Carolina Vazquez Araya
Entre las múltiples agresiones enfrentadas por las mujeres, está esa duda constante…
Tenía 18 años y un embarazo complicado. Doloroso y cargado de
riesgos. Mi médico luchó por evitar un aborto, pero al final terminó
llevándome al hospital a punto de morir desangrada. Era finales de los
años sesenta en un país conservador apegado a la iglesia como la manera
más sólida de validar sus prejuicios, y las instituciones del Estado no
se libraban de esa visión fundamentalista. Recuerdo muy bien la mirada
de la enfermera que me recibió en la sala de emergencia: dura,
inclemente, acusadora, cargada de desprecio… “¿te lo provocaste,
jovencita?”. La rabia y la impotencia de la agresión en un momento tan
crítico para una mujer como es perder un embarazo, es inimaginable. La
imposibilidad de defenderse cuando estás más vulnerable que nunca y
dependes de otros, de su atención profesional y objetiva, de su empatía,
de su sensibilidad humana, se agolpa en la garganta impidiendo
pronunciar palabra.
Recordé este episodio casi olvidado pensando en cuánta violencia
enfrentan las mujeres en Guatemala y otros países de la región y el
mundo, en todos los estadios que rodean su vida sexual y reproductiva.
Víctimas de un sistema patriarcal tan inclemente y duro como la
enfermera de mi historia, cualquier manifestación relacionada con su
capacidad reproductiva es objeto de duda y desconfianza. Las mujeres
somos sospechosas desde el nacimiento y, a pesar de cuánto hemos
avanzado en la defensa de nuestros derechos, esa nube gris posada sobre
nuestra cabeza permanece inalterable. Es así como miles de mujeres
alrededor del mundo sufren condenas de prisión por haber abortado, no
importando si la pérdida fue voluntaria o espontánea, porque la culpa se
instala a priori sin mayor investigación.
Este castigo, injusto pero tolerado por amplios sectores de la
sociedad, se aplica con especial saña contra las mujeres más pobres,
aquellas cuya falta de información y acceso a los servicios de salud y
educación las condenan al silencio y a la resignación. Para ellas hay
violencia incluso cuando dan a luz, porque ese procedimiento se realiza
en las condiciones sanitarias menos apropiadas, enfrentando en cada
parto un peligro de muerte. El Estado, cuya obligación es
proporcionarles una atención digna y adecuada, está ausente para la
mayor parte de ese sector de escasos recursos y, por ende, condenado a
embarazos y partos de alto riesgo.
La actitud de desconfianza está también firmemente instalada en el
momento de denunciar una violación sexual, favoreciendo la impunidad de
quienes cometen este vil crimen contra niñas, niños y mujeres adultas.
Considerada por algunos como “una falta” cometida bajo la influencia del
alcohol, las drogas o el “entusiasmo del grupo”, la violación sexual
representa una de las mayores amenazas contra la integridad física y
psicológica de millones de mujeres alrededor del mundo. Sin embargo es a
ellas a quienes se les exige revivir el episodio una y otra vez,
ilustrando los detalles de su dramática experiencia frente a policías,
investigadores y juzgadores insensibilizados por un sistema permisivo y
machista.
Los derechos sexuales y reproductivos de las mujeres han sido
ignorados de manera deliberada por aquellos Estados sometidos a las
presiones de la iglesia, pero sobre todo aliado de un sistema político y
económico que mantiene a la población en la ignorancia, desinformada y
sumisa con el fin de impedirle alcanzar el empoderamiento ciudadano
indispensable para exigir el respeto de todos sus derechos. En este
escenario, las mujeres enfrentan la doble tarea de romper los estigmas y
demandar justicia.
Las mujeres no son ciudadanas de segunda sino parte fundamental y muy valiosa de la sociedad.
elquintopatio@gmail.com
Al compartir, agradeceré citar la fuente: http://www.carolinavasquezaraya.com
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