Luis Hernández Navarro
Otra vez, el fantasma
de Ayotzinapa llegó a Washington. Otra vez, un grupo de ciudadanos se
vieron obligados a solicitar a la Comisión Interamericana de Derechos
Humanos (CIDH) juzgar al Estado mexicano por graves violaciones a los
derechos humanos.
Apenas la semana pasada, un grupo de padres de familia y sus abogados
pidieron al organismo internacional que se responsabilice al Estado
mexicano por el incumplimiento de sus obligaciones internacionales
conforme a la Convención Americana y la Convención Interamericana para
Prevenir y Sancionar la Tortura.
Esta petición se originó en hechos ocurridos el 12 de diciembre de
2011, en Chilpancingo, Guerrero. Ese día, policías federales, estatales y
municipales se movilizaron para desalojar una manifestación pública y
pacífica de un grupo de estudiantes de la Escuela Normal Rural de
Ayotzinapa. A mansalva, los uniformados asesinaron a dos estudiantes y
detuvieron ilegalmente y torturaron a otro.
La denuncia ante la CIDH fue interpuesta por las familias de Jorge
Alexis Herrera Pino y Gabriel Echeverría de Jesús, ambos ejecutados, así
como de la de Gerardo Torres Pérez, normalista ilegalmente detenido y
torturado. Sus representantes ante el organismo internacional son el
Centro por la Justicia y el Derecho Internacional (Cejil), el Centro
Regional de Derechos Humanos José María Morelos y Pavón, la Red
Guerrerense de Organismos Civiles de Derechos Humanos (Red Groac) y el
Centro de Derechos Humanos de La Montaña Tlachinollan.
Según los demandantes, estos hechos ejemplifican algunas de las más
graves violaciones a los derechos humanos en México: la represión de la
protesta social, el uso desproporcionado de la fuerza, el empleo de la
tortura como medio de investigación y la falta de esclarecimiento y
sanción de violaciones graves a los derechos humanos.
La historia tiene cuatro años. El 12 de diciembre de 2011, los
estudiantes de Ayotzinapa se movilizaron a Chilpancingo para exigir una
reunión con el gobernador Ángel Aguirre Rivero y demandarle el
cumplimiento de los compromisos pactados con él en un encuentro previo.
El mandatario no sólo había eludido hacer realidad los acuerdos a los
que había llegado, sino que en varias ocasiones los había dejado
plantados. Así es que, ante la inminencia de las vacaciones decembrinas,
los normalistas decidieron presionarlo movilizándose.
Ayotzinapa llevaba tres meses en paro y se temía que fuera cerrada.
Los alumnos rechazaron el nombramiento de un director de la escuela
impuesto desde la Secretaría de Educación del estado, que carecía del
perfil que define la ley. Los maestros más corruptos y desobligados de
la normal rural respondieron al veto estudiantil suspendiendo labores en
apoyo al director repudiado, y exigieron que se le reconociera.
Dos meses antes de ese 12 de diciembre trágico, los estudiantes
aceptaron –en contra de sus tradiciones– que el gobernador Aguirre fuera
a la escuela. El deterioro del mobiliario escolar y de los dormitorios
era tremendo, y la alimentación de los alumnos en el internado, pésima.
En Ayotzinapa, el mandatario se tomó la foto y dio su palabra de honor
de apoyar
con todoa los jóvenes. Ofreció entregarles un autobús y un tractor, reparar el inmueble, proporcionar recursos para la producción agropecuaria y muchas cosas más.
Las semanas pasaron y Aguirre no sólo no honró su palabra,
sino que se escondió. Sin clases y con la amenaza de que la escuela se
cerrara, los muchachos decidieron presionar. Su demanda central era
entrevistarse con el gobernador, convocar a los alumnos de nuevo
ingreso, que se respetara la matrícula y que la selección de aspirantes
considerara como criterios que fueran de origen indígena, campesino y de
bajos recursos.
El 12 de diciembre de 2011, a bordo de varios autobuses, los
normalistas se dirigieron a Chilpancingo. Al llegar a Parador de Marqués
hicieron un mitin. Las distintas policías comenzaron entonces a
disparar a mansalva con armas de alto poder. Jorge Alexis Herrera Pino y
Gabriel Echeverría de Jesús cayeron muertos. Varios más fueron heridos.
En el ataque, Gonzalo Miguel Rivas Cámara, empleado de una
gasolinería ubicada en el lugar de la agresión policiaca, murió como
resultado de las quemaduras que le produjo un incendio provocado en la
estación de servicio. El trabajador pagó con su vida el tratar de apagar
el fuego.
De inmediato, sin prueba alguna, se quiso responsabilizar de la
trágica muerte de Rivas Cámara a los estudiantes de Ayotzinapa. En su
libro Los 43 normalistas que conmocionaron a México, el doctor
Arturo Miranda Ramírez narra cómo se dieron los hechos. Quienes
incendiaron la bomba de gasolina –dice el catedrático de la UAG– fueron
dos personas que no portaban el uniforme de la escuela, vestidos con
camisas rojas, que salieron de entre los policías. Uno vació una garrafa
de gasolina sobre una de las bombas y le prendió fuego. Ambos se dieron
a la fuga no hacia donde estaban los alumnos, sino en dirección al río
Huacapa, donde los policías les abrieron paso.
Según Miranda Ramírez, antes de llegar a vivir en Chilpancingo Rivas
Cámara trabajó en actividades de inteligencia para la Marina en
Veracruz, y en la capital de Guerrero combinaba sus labores en un
periódico con su trabajo de responsable de vigilancia de la gasolinería,
haciéndose cargo de las cámaras de video que allí había.
Pese a que la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) presentó un documentado informe de lo sucedido (http://goo.gl/avqKcb),
no hay un solo responsable de los asesinatos de los normalistas en la
cárcel. Peor: algunos de los testigos claves del caso han sido
asesinados. En diciembre de 2013 la institución lamentó que los
familiares de las víctimas
no han tenido un acceso efectivo a la justicia.
Esta ausencia de justicia abonó el terreno para que, el 26 de
septiembre de 2014, seis personas (tres de ellas estudiantes) fueran
ejecutadas extrajudicialmente y 43 normalistas de Ayotzinapa fueran
desaparecidos en Iguala. La impunidad alimenta la violación a los
derechos humanos. Por eso hoy hay una nueva solicitud de enjuiciar al
Estado mexicano en Washington.
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