La complejidad de su análisis se acrecienta por su espectro social
homeostático, amplio en protagonistas: mandarines, fuerzas represoras,
intelectuales, dirigentes de izquierda y estudiantes, por mencionar sólo
algunos. Su notable carga ideológica es otro factor que complica el
esfuerzo por esclarecer interrogantes orientadas a desentrañar su
verdadero valor agregado histórico.
Para mencionar lo obvio, las experiencias asociadas a esta revuelta
variaron en intensidad según las categorías sociales de las personas
implicadas, ya fuera por sus orígenes, por sus convicciones políticas o
religiosas, por sus orientaciones sexuales e incluso por sus edades, con
un claro efecto transversal.
Por lo tanto, esta multiplicidad de experiencias no puede reducirse a
un movimiento sociopolítico y cultural en sentido estricto, toda vez
que la revuelta del 68 milita de manera concomitante con muchas otras
vertientes de la década que, por su profundidad, coadyuvaron a provocar
una de las crisis sociales de mayor envergadura que hayan estremecido a
nuestra sociedad en el tiempo reciente.
Las crisis culturales suelen expresarse desde movimientos
multisectoriales y encrucijadas que se desplazan a través de fronteras
sociales. Esto es especialmente cierto en lo que respecta al cisma de
los sesenta. Una mejor perspectiva permitiría referirse más a esa década
que al propio movimiento del 68. Por ello atribuir el origen de la
transformación social mexicana en forma exclusiva al movimiento
estudiantil significaría incurrir en un análisis reduccionista, lo que
conduciría a resultados inexactos. Sin soslayar la importancia del
movimiento, existen otras dimensiones, unas más explícitas que otras,
que también singularizan la época.
El análisis cultural resulta particularmente útil y no se reduce a la
mera exploración de conductas sino a los rituales, a las prácticas
simbólicas, a las expresiones colectivas y, sobre todo, a los procesos
de aculturación del movimiento, en los que resaltan los fenómenos de
recepción y de absorción sociales. En ellos se advierte claramente una
alteración de percepciones y sensibilidades, tanto individuales como
colectivas.
Esta alteración resulta primordial, pues la evolución de los
fundamentos que determinaban el comportamiento colectivo, los cuales
balizaban las prácticas colectivas de nuestra sociedad, empezó a
desfasarse ante las perturbaciones sociales y la emergencia de un nuevo
género de vida. Las prácticas individuales y colectivas comenzaron a
registrar una metamorfosis significativa, con lo que el corpus social
adquirió una nueva morfología.
El propósito de este ensayo no es apologizar las exequias de los
eventos del 68 ni componer una vulgata sobre el movimiento estudiantil,
toda vez que se trata de acontecimientos que no admiten una lectura
unívoca y, menos aún, dogmática, sino que, por lo contrario, exigen
lecturas proteiformes. El dogmatismo iría a contracorriente de una
revuelta que impulsaba el pensamiento crítico.
La plétora de lecturas actuales conlleva exégesis tan divergentes
como plurales, muchas de ellas empero insuficientes para explicar la
movilización social de miles de citadinos. Existe plena coincidencia en
los hechos; las fuertes discrepancias y el análisis relevante radican en
las causas. El énfasis no reside en estos eventos específicos, sino en
la forma en la que han sido interpretados.
Las metamorfosis
Las transformaciones de entonces detonaron procesos sociales cuyas
consecuencias son perceptibles en la actualidad. La consecuente
efervescencia subvirtió los códigos culturales e introdujo una nueva
narrativa de normas que regirían en adelante el comportamiento
colectivo. En la época imperaban los estereotipos sociales, y en ellos
difícilmente el individuo podía identificarse, a no ser que claudicara
en la conquista de su libertad.
Asimismo, las estructuras sociales adolecían de una desadaptación
generacional palpable que se convirtió justamente en el fermento de la
rebeldía. Los movimientos culturales que se iniciaron en los años
cincuenta, percibidos entonces con displicencia como insignificantes,
cobraron un fulgor insólito en la década siguiente. Éstos se
significaron por sus innovaciones, que se desarrollaron con una
sincronía y celeridad universales inéditas (Arthur Marvick).
