Existe un factor importante para el análisis de esta reforma: El contexto político nacional actual.
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“México
pisó una mina, y esa mina explotó, provocando una corrupción
generalizada y desorganizada que ni el Estado puede controlar.”
Ésta es una frase de Edgardo Buscaglia, con la que certeramente ha
descrito la situación actual de México, en donde hoy sabemos que la
corrupción ha penetrado la estructura del Estado hasta niveles
inimaginables.
Lo mismo afecta a las instituciones de procuración de justicia que a
los municipios, los órganos electorales o a los funcionarios encargados
de ordenar la recolección de basura o cualquier otro servicio público.
El fenómeno se reproduce desde las “mordidas” que piden los agentes
de tránsito, hasta los contratos de licitaciones para grandes obras
públicas que un funcionario entrega a su amigo o familiar.
En 2013, según el Índice de percepción de la Corrupción que
publica la Organización para la transparencia Internacional, México
ocupó el lugar 106 de los 175 países evaluados en función de la
percepción de corrupción del sector público que tienen sus habitantes.
En 2014 los resultados entregados por el Índice continuaron siendo
preocupantes, pues México recibió la peor calificación entre los 34
países que integran la Organización para la Cooperación y el Desarrollo
Económico (OCDE).
El jueves 26 de febrero, la Cámara de Diputados aprobó por mayoría
el Dictamen con proyecto de decreto por el que se crea el Sistema
Nacional Anticorrupción, que intenta establecer un nuevo andamiaje
contra la corrupción, realizando modificaciones constitucionales
encaminadas a la persecución y sanción de este delito, mismas que se
encuentran muy lejos de las vigorosas disposiciones de Argentina,
Brasil, Chile e incluso República Dominicana.
Aunque la Iniciativa atiende y substancia el propósito compartido
por todas las fuerzas políticas de establecer nuevas bases para el
combate efectivo de la corrupción en México, estas modificaciones se
centran de manera excesiva en un enfoque punitivo de los actos de
corrupción, con lo que se repite la estrategia de “mano dura” que
aumenta penas, pero que no prioriza a fondo en el universo de actos,
esquemas corruptos y prácticas consuetudinarias que nunca llegan a ser
siquiera denunciadas.
A nivel internacional se han desarrollado diversas herramientas y
enfoques en materia de prevención efectiva de las causas de la
corrupción, así como la corrección de los procesos de la gestión
pública que se ven afectados por este enquistado mal social. La reforma
–si bien general-, tampoco abre camino a que las leyes secundarias
puedan abundar en estos detalles.
La organización Yo Contra la Corrupción ha hecho énfasis en que tal
y como ocurre con otros sistemas ya instituidos en México, la
iniciativa del Sistema Nacional Anticorrupción no desarrolla
adecuadamente dos cuestiones centrales para el éxito y aceptación
política y social de las reformas: La participación ciudadana y la
función y responsabilidades de los gobiernos municipales.
En el caso de la participación social, se limita a la selección de
cinco expertos como parte de un comité que, previsiblemente, sólo
tendrá capacidades de recomendación y no de definición de los alcances
y operación de dicho sistema.
En el caso de los gobiernos municipales, la reforma es omisa en
cuanto al reconocimiento del hecho de que la mayor parte de los actos
de corrupción ocurren a este nivel y les niega cualquier posibilidad
para proponer innovaciones, compartir experiencias y desarrollar los
esquemas más idóneos de vinculación y participación efectiva de la
sociedad civil organizada.
Además, existe otro factor sumamente importante para el análisis de esta reforma: El contexto político nacional actual.
La sociedad mexicana no sólo exige que las personas corruptas sean
destituidas de sus cargos o vayan a la cárcel, sino que ya no sea tan
sencillo cometer actos de corrupción y permanecer en la impunidad, pues
este hecho ha dañado gravemente al Estado, en todas sus dimensiones.
La principal omisión de esta reforma es que nadie, absolutamente
nadie está facultado para investigar los actos de corrupción del
titular del Ejecutivo, a pesar de que en lo que va del sexenio de
Enrique Peña Nieto se ha acentuado la corrupción en el país.
Por ello, a través de una reserva específica, plantee una
modificación al artículo 108 del dictamen, a fin de que el presidente
de la República, durante el tiempo de su encargo, pueda ser acusado por
desvío de recursos, corrupción y conflicto de interés.
Más allá de los 13 artículos que plantea el dictamen, que fueron
aprobados en lo general, la modificación del párrafo, sería una genuina
reforma anticorrupción.
Los escándalos de corrupción que han sido cubiertos por medios
internacionales como The Wall Street Journal y otras agencias
internacionales, ponen en evidencia que existe corrupción en el
gobierno federal, misma que beneficia con relaciones comerciales a
ciertos empresarios y a integrantes del gabinete Presidencial. Esta
modificiación, por supuesto, no fue aprobada por el PRI o el PAN.
La reforma no garantiza la disminución de la corrupción, es sencillo
decir a través de los medios de comunicación que este delito será
combatido a fondo, pero no se fijan plazos adecuados para la vigencia
de las leyes reglamentarias, mismas que pueden pasar a la congeladora
sin ser emitidas, además de que en el mismo cuerpo de las
modificaciones se establece que todas las personas que sean parte del
sistema anticorrupción serán nombradas o por el presidente, o por la
mayoría parlamentaria, que hasta el día de hoy no ha representado
dignamente al país.
¿Quién fiscalizará y sancionará al titular del Ejecutivo federal? A
pesar de la reforma, en materia de corrupción, la figura presidencial
seguirá gozando de absoluta impunidad.
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