Carlos Bonfil
La próxima vez, el fuego. No soy tu negro (I’m not your negro),
espléndido documental del realizador haitiano Raoul Peck, tiene una
génesis singular. Se construye a partir de las 30 cuartillas de notas
para un libro de ensayos, Remember this house (Recuerda esta casa),
iniciado en 1979, que su autor, el novelista afroestadunidense James
Baldwin, dejó inconcluso al morir ocho años más tarde, a los 63 años. La
estrategia del documentalista Beck consiste en recuperar material de
archivo poco conocido, entrevistas televisivas, discursos académicos que
semejan intervenciones en un mitin político, fotos fijas de los lugares
donde vivió el escritor y numerosos extractos de películas que informan
no sólo sobre la pasión cinéfila de Baldwin, sino sobre el modo en que
Hollywood llegó a cumplir, por largo tiempo, la triste tarea de
distorsionar y vilipendiar las vidas e identidades de muchos ciudadanos
estadunidenses, en particular las de las minorías étnicas y sexuales.
James Baldwin conocía el tema a la perfección por su propia condición de
homosexual y negro, un ser doblemente marginado en el país del
prejuicio triunfante.
La palabra de James Baldwin intriga y seduce, casi tanto como su
presencia física. La calidez que desentona con el radicalismo de sus
posturas antirracistas, también la mandibula generosa y los ojos
saltones, siempre alertas, que tanto favorecieron la comparación con una
de sus actrices favoritas, lo que llevó a Gore Vidal a señalar,
maliciosamente, que el defensor de los derechos de las minorías negras y
también autor de El cuarto de Giovanni, parecía
una mezcla de Martin Luther King Jr, y Bette Davis. En el show de Dick Cavett, ante millones de telespectadores, Baldwin evoca el estado de las relaciones entre blancos y negros a principios de los años 60, y entre la desesperación y la esperanza, elige sin grandes ilusiones la perspectiva de tiempos mejores, dejando claro que el negro siempre ha sido una invención incómoda de los blancos, y que tarde o temprano ellos tendrán que hacer algo al respecto, porque “la historia de los negros estadunidenses –sentencia– es la historia de Estados Unidos, y no es una bella historia”.
Parte de esa historia la resume Baldwin en su aproximación a las
vidas combativas de tres líderes negros. Se trata de Martin Luther King
Jr, Medgar Evers y Malcolm X, tres hombres más jóvenes que él y que en
principio debían sobrevivirle, pero que murieron, todos de modo trágico,
antes de cumplir 40 años. Lejos de elaborar las semblanzas de estos
activistas, de quienes sólo se señala la influencia intelectual y la
cercanía afectiva con el autor de Anda y dilo en la montaña, lo
que en realidad destaca el documental es el punto de partida de la
indignación de Baldwin en relación con todo el fervor racista. Se trata
de una imagen que, durante su autoexilio de nueve años en París, el
escritor descubre en los diarios: la joven estudiante afroestadunidense
de 15 años Dorothy Counts acude por vez primera a una preparatoria en
Charlotte, Carolina del Norte, en 1957, dentro de un primer programa de
integración racial, y ahí es sometida al escarnio de sus condiscípulos
blancos: insultos, pedradas, escupitajos: el odio racista en su
expresión más elemental, el último eslabón en una larga tradición de
irracionalismo. Escuchemos a la madre de uno de esos retoños racistas:
Dios perdona el crimen, perdona el adulterio, pero lo que a Dios no le gusta es la integración racial. Y ese odio lo alimentan a diario las representaciones mediáticas de los negros, eternamente risueños y serviles, de quienes siempre se espera gratitud y una abnegación resignada.
El cineasta revisa el archivo fílmico y destaca la cinta Fuga en cadenas (The defiant ones, Kramer,
1958), con Sidney Poitier y Tony Curtis, donde el generoso sacrificio
de un negro limpia el honor de un racista arrepentido. O La diligencia (Stagecoach,
John Ford, 1939), frente a la cual el adolescente Baldwin aplaude las
hazañas exitosas de John Wayne sobre los indios desalmados, consciente
apenas de que así celebra su propia opresión y la de sus semejantes. O
el capital de vergüenza y auto escarnio racial en el melodrama Imitación de la vida (Imitation of life,
primera versión de John M. Stahl, 1934). La edición impecable de
Alexandra Strauss organiza muy bien el catálogo de todas esas
posverdades fílmicas que con tanto tino prefiguraron las falacias
actuales en Estados Unidos.
El retrato de Baldwin resulta, sin embargo, incompleto: faltan las
múltiples facetas literarias, la primera vocación de predicador
religioso, los viajes de formación a Francia, la fructífera complicidad y
las polémicas con las élites intelectuales blancas, la valentía del
homosexual negro sin paciencia para permanecer en el clóset. Se
privilegia, en cambio, el perfil del activista político, su lucidez
asombrosa y su capacidad de indignación. Esto último resume, tal vez,
buena parte de todo aquello, y de cualquier modo invita al cinéfilo a
ver en la obra de James Baldwin una lectura tan urgente como
insoslayable.
Se exhibe en salas de Cinemex, Cinépolis y la Cineteca Nacional.
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