No pasa más de un día sin que el presidente López Obrador haga alusión a la “revolución de las conciencias”, ese cambio de mentalidad —de creencias, actitudes y conductas— acerca de la vida pública que, según él mismo explica, ha convertido al pueblo de México en uno de los más politizados y participativos en los asuntos colectivos.
Ese cambio ha sido no sólo un objetivo central del proyecto obradorista, sino también la base sobre la que se garantizan otros cambios y la consolidación de ciertas prácticas. Ya sea que lo vea como meta o como herramienta, hay pocas cosas en las que AMLO tenga tanta confianza y empeño como en lograr ese cambio ideológico-cultural.
A pesar de su papel centralísimo en el desarrollo y la consolidación del proyecto gobernante, el término, su significado y su importancia parecen escapar a la atención de los analistas. A muchos les parece que hablar de “revolución de las conciencias” es un recurso retórico, demagógico incluso, impreciso, inasible y carente de un correspondiente claro en el mundo real, todo lo cual lo convierte en un mote vacío imposible de estudiar o tomar en serio. Otros piensan que el mero hecho de usar esa frase o aceptar que signifique algo es una concesión inadmisible hacia el discurso obradorista. Los de vocación más tecnocrática desdeñan el término porque no apunta a un fenómeno cuantificable, no se trata de un cambio social que se pueda apreciar numéricamente o para el que exista algún instrumento de prueba. Pareciera, pues, un término más, sin referente empírico y atado a la subjetividad y conveniencia de quien lo emplea.
Sin embargo, el concepto mismo y su invocación constante plantean preguntas necesarias: ¿En qué consiste la llamada “revolución de las conciencias”? ¿Cómo se supone que debería ocurrir? ¿Tenemos indicios de que en este país haya habido en los últimos años un cambio en la ideología dominante que amerite ser calificado de ese modo? Quizá cada quien tenga respuestas distintas a estas preguntas, pero vale la pena comenzar un diálogo desde ese ángulo. Finalmente, hasta el más escéptico seguramente guarda alguna curiosidad acerca de si se vislumbra o si se ha consolidado un cambio cultural en la sociedad que habita.
A lo que AMLO se refiere con “revolución de las conciencias” es a un cambio en la ideología dominante —como sistema social de creencias y valores—, en el que son centrales al menos dos cosas: la concepción de la corrupción y nuestra manera de entender la democracia y la participación política. En los gobiernos anteriores, especialmente a partir de la llamada “transición democrática” la corrupción se entendía como una conducta individual, motivada por ambiciones y falta de escrúpulos personales, y de ese mismo modo se intentaba perseguirla y prevenirla —aunque nunca se haya logrado ninguna de las dos cosas—.
Se consideraba que la burocracia estatal era el centro generador de corrupción por excelencia, mientras que se adjudicaba una probidad casi absoluta a todo lo que se gestionara en la llamada “sociedad civil” o la iniciativa privada. Las “mordidas” y los sobornos menores a funcionarios públicos eran considerados los actos de corrupción por antonomasia, y a esas conductas e individuos iban dirigidas las campañas mediáticas —como #YoNoDoyMordida—, lanzada por la Coparmex.
El obradorismo, en cambio, entiende la corrupción como la enajenación del bien público en manos privadas. Es decir, el corazón mismo del proyecto neoliberal —adelgazamiento de las responsabilidades del Estado, socialización de las deudas y privatización de los bienes comunes— es, de entrada, corrupto. Por eso, para acabar con la corrupción no es suficiente educar individuos: se trata de cambiar todo un modelo de gobierno y la ideología que lo justifica. El cambio cultural más importante desde la llegada de AMLO a la Presidencia probablemente sea este: reconocer la corrupción como un flagelo estructural y no, como se asumía antes, como un rasgo inherente al carácter de los mexicanos.
La concepción de la democracia y la participación de la gente común en la vida pública también ha dado un giro en el proyecto obradorista. No se concibe la política como un área «de expertos», sino como una arena en la que tiene derecho y responsabilidad de participar cualquiera, pues lo público, por definición, concierne a todos. Esto ha implicado un cambio también en la manera como se concibe a las mayorías: mientras que antes se les veía como manipulables, impreparadas, desinformadas y, en suma, peligrosas, el ideario obradorista concibe que en la voluntad de las mayorías radica la columna vertebral de la democracia. Por eso es importante mantenerlas politizadas, informadas y defendiendo una postura en el debate público.
Cuando se le recrimina a AMLO el haber cedido demasiados ámbitos de poder a los militares, pues eso conlleva el riesgo de que, en un eventual regreso de la derecha al poder político, los militares se vuelquen contra el pueblo, la respuesta última del Presidente es que eso no sucederá si hay un cambio cultural lo suficientemente profundo. Como se ve, las apuestas están altas: en ese cambio se juega ni más ni menos que el futuro de la nación.
Los escépticos consideran que un cambio ideológico-cultural como al que alude AMLO es demasiado complejo para llevarse a cabo en sólo unos años. Sin embargo, considerando que el movimiento obradorista tiene raíces mucho más profundas que la elección de 2018, también podemos pensar, no que se gestó un cambio a raíz de que AMLO fue electo presidente, sino que AMLO llegó a la Presidencia precisamente impulsado por un cambio ideológico que se venía gestando desde tiempo atrás. Tampoco debemos olvidar que las ideologías coexisten con su opuesto y que no podemos esperar una homogeneidad completa —ni sería deseable—, pero tanto en las esferas más privadas como en las más públicas parece claro que la manera como concebimos a nuestra propia sociedad y nuestro papel en ella ha cambiado perceptiblemente de unos años para acá.
Violeta Vázquez-Rojas
@violetavr
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