Marguerite elige la fantasía de un difícil arte musical por
despecho amoroso o para conquistar el respeto del marido, lo que
finalmente prevalece es el triste retrato de una mujer perdedora en los
campos de la afirmación personal y artística, y su impresionante empeño
por inventarse, hasta el delirio, un mundo propio. Por esta razón
algunos comentaristas han visto en Marguerite una involuntaria
precursora de un feminismo a menudo ligado, en aquellas épocas, con la
locura. El personaje resulta, en su modo muy peculiar, tan fascinante,
que en Inglaterra el director Stephen Frears prepara ya para el próximo
año su propia versión de la vida de Florence Foster Jenkins, con Meryl
Streep en el papel protagónico. ¿Después de todo, la liberación a través
del delirio no es acaso una de las tentaciones más persistentes en
nuestra época?
Marguerite se exhibe en la Cineteca Nacional y en salas comerciales.
Twitter: @Carlos.Bonfil1
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