Por
José Gil Olmos
Hace 18 años que el PRI no tenía una crisis de credibilidad como
ahora. En el 2000 esta crisis estuvo acompañada por fuertes
enfrentamientos entre diversas corrientes internas que, aunado a la
desconfianza ciudadana, los llevó a la derrota y pasar al tercer lugar
como fuerza política nacional.
Hoy pareciera que el PRI está nuevamente en el camino de la derrota
por circunstancias similares. Y ante esta situación apremiante y la
falta de priistas probos es que la actual dirigencia nacional busca un
“simpatizante” que pueda abanderar la candidatura presidencial en el
2018.
Este “simpatizante” no cumple los requisitos estatutarios de 10 años
de militancia ni haber tenido un puesto de elección popular y por eso es
que habrán de cambiarse estas reglas en la próxima asamblea nacional y,
de esta manera, abrir la puerta a personajes como Aurelio Nuño y José
Antonio Mead en la lucha por la candidatura presidencial.
De hecho, ya existe una propuesta al respecto que se encuentra en
manos de la dirigencia nacional del PRI según la cual “los simpatizantes
podrán participar en los procesos de selección y postulación de
candidatos cuando así lo apruebe el Consejo político nacional y lo
prevea la convocatoria”.
En víspera de la 22 asamblea nacional a realizarse el próximo 12 de
agosto, los grupos que votarán a favor y en contra de esta apertura
están perfectamente definidos: en una parte los que tienen una carrera
partidista y exigen se respeten las reglas de selección de los
candidatos para el 2018, y de la otra los llamados tecnócratas que desde
1988 se apoderaron de la selección del candidato presidencial y tomaron
el gobierno para su usufructo, muchos de ellos provenientes del ITAM.
Hoy la lista de nombres de priistas que aspiran a la candidatura
presidencial no tiene buena fama pública porque o están vinculados a
actos de corrupción e impunidad o son vistos como parte de las mafias
que se han creado alrededor del crimen organizado.
La corrupción y el pésimo gobierno de Enrique Peña Nieto ha llevado
al PRI a perder cinco millones de votos –uno de ellos en el Estado de
México— en los últimos cinco años y a ser derrotado en entidades
emblemáticas como Veracruz, Tamaulipas, Chihuahua, Durango y Quintana
Roo.
Cuando Peña Nieto inició su gobierno el PRI dominaba 65.2% de los
estados, pero ese poder volvió a descender tras las últimas elecciones a
15 gubernaturas, que representan menos de la mitad del territorio y de
la población nacional.
Peña Nieto no es un buen referente para el PRI en las elecciones del
2018 pues su carga negativa lo ha llevado a tener la peor imagen de un
jefe del ejecutivo ante la ciudadanía, desbancando al presidente Ernesto
Zedillo que en el 2000 también fue una de las causas de la derrota de
su partido.
Esa honestidad, cuestionada por la ciudadanía, es precisamente la que
no tiene Peña Nieto ni los otros priistas para ganar la elección
presidencial del 2018. La corrupción que ha marcado la vida personal de
quienes dirigen el país ha generado la animadversión social y ha cobrado
una factura onerosa en las urnas.
Es por ello que las aspiraciones del PRI de repetir la victoria en el
2018 se centran ahora en encontrar un simpatizante que esté alejado de
las malas cuentas que deja el peñismo. El problema para el PRI es que ni
siquiera entre sus simpatizantes hay quien cumpla con este requisito
pues hasta ahí ha salpicado la corrupción, ineficacia, injusticia y el
fracaso de este gobierno que terminará con más de 100 mil muertos, más
pobreza, desempleo y marginación social.
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