La Jornada
Ayer se cumplió un año del
sismo que causó graves daños en regiones del estado de México, Ciudad de
México, Morelos, Puebla, Chiapas, Oaxaca y Guerrero, y de menor
consideración en Michoacán, Tlaxcala y Veracruz, así como 368 muertos,
más de 3 mil lesionados y enormes daños materiales, sobre todo en casas
habitación y edificios habitacionales, pero también en plazas
comerciales, escuelas, edificaciones históricas y templos. Para colmo,
ese movimiento telúrico fue precedido por otro, ocurrido 12 días antes,
que afectó los territorios de Chiapas, Oaxaca y Tabasco, el cual había
dejado casi unos 200 muertos, 700 lesionados y la destrucción de más de
22 mil viviendas en esas entidades, además de daños en clínicas,
edificios públicos, comercios e iglesias, además de sistemas de
electricidad y agua, y tramos carreteros.
Aunque en una escala menor, en ambos desastres –que para efectos
humanos fueron uno solo– se repitió lo ocurrido exactamente 32 años
atrás a raíz del terremoto que diezmó varias ciudades del centro de la
República: la población dio muestras de una solidaridad y una capacidad
organizativa insospechadas, en tanto que las autoridades exhibieron
descoordinación, apatía, ineficiencia y mezquindad, y se pudo percibir
un hilo entre algunas edificaciones caídas o dañadas y prácticas
corruptas en la concesión y el control de permisos de construcción.
Una vez pasada la emergencia inicial, cuando habría debido
emprenderse la reconstrucción masiva de las viviendas destruidas, las
distintas entidades públicas involucradas, pertenecientes a los tres
niveles de gobierno, no fueron capaces ni siquiera de realizar una
estimación correcta de los daños, a la fecha miles de damnificados
siguen durmiendo en la calle, en refugios precarios o en casas de
familiares o amigos, y los millones donados por instancias públicas y
privadas del país y del extranjero fueron objeto de un manejo opaco que
ha hecho imposible conocer su monto, su administración y su aplicación.
Más allá de los fallecimientos, los daños materiales y la incierta y
exasperante situación que experimenta el sector de la sociedad que
perdió viviendas y sitios de trabajo, los terremotos de septiembre del
año pasado ponen a México ante la evidente necesidad de enfrentar y
combatir la ineficacia, la corrupción y el carácter omiso de
instituciones que habrían debido acudir en auxilio expedito de los
afectados.
A un año de esos trágicos sismos resulta impostergable emprender un
programa de reconstrucción riguroso y de las dimensiones adecuadas, así
como investigar y deslindar las responsabilidades de empresarios de la
construcción y de servidores públicos, responsabilidades que hasta ahora
han sido depositadas en un pequeño número de funcionarios y empleados
menores.
En suma, los gobiernos salientes –el federal, el capitalino y varios
estatales– han desperdiciado 12 meses y la reconstrucción sigue siendo,
en buena medida, una tarea pendiente. La exasperación de los
damnificados está plenamente justificada, en la medida en que han sido
condenados a un año de desamparo. Cabe esperar que las autoridades de
distintos niveles que tomarán posesión el próximo primero de diciembre
asuman ante esta tragedia una actitud claramente distinta y que el
programa nacional de reconstrucción anunciado ayer mismo por el
presidente electo, Andrés Manuel López Obrador, sea ejecutado con
prontitud, transparencia y eficacia.
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