En una aproximación inicial puede constatarse que la rebelión
estudiantil del 68 desarrolló en México el mito de la juventud como
actor privilegiado del cambio social; mito que proviene de finales del
siglo XIX europeo. (Michel Gauchet).
Otro de los argumentos igualmente esgrimidos es el relativo a la
sustanciación del análisis en torno a la idea de generación del 68. La
falta de homogeneidad dentro del amplio espectro que componía a la
juventud mexicana impide empero formular generalizaciones y cimentar con
ello un enunciado generacional único; al contrario: su carácter
heterogéneo multiplica las premisas. Dentro de esta diversidad fue la
vivencia y no la edad la que resultó relevante. El único común
denominador lo conformaron las experiencias compartidas.
Este movimiento fue esencialmente urbano, factor que contribuyó a
transfigurar la manifestación callejera en expresión política y conferir
al ágora un carácter simbólico al convertirla en un enclave donde se
daría en lo sucesivo la confrontación entre diferentes culturas
políticas y las luchas correlativas. De esta manera la ciudad devino
espacio público de coexistencia social para debatir expresiones
conflictuales o cohesionar las convergentes, así fuera de manera
superficial y efímera.
En las expresiones convergentes el movimiento logró federar energías
liberadoras y se transfiguró por ello en un catalizador de varias crisis
culturales concomitantes con significados, naturaleza y orígenes
diferentes. Como portador de estos significados, fue el vehículo idóneo
para la reverberación de la memoria colectiva. Su originalidad sin
embargo no le era propia; antes bien, para mencionar lo obvio, su
carácter fue híbrido.
Aun cuando el movimiento careció del poder de asolamiento que
tuvieron otros eventos históricos nacionales, pudo adquirir consistencia
por efecto de su condensación y amplificación; fue precisamente la
condensación de episodios sucesivos lo que causó estupefacción en los
mandarines políticos, quienes, en la confusión, le atribuyeron a la
revuelta una contingencia desproporcionada: la subversión del status
quo. La intensidad del movimiento provocó su amplificación, mientras que
el efecto mediático contribuyó a darle un mayor vigor dramático.
El Zeitgeist cultural empezó a desplazar su centro de gravedad, lo
que se hizo patente en especial por lo que respecta al principio de
autoridad y a los vínculos jerárquicos y patriarcales vigentes en todo
ámbito de poder, inclusive en el familiar. Estos vínculos jerárquicos,
que fundaban su legitimidad en la sumisión y en las tradiciones,
estuvieron sujetos a una recomposición –a una fractura, podría decirse–
en un claro proceso de autoafirmación.
Era predecible que, ante la acometida antiautoritaria, las
tradiciones se vieran confrontadas por temas tan sensibles como los
relativos al pudor, el cuerpo o el placer, que son expresiones de
fundamentos sociales como el nacimiento y la sexualidad. La concepción
natal se vio alterada como consecuencia del desarrollo y amplia difusión
de los métodos anticonceptivos, que desasociaron la reproducción del
comportamiento sexual, y la sexualidad de la nupcialidad. De este modo,
lo que podía conturbar en un momento dado a las buenas conciencias
pasaría súbitamente como benigno, incluso como anodino.
Por lo demás, las interacciones individuales transitaban con fluidez
de lo privado –o más exactamente de lo íntimo– a lo colectivo, lo que
creó una profunda combadura social. El énfasis es necesario: la revuelta
del 68 no particulariza el inicio de un nuevo ciclo en las costumbres,
pero sí impele evoluciones culturales y sociales.
Por lo anterior, la rebelión del 68 no se significó por ser un
movimiento fundacional sino, más bien, sintomático; lejos de ser
revolucionario o incluso modernizador, se manifestó de manera reactiva.
Además, su orfandad de epopeyas lo constriñó a procurarse afanosamente
una filiación con las luchas sociales. Su ideario estuvo en gran medida
animado por filósofos como Herbert Marcuse (1898-1979), que permearon
los análisis de los comportamientos sociales e individuales de la época.
En lo que atañe al feminismo, fue en la década de los sesenta cuando,
en su lucha secular por la emancipación, se vio propulsado por la
liberación de la sexualidad respecto del desposorio; se inició el
debate, aún inacabado, sobre el aborto, lo que impulsó el desarrollo de
las primeras legislaciones en la materia. La jurisdicción acerca del
tema en los países de tradición anglosajona empezó a tomar un nuevo
rumbo.
