Editorial La Jornada
El 26 de enero
Morena realizó un congreso extraordinario, a petición de una mayoría de
sus consejos estatales. En ese acto, realizado en la Sala de Armas de la
Magdalena Mixhuca, los congresistas votaron por que se cubrieran las
plazas vacantes en el Comité Ejecutivo Nacional, entre ellas la
presidencia de ese organismo, que desempeñaba Yeidckol Polevnsky,
secretaria general desde que el anterior titular, Andrés Manuel López
Obrador, actual jefe del Ejecutivo, fue postulado candidato
presidencial.
Para ocupar la posición recibió respaldo mayoritario el hasta
entonces diputado federal Alfonso Ramírez Cuéllar. En los días previos,
Polevnsky había amagado con desconocer el congreso y sus acuerdos,
postura en la que persistió después de realizado el encuentro, al punto
de anunciar que acudirá al Tribunal Electoral del Poder Judicial de la
Federación (TEPJF) para impugnar las decisiones referidas.
Éste es el capítulo más reciente de una crisis que tiene un innegable
componente de ambiciones personales y de pugnas por el poder y en la
que se reflejan además concepciones contrastadas sobre el rumbo de la
organización política y su dificultad para de-senvolverse en una
institucionalidad electoral anterior al 1º de julio de 2018 y diseñada
para el régimen neoliberal que resultó derrota-do en esa fecha.
Amplios sectores del partido en el gobierno han visto el primero de
esos factores tras el empecinamiento de Polevnsky por permanecer en el
cargo más allá de lo que marca el estatuto del partido; otros han
descalificado desde ese mismo ángulo la pretensión de Bertha Luján,
presidenta del Consejo Nacional, de contender por la presidencia
nacional. Un reclamo generalizado entre la militancia ha sido la
necesidad de recuperar el sentido original de partido-movimiento y
abandonar el derrotero meramente electoralista al que ha sido llevada la
organización.
Poco se ha reflexionado, sin embargo, sobre el vaciamiento de
dirigentes y cuadros que sufrió Morena como paradójico resultado de su
aplastante victoria electoral del año antepasado, sobre la presión de
grandes segmentos de la clase política tradicional que buscan
incorporarse o que se han adherido al instituto político, no por su
propuesta de nación, sino porque es visto, en la vieja lógica, como una
vía de acceso a puestos públicos, influencia, poder y dinero.
Debe señalarse, por otra parte, que la visión de partido-movimiento
choca frontalmente con una institucionalidad electoral diseñada, no para
auspiciar, sino para minimizar las diferencias ideológicas y
programáticas entre y dentro de las formaciones políticas, uncirlas al
arbitraje de órganos del Estado, como el Instituto Nacional Electoral
(INE) y el propio TEPJF, y convertirlas en entidades administrativas a
las que se les otorgan recursos tan cuantiosos como injustificados.
Al propio Morena, por ejemplo, el INE le había asignado para este año
más de mil 717 millones de pesos, cantidad que fue reducida en 75 por
ciento por el propio partido, cuya representación legislativa no logró
el acuerdo de las otras fuerzas políticas para disminuir, por ley, las
ofensivas prerrogativas económicas de que disponen.
La perspectiva crítica de Morena es preocupante no sólo para los
integrantes de esa formación sino para el país en su conjunto porque
actualmente es el partido gobernante y pese al insistente
posicionamiento presidencial de tomar distancia del instituto político,
parece probable que las pugnas partidistas acaben por contaminar, en
alguna medida, el quehacer del aparato gubernamental.
Cabe esperar que la crisis partidista se pueda resolver en apego a
los documentos básicos de la organización, a la legalidad nacional y,
sobre todo, a los principios fundacionales que enarbola.
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