6/26/2016

Marguerite



Carlos Bonfil

Foto
Fotograma de la película del francés Xavier Giannoli, protagonizada por Catherine Frot

Marguerite o la dichosa perennidad del autoengaño. Basada en una historia verídica, la biografía aquí levemente alterada de la cantante estadunidense Florence Foster Jenkins (1868-1944), la cinta Marguerite, del francés Xavier Giannoli (Cuando yo era cantante, 2006; Superstar, 2012), es a la vez la sugerente, aunque muy esquemática, radiografía de una época (los locos años 20 en Francia) y, la disección del personaje de Marguerite Dumont (Catherine Frot), mujer estrafalaria convencida de que el arte musical puede sublimar la frustración amorosa, cuando en realidad la protagonista fracasa por igual en los dos casos.

Prominente dama de sociedad y mecenas generosa, la soprano Marguerite tiene en el Círculo Amadeus, una asociación de obras de caridad para huérfanos de la Primera Guerra Mundial, una corte de seguidores incondicionales dispuestos a aplaudir, al término de interminables minutos de hastío, sus reiterados ejercicios de bel canto que sólo consiguen masacrar, con sus notas sublimemente falsas, en realidad chillantes, su repertorio favorito de arias de Händel, Mozart y Wagner. De ella podría decirse lo que un oficial nazi llegó a decirle a un grupo de pésimos actores en una Polonia ocupada: Ustedes han hecho con Shakespeare lo que nosotros hicimos con Checoslovaquia (Ser o no ser, Ernst Lubitsch, 1942).

Lo interesante en esta parábola del talento ilusorio y sus amargos reveses, es la manera como actúan los personajes que rodean a la falsa diva. Desde el marido apenado que no atina a revelarle a su mujer la triste inutilidad de sus esfuerzos, hasta el enigmático sirviente negro que, como el mayordomo en El ocaso de una estrella (Sunset Boulevard, Billy Wilder, 1950), fomenta el autoengaño de su ama al tiempo que la protege de las inclemencias del escarnio público, o Atos Pezzini, el olvidado cantante de ópera que por necesidad acepta ser el Pigmalión de la alumna irrecuperable, o la pareja de jóvenes bohemios, un periodista y un dilettante, que pasan de un esnobismo burlón a una fascinación sincera por el personaje extravagante. Cada uno representa un revelador punto de vista en la narración de esta historia que tiene también en la joven cantante Hazel la encarnación definitiva de un talento real, muy en contraste con el delirio mitómano de Marguerite. Hasta el nombre que el cineasta ha elegido para la cantante parecería ser una ingeniosa broma, pues alude a la actriz Margaret Dumont, blanco eterno de las crueles burlas de Groucho Marx en Una noche en la ópera (1935).

Situada en 1920, en una sociedad parisina del espectáculo donde se encumbran la superficialidad y el talento efímero, y donde el periodismo es capaz de fabricar y destrozar de modo arbitrario las reputaciones artísticas, una mujer como Marguerite que con ingenuidad se imagina intérprete devota de las creaciones sublimes, sólo puede parecer patética y risible en su confusa búsqueda de la sinceridad y la pureza. El cineasta divide la película en cinco actos, como los de un libreto de ópera. Hacia el último capítulo, la comedia de los despropósitos y las simulaciones se encamina a un desenlace dramático y desolador. A través de Marguerite Dumont, lo que se enjuicia es la frivolidad de una sociedad entera, y tal vez por ello son los personajes secundarios los que adquieren una relevancia tan especial en el relato. Son los catalizadores del drama y también quienes precipitan a la heroína hacia la triste revelación de que en una sociedad patriarcal es preferible para una mujer soñar la vida que vivirla realmente.

Si bien resultan insustanciales algunas subtramas en la cinta, como el amorío del sirviente negro con una mujer barbuda, o la propia tesis de que Marguerite elige la fantasía de un difícil arte musical por despecho amoroso o para conquistar el respeto del marido, lo que finalmente prevalece es el triste retrato de una mujer perdedora en los campos de la afirmación personal y artística, y su impresionante empeño por inventarse, hasta el delirio, un mundo propio. Por esta razón algunos comentaristas han visto en Marguerite una involuntaria precursora de un feminismo a menudo ligado, en aquellas épocas, con la locura. El personaje resulta, en su modo muy peculiar, tan fascinante, que en Inglaterra el director Stephen Frears prepara ya para el próximo año su propia versión de la vida de Florence Foster Jenkins, con Meryl Streep en el papel protagónico. ¿Después de todo, la liberación a través del delirio no es acaso una de las tentaciones más persistentes en nuestra época?

Marguerite se exhibe en la Cineteca Nacional y en salas comerciales.
Twitter: @Carlos.Bonfil1

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