Carlos Bonfil
Madre e hijo trabajan juntos la tierra, siempre en silencio, ensimismados en rutinas laborales como atender y ordeñar a sus tres vacas que, personalizadas con nombres cariñosos, se integran con naturalidad al ámbito doméstico, a la manera de mascotas. Cuando una de ellas queda atascada en el lodo, su rescate corre por cuenta de Elena (Elena Fernández), una joven veterinaria que pronto manifiesta un interés afectivo por el ex presidiario austero, sin jamás atreverse a manifestarle esa atracción, excepto mediante la música, con una canción (Suzanne) de Leonard Cohen, escuchada en la radio de un auto, sin que Amador comprenda nada de la letra, aunque en materia sentimental, le señala Elena, no es preciso llegar a comprender nada. De esta incomunicación humana, fincada en la discreción, el recelo y los silencios, trata esencialmente la película de Oliver Laxe, pues en rigor su trama es tan mínima que apenas ocuparía tres líneas de sinopsis.
Lo anterior no significa que no exista mayor interés aquí que en lo anecdótico. Todo lo contrario. Lo que arde es una de las experiencias estéticas más gratificantes de esta muestra. La fotografía espléndida de Mauro Herce transmite en su registro de atmósferas una incómoda sensación de desasosiego espiritual que guarda parentesco artístico con el cine de Tarkovski y también con el de Carlos Reygadas, en particular con Japón, su opera prima de 2002. Hay en la cinta el misterio inicial de la tala de árboles, luego el fuego incontenible que una vez más se apodera del bosque, y al final el cúmulo de viejos rencores colectivos en busca de un culpable real o de algún chivo expiatorio. Una comunidad hermanada aquí con la naturaleza, y como esta última, hostil y protectora, imprevisible siempre. Premio del Jurado en la sección Una cierta mirada, Cannes 2019.
Se exhibe en la sala 1 de la Cineteca Nacional a las 15:45 y 21 horas.
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