En la conmemoración del
Día Internacional contra la Corrupción, el representante en nuestro país
de la oficina de Naciones Unidas (ONU) contra la droga y el delito,
Antonio Luigi Mazzitelli, destacó que varios estudios e índices globales
sobre corrupción e impunidad califican a México muy mal. Sigue siendo
el país con la puntuación más baja entre los países de la OCDE en lo que
se refiere a ambos flagelos.
Los hechos avalan tal
certificación, que confirman los múltiples escándalos en que se han
visto involucrados altos funcionarios, principalmente el propio Enrique
Peña Nieto, quien se burló de la sociedad mayoritaria con el
nombramiento de Virgilio Andrade como titular de la Secretaría de la
Función Pública (SFP), posición desde la que desvió las investigaciones
sobre la asociación corrupta del entonces gobernador del estado de
México con la empresa Higa.
El problema se agrava por los
altos índices de impunidad que se tienen en nuestro país, problema que
también destacó el funcionario de la ONU. Sin embargo, para el
secretario Andrade las cosas marchan muy bien, al extremo de que en la
reunión del G20 que se llevará a cabo en Gran Bretaña el año 2016, el
gobierno de Peña Nieto, dijo, “llegará con importantes avances” en el
establecimiento del sistema nacional anticorrupción.
Es obvio que el cinismo es
parte fundamental en el avance del flagelo, como ha quedado demostrado
en los últimos treinta años, comportamiento que se magnificó en el
actual sexenio. Ni que decir tiene que la corrupción y la impunidad, se
mantendrán al alza en lo que resta de la presente administración
federal. Los regaños provenientes del extranjero son mero formalismo,
porque a final de cuentas los principales beneficiarios del flagelo son
las grandes corporaciones trasnacionales: tienen abiertas las puertas de
la corrupción que les permite un usufructo barato de los principales
recursos naturales de México.
No es coincidencia que en el
estado de México haya una “política sistemática” de despojo del
territorio, agua, bosques y recursos naturales, en el marco de una
violación impune de los derechos humanos y colectivos de poblaciones
pobres y marginadas, como denunció el Centro de Derechos Humanos
Zeferino Ladrillero.
En conferencia de prensa se
denunció que incluso con violencia extrema se han impuesto
“megaproyectos” y desarrollos inmobiliarios en los que “siempre resultan
beneficiados los consorcios empresariales y las grandes corporaciones”.
Es cierto que tal práctica viene de sexenios atrás, como lo demuestra
el famoso caso de los comuneros de San Salvador Atenco, a quienes en el
desgobierno de Vicente Fox se quiso despojar de sus tierras para
construir el nuevo aeropuerto de la ciudad de México. Se volvió práctica
sistemática en la “administración” del entonces gobernador Peña Nieto.
Tal política pública es
consustancial al modelo neoliberal, que aquí en nuestro país encontró un
campo muy fértil. De ahí que mientras subsista será imposible poner fin
a la corrupción y a la impunidad. Lo que hacen organismos como la
oficina de la ONU contra la droga y el delito es llamar la atención a
los gobiernos que se pasan de la raya. Así como la DEA no trabaja para
combatir el narcotráfico sino para “ordenar” el mercado y evitar un
colapso irreparable, que condujera al caos en detrimento de los millones
de adictos en el mundo, del mismo modo el máximo organismo mundial
vigila que las naciones sigan las normas que marcan las principales
potencias globales.
Por eso es impensable, en el
actual estado de cosas en el mundo, que las naciones dependientes y
menos desarrolladas superen condiciones propias del subdesarrollo. Pudo
haberse dado un paso adelante después de la Segunda Guerra Mundial, pero
no se dio de manera global por el reparto que hicieron las potencias
vencedoras, Estados Unidos y la entonces Unión Soviética. A los
latinoamericanos nos tocó formar parte del marco geopolítico
estadounidense, con las terribles consecuencias que hemos sufrido desde
los inicios del siglo veinte, cuando la nación vecina enseñó su rostro
imperialista.
Las famosas reformas estructurales,
sobre todo la energética y la laboral, obedecen al móvil de facilitar
prácticas corruptas entre las altas esferas de la burocracia y los altos
mandos de las corporaciones empresariales. Allí es donde se da la gran
corrupción, la que más daña al país y de la que los medios electrónicos
jamás se ocupan. Esto no cambiará hasta que el régimen neoliberal sea
derrotado.
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