Por su parte, la narrativa en torno a la equidad de género tuvo sus
primeras expresiones legales, mientras que la incorporación de las
mujeres al mercado de trabajo se constituyó en un fermento cuyas
repercusiones aún se observan con intensidad en nuestra época (Bénédicte
Delorme-Montini).
La liberación de la palabra
En su análisis en torno al Mayo francés del 68 el historiador jesuita
Michel de Certeau (1925-1986) sostuvo que una de las características de
ese movimiento fue la requisa de la palabra y su consecuente
liberalización. El resultado, dijo, fue una ruptura creativa;
diagnóstico que resulta válido para otras latitudes, si bien con
especificidades propias como en el caso del movimiento mexicano.
En efecto, se gestó una efervescencia verbal que provenía de varios
flancos, especialmente del gubernamental y del estudiantil. El primero
alternó con una franca afasia de muchos agentes del sistema. El poder
recurrió al único lenguaje que articulaba con destreza: el de la
violencia política. La acción del Estado terminó por brutalizar el
comportamiento político y privilegió la irracionalidad policiaca junto
con la intervención castrense desaforada.
De la efervescencia verbal estudiantil la única reminiscencia que
perdura es la liberación de la palabra. El lenguaje prosopopéyico y
engolado de los mandarines de la época, aislado del lenguaje social,
evidenciaba el carácter arbitrario de los convencionalismos y la
condición ficticia de las justificaciones sociales. La emancipación de
la palabra en México trajo consigo la introducción de prácticas profanas
y espontáneas del habla y de la lengua. Así, las expresiones
conservadoras, rígidas y farragosas, fueron sustituidas por otras
irreverentes, corrosivas e insolentes, libres; fenómeno que escandalizó a
la élite.
Propio de una expresión urbana, el grafiti se convirtió rápidamente
en parte del paisaje citadino. Quizá su antecedente sean las brigadas de
pinta a cargo de Manuel Mirón y Francisco Carreño Guzmán, auspiciadas
por Francisco J. Casillas, cuyo crédito se encuentra asentado en la
resolución del 19 de agosto de 1968 del Comité de Huelga del Instituto
Politécnico Nacional.
El grafitero remodeló el espacio público y sus inscripciones
revelaron el ambiente que prevalecía en la ciudad. El nuevo lenguaje
apostillado en las pancartas, en las mantas y en los muros permitió una
comunicación directa y horizontal con la sociedad. Jean Paul Sartre lo
resumiría así: hay que escribir para la época.
La aspiración de esta escritura –colectiva y anónima a la vez– era
darles voz a quienes carecían de ella, así como representación a los
dominados en la escena política. El anonimato del grafiti impidió empero
un análisis sociológico de sus autores, de las condiciones sociales de
su producción y, más aún, de su recepción. Pese a la naturaleza críptica
y aun enigmática de esta escritura intransitiva, pudo observarse una
clara escisión entre la fuerza de la palabra escolástica y la popular.
En esa década era pues advertible un lenguaje común: todo un código
compartido con signos reconocibles pero que careció de un proyecto
conceptual de transformación de la sociedad mexicana. En efecto, por más
seductora que pudiera haber sido esta retórica –atributo debido en gran
parte a su radicalidad–, resultó inconexa con la realidad mexicana, y
fue precisamente ese radicalismo utópico lo que la llevó a ufanarse de
que todo era asequible.
En este lenguaje se privilegiaron las proclamas sobre las propuestas.
Éstas últimas terminaron por constreñirse a la futilidad de
sentimientos de exaltación. Por sobre el texto escrito prevalecieron las
imágenes de alto contenido dadaísta, y en las protestas sociales
proliferaron signos y sonidos que se constituyeron en distintivos del
movimiento del 68. De esta revuelta permanecen sus sueños, sus utopías
estrafalarias, pero también sus colores y su atmósfera.
La década de los sesenta
El año 1968 se caracterizó en diversos países por revueltas y
movimientos cuyo sincronismo y duración causaron desasosiego en sus
contemporáneos. La rebelión estudiantil mexicana se imbricó en esos
otros contextos internacionales, caracterizados por su simultaneidad,
por su circulación y transferencia de protestas, que resultaban
variopintas y respondían a circunstancias muy propias.
