Mariano Machain*
Cuando hablamos de tortura, solemos hablar en masculino:
hay torturadores y torturados. Raramente se discute y se investiga
sobre una realidad soslayada, pero no menos preocupante: aproximadamente
un tercio de las personas que han presentado quejas por tortura ante
comisiones de derechos humanos son mujeres, según cifras del Instituto
Nacional de Estadística y Geografía (Inegi).
En los meses recientes, en Amnistía Internacional recogimos los
testimonios de 100 mujeres que nos dijeron que habían sido torturadas o
maltratadas física o sicológicamente por policías y militares, en el
momento de ser arrestadas o en las horas posteriores. En muchos casos,
con la intención de obtener de ellas una
confesióno para posibilitar la siembra de pruebas u otras violaciones al debido proceso. Todo en nombre la llamada
guerra contra la delincuencia.
De estas 100 mujeres que valientemente nos compartieron sus
testimonios, 72 nos dijeron que habían sufrido violencia sexual,
incluyendo 33 que manifestaron haber sido violadas. Muchas de estas
mujeres escucharon insultos misóginos y demás lenguaje explícitamente
discriminatorio.
Además de ser mujeres, estas personas tienen algunos otros puntos en
común. La mayoría son pobres (54 dijeron ganar entre mil y 5 mil pesos
mensuales) y han tenido acceso limitado a la educación.
Ser mujer, ser pobre y tener información o recursos limitados para defenderse parecen no ser meras
coincidenciasen el flagelo de la tortura contra las mujeres en México. Tal vez quienes torturan saben que tienen más probabilidad de quedar en la impunidad si hacen blanco a personas de comunidades marginadas o que enfrentan un contexto de discriminación.
Este es el caso, por ejemplo, de Verónica Razo, una de las mujeres
que aceptó contarnos su historia. El 8 de junio de 2011, Verónica
caminaba por una colonia céntrica de la Ciudad de México, cuando hombres
armados y sin uniforme que viajaban en un automóvil la detuvieron
violentamente y la llevaron a un galpón de la Policía Federal. Allí la
retuvieron durante 24 horas y la torturaron. La golpearon, la sometieron
a semiasfixia y a descargas eléctricas, y varios policías la violaron
repetidamente. La amenazaron y la obligaron a firmar una
confesión. Dos años después de su detención, un sicólogo de la Procuraduría General de la República (PGR) confirmó que Verónica presentaba síntomas coincidentes con tortura. No obstante, Verónica ha pasado cinco años en prisión preventiva esperando la resolución de su juicio, acusada de secuestro. Pero sus torturadores viven tranquilos: nadie los ha llamado a rendir cuentas.
Ante la gravedad de esta situación, ¿está verdaderamente interesado
el gobierno del presidente Peña Nieto en combatir la tortura, y en
particular aquella cometida contra las mujeres?
El secretario de Gobernación, Miguel Ángel Osorio Chong, ha
reiterado en numerosos discursos su compromiso para combatir la
violencia contra las mujeres. Recientemente, con la filtración de un
escalofriante video de tortura cometida por policías y militares contra
una mujer del estado de Guerrero, el secretario y otros funcionarios de
alto nivel renovaron su compromiso con la erradicación de la tortura en
el país.
Esperadas palabras, ¿pero cuáles son los resultados concretos?
En primer lugar, muy raramente un policía, soldado o marino es
suspendido de sus funciones mientras se conduce una investigación, luego
de que una sobreviviente haya reunido el valor necesario para denunciar
los hechos. Por ejemplo, ningún integrante del Ejército ha sido
suspendido por violación o abuso sexual en los últimos cinco años. En la
Marina, sólo cuatro elementos han corrido esa suerte.
Segundo, el Estado sólo ha logrado 15 sentencias condenatorias desde
1991 a escala federal por casos de tortura. De las 2 mil 403 denuncias
que la PGR dice haber recibido en 2014 por tortura no ha podido informar
en cuántas las víctimas son mujeres. La perspectiva de género no parece
ser una prioridad.
Tercero, y tal vez aún más revelador, en septiembre pasado el
gobierno federal lanzó un mecanismo, largamente recomendado por
organizaciones locales de derechos humanos, para dar seguimiento a casos
de violencia sexual y tortura contra mujeres. El anuncio fue
bienvenido, pero desde septiembre el mecanismo no se ha vuelto a reunir.
Existe en los papeles, pero no en la práctica. Bien lo sabe Verónica
Razo: su caso es el primero de la lista que las autoridades han acordado
revisar con organizaciones de la sociedad civil. Pero nueve meses
después, el mecanismo continúa adormecido. Su hijo, de 18 años, y su
hija, de 12, seguirán aguardando que un día se haga justicia para su
mamá.
El principal obstáculo del mecanismo parece ser que las diversas
instituciones que deben participar del mismo, como la Procuraduría
General de la República, la Comisión Nacional de Seguridad o la Comisión
Nacional de los Derechos Humanos, no han aportado la información
necesaria para que comiencen a revisarse los casos individuales,
especialmente aquellos de mujeres que, tras haber sido torturadas, aún
permanecen en prisión.
No se trata de una iniciativa compleja ni costosa, sólo demanda
voluntad política de cada uno de los funcionarios y funcionarias
involucrados para que comiencen a mostrar resultados. El gobierno del
presidente Peña Nieto tiene la oportunidad de enviar un mensaje claro
para combatir la tortura contra las mujeres mediante la efectiva puesta
en marcha de este importante mecanismo.
*Encargado de Campañas para México de Amnistía Internacional
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