Luis Hernández Navarro
En los comicios del pasado 4 de junio en el estado de México, Aurelio Nuño operó en Cuautitlán Izcalli la campaña priísta en favor de Alfredo del Mazo. No tuvo mucho éxito. Su partido perdió allí las elecciones para gobernador. En la parte del distrito 26 de ese municipio, 3 mil 672 personas votaron por la candidata de Morena, Delfina Gómez, y tan sólo mil 989 personas lo hicieron por Alfredo del Mazo. En todo el distrito 26, 38.93 por ciento votó por Delfina y apenas 27.24 por ciento por Del Mazo.
Pero el descalabro en la operación política en el estado de México del entonces secretario de Educación Pública no importó a la hora de nombrarlo coordinador de la campaña electoral de José Antonio Meade. Como tampoco debió parecer relevante que, a tres meses del sismo del pasado 7 de septiembre en Oaxaca y Chiapas que destruyó cientos de escuelas, decenas de miles de niños sigan sin clases porque no se han reconstruido sus aulas.
Y ahora, en un sorprendente cambio de piel, un flamante coordinador de una campaña electoral como Nuño, que nunca ha ocupado un puesto de representación popular, conocido además por su proverbial autoritarismo, se ha transformado en una figura inclusiva y dialogante, que ofrece debatir y argumentar abiertamente las propuestas de su candidato a la Presidencia en todos los espacios.
Curiosa ironía, como secretario de Educación, el sargento Nuño –como fue bautizado por los maestros democráticos– se caracterizó por su cerrazón e intransigencia hacia los maestros disidentes. Su obcecación y falta de oficio político por imponer a como diera lugar la reforma educativa convirtieron un asunto educativo en un conflicto de seguridad nacional; hicieron de un problema que debió resolverse mediante la negociación en una movilización que, en algunos lugares del país, se transformó en algo muy cercano en una revuelta popular; desgastó inútilmente las instituciones del Estado mexicano.
El saldo de su vocación por el uso de la fuerza pública en lugar de la negociación resultó trágico: distintas policías asesinaron a ocho pobladores de Nochixtlán; al maestro David Gemayel Ruiz, en Chiapas; al profesor Claudio Castillo, en Oaxaca, y al estudiante de la Universidad Pedagógica en Tlapa Antonio Vivar Díaz, y detuvieran a decenas de dirigentes sindicales democráticos.
Pero el nombramiento de Aurelio Nuño como coordinador de la campaña electoral de José Antonio Meade no es un hecho aislado. Como muestran los casos del mismo candidato presidencial del Partido Revolucionario Institucional (PRI), la designación de Enrique Ochoa como dirigente nacional de ese partido o el enorme poder fáctico del canciller Luis Videgaray son síntomas de un fenómeno de mucho mayor trascendencia: la conquista del PRI por parte de la tecnoburocracia neoliberal, formada principal, aunque no exclusivamente, en el Itam y en universidades como Yale.
El aterrizaje de este grupo en la administración pública comenzó con la llegada de Gustavo Petricioli (director del Itam en 1967) al frente de la Secretaría de Hacienda, entre 1986 y 1988, y de su sucesor, Pedro Aspe. Desde allí creció como hidra ocupando territorios institucionales clave, sobre todo los que tienen que ver con el manejo de la economía, bajo la sombra protectora del Fondo Monetario Internacional y del Banco Mundial. Lo hizo, lo mismo con administraciones tricolores que con los panistas.
Sin embargo, no es sino hasta ahora que, de la mano del grupo Atlacomulco, esta tecnoburocracia, se hizo del control casi total del espacio político. En su momento, ni el mismo presidente Ernesto Zedillo pudo controlar al PRI, que se negó a acatar sus directrices para modificar sus estatutos y acabó imponiéndole candidato a la Presidencia de la República.
La continuidad de este grupo puede verse fácilmente, siguiendo la ruta de funcionarios que laboraron para Luis Téllez (coordinador de asesores y secretario de Energía de Ernesto Zedillo y secretario de Comunicaciones y Transportes de Felipe Calderón (https://goo.gl/vQKWQW), que trabajan ahora para Luis Videgaray o que han sido impulsados por él a puestos clave. La línea de continuidad es asombrosa. El mismo Enrique Ochoa fue asesor de Luis Téllez en la Secretaría de Energía.
Esta tecnoburocracia está hoy envalentonada. A raíz de su triunfo en las elecciones de Coahuila y el estado de México el año pasado, creen que pueden manejar la economía y la política del país sin la ayuda de la vieja clase política priísta. Su diagnóstico es que no la necesitan. De ella no aceptan otra relación que no sea la subordinación.
Sin embargo, su situación es muy complicada. Aunque quieren hacer creer que no es así, su candidato arranca la campaña electoral en tercer lugar. Y, salvo por una burbuja en los medios de comunicación en favor de José Antonio Meade, claramente inducida desde Los Pinos, el candidato tricolor no crece. Peor aún: diversas encuestas que circulan en forma privada indican un muy consistente posicionamiento de Ricardo Anaya, quien encabeza la intención de voto en unas 11 entidades, entre las que están Veracruz, Jalisco y Nuevo León, con un número alto de votantes. Y, por si fuera poco, ocupa el segundo lugar en más de una decena de entidades. Incluyendo Ciudad de México y el estado de México. En cambio, Meade sólo parece estar adelante en entidades como Tamaulipas, Campeche y Yucatán.
Este proceso de estrangulación y aniquilamiento de la vieja clase política no es exclusivo del PRI. Algo similar sucede en el PAN y el PRD. Una nueva generación de políticos (que gustan presentarse como ciudadanos) están al frente de los partidos. Manuel Granados, del sol azteca, tiene 39 años, al igual que el blanquiazul Damián Zepeda. El tricolor Enrique Ochoa cumplió 45. Las elecciones de 2018 serán el campo de prueba de este experimento, en el que la agenda política se ha corrido escandalosamente hacia la derecha.
Twitter: @lhan55
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