Una de las referencias importantes de la época es la Guerra de
Vietnam, que se vio adosada por protestas de toda índole, muchas de
ellas realizadas en los campus universitarios. En el caso de los Estados
Unidos, las mutaciones sociales en esos recintos, tanto en lo que
respecta a la militancia multiforme de éstos como a sus variadas
fórmulas de movilización y su trasposición a otros enclaves nacionales,
no hizo más que evidenciar una enorme porosidad en las sensibilidades
socioculturales en el ámbito universal; fenómeno que en alguna forma
explica el sincronismo de los eventos registrados en el 68
(Jean-Francois Sirinelli).
La de Vietnam fue la primera conflagración bélica que acaeció en los
nuevos tiempos mediáticos. Los mass media vehicularon imágenes de otras
latitudes y alimentaron a la sociedad de masas con nota distintiva
ampliamente conocida: una desagregación de los contextos tradicionales,
como lo era la cultura popular, expuesta a esos medios, fortalecidos a
su vez por las nuevas tecnologías. Tal disociación creó un nuevo vínculo
individual, sin mediación alguna de éstos con la sociedad de masas
(Jean-Pierre Le Goff).
Era pues esperable en ese contexto que la resonancia mediática le
confiriera mayor dramatismo al conflicto bélico. Ello provocó no
solamente una asimilación política, sino la gestación de todo un vector
de capilaridad social. Artistas, intelectuales y estudiantes se vieron
súbitamente inmersos en las atrocidades de la guerra y fueron convocados
a la protesta universal.
Por primera vez se constató una interacción entre la cultura de masas
y los conflictos bélicos de la época. La generación de entonces fue la
primera en quedar expuesta a un sinnúmero de imágenes y de sonidos
atroces que terminaron por impregnarla. Su instrucción política se
realizó en estas condiciones y las formas contestatarias migraron con
facilidad de entornos que favorecieron la construcción de otros modelos
igualmente contestatarios, bajo contextos ideológicos muy diversos.
El conflicto de Vietnam no fue un evento aislado. Estuvo antecedido
por efemérides sociales importantes a inicios de la década de los
sesenta. En Japón se escenificaron las manifestaciones y protestas más
importantes después de la Segunda Guerra Mundial; el motivo: la
renovación del tratado de cooperación mutua y seguridad con los Estados
Unidos, conocido como Anpo. Una de las consecuencias de este movimiento
fue el fortalecimiento del Zengakuren (Zen Nihon Gakusei Jichikai
SÕrengÕ), de tendencia izquierdista, que tendría posteriormente un papel
preponderante durante las protestas contra la intervención armada en
Vietnam.
En los Estados Unidos la oposición a la guerra, que cobró vigor en
1964, y el movimiento en favor de los derechos humanos de 1967,
produjeron una gran efervescencia en el norte del país. En pleno
paroxismo fueron asesinados Martin Luther King, el presidente John F.
Kennedy y su hermano Robert. La ciudad Chicago registró disturbios sin
precedentes durante la convención del Partido Demócrata e hizo su
aparición la guerrilla urbana Black Panters.
Otros eventos se sucedieron en forma vertiginosa en el plano
internacional: En Europa, por citar sólo algunos de ellos, la Primavera
de Praga, cuya euforia por el cambio social y el ensueño de restaurar la
primera república de Tomás Masaryk, culminó en agosto de 1968 con el
ingreso a Checoslovaquia de los tanques del Pacto de Varsovia. Al
movimiento francés de mayo habría que añadir el ultraizquierdista de los
provos en los Países Bajos, y en Alemania de la Federación Socialista
Alemana de Estudiantes (Sozialistischer Deutscher Studentenbund) bajo el
liderazgo de Rudi Dutschke (Bibia Pavard).
La represión
En la época era una práctica sistemática la obtención de
declaraciones primero mediante tortura en las siniestras mazmorras de la
Dirección Federal de Seguridad, y posteriormente ante la autoridad
ministerial. Los testimonios y los partes de los agentes
gubernamentales, así como los reportes de los delatores infiltrados en
las diversas organizaciones políticas y estudiantiles, son empero de
gran utilidad para el análisis de la historia del tiempo presente.
En el movimiento convergieron personajes y agrupaciones de ideologías
muy diversas; basta recordar el mitin celebrado en la explanada de la
Rectoría el 20 de agosto de 1968, como consta en el parte rendido en esa
fecha por la Policía Judicial Federal.
Los reportes de los agentes infiltrados tenían una intencionalidad
perversa: legitimar la represión. Ellos se empeñaron en sostener que el
movimiento estudiantil pretendía sabotear los Juegos Olímpicos que se
realizarían en el país en pleno año del conflicto; aprovechar la
fogosidad de los jóvenes para subvertir el orden público; convocar a una
huelga general y, en el colmo del despropósito, derrocar al gobierno de
Gustavo Díaz Ordaz para instaurar en México un régimen comunista. Estas
aseveraciones fueron negadas sistemáticamente por el Consejo Nacional
de Huelga.
Los testimonios rendidos por los inculpados, quienes en su mayor
parte fueron asesorados por el abogado José Rojo Coronado, oscilaban en
dos extremos: por un lado la franca negación, incluso la aparente
desmemoria, como en lo concerniente a la ubicación de los inmuebles de
las calles de Mérida 186 y Córdoba 95, en la Ciudad de México, donde se
encontraban respectivamente las sedes del Partido Comunista Mexicano,
así como de las Juventudes Comunistas y de la Central de Estudiantes
Democráticos, respectivamente; por el otro, la reivindicación de la
garantía de libre asociación prevista en la Constitución política del
país.
Existen empero varios comunes denominadores: la negación de cualquier
paternidad en cuanto a la elaboración de folletos y propaganda, así
como de cualquier pretensión de adoctrinamiento, si bien la redacción de
materiales como el relativo al primer Congreso de la Unión Nacional de
Estudiantes Revolucionarios, celebrado a principios de julio, se
atribuyó a distinguidos académicos de la Facultad de Ciencias Políticas y
Sociales de la UNAM y al escritor José Revueltas, quien encabezaba el
grupo El Obrero Militante (parte del 20 de agosto de la Policía Federal
Judicial).
Entre las referencias de este documento destacan por una parte las
figuras de Revueltas y Heberto Castillo, y por otra la de eminentes
universitarios cuya templanza y entereza se probaron en esos momentos
aciagos.
El testimonio de Revueltas pertenece a las páginas memorables de
nuestra historia reciente: ante la autoridad ministerial, y en su
declaración vertida en un consignamiento clandestino, como él lo llamó,
destacó su militancia comunista desde la edad de 14 años, su reclusión
en las Islas Marías y una disertación acerca de las razones por las que
era contrario al régimen. Explayó asimismo sus convicciones en favor de
la transformación radical de la sociedad, admitió que participaba de
manera plena en el movimiento y asumió la responsabilidad moral por los
disturbios estudiantiles, entre otros muchos argumentos; una declaración
que incluso amplió y ratificó ante la jurisdicción.
Para el resto de los inculpados tampoco valió argumento alguno; el
sistema tenía necesidad de exorcizarse y la sentencia fue pródiga al
respecto. La represión fue selectiva, pero el fundamento seguía siendo
el mismo. Se recurrió para ello a los delitos de la época: incitación a
la rebelión, asociación delictuosa, sedición, daño en propiedad ajena,
ataques a las vías generales de comunicación, robo de uso, despojo,
acopio de armas, homicidio y lesiones, falsificación y uso de documentos
falsos, entre otros.
Epílogo
Las interrogantes que subsisten a 50 años de la revuelta del 68 son
múltiples. En una vertiente, resulta difícil explicar de qué manera las
tensiones sociales y conflictos bélicos como el de Vietnam pudieron por
sí solos desatar protestas casi simultáneas a escala mundial y sin que
mediara en ello crisis económica o ideología común identificables en
condiciones sociales tan diferentes de un país a otro.
El perímetro histórico de la presente revisión se hace expansivo por
la simultaneidad de los movimientos estudiantiles en el contexto
universal. Lo que es un hecho es que este sincronismo en los eventos
entretejió memorias colectivas concurrentes (Paul Berman).
Este ensayo aspira a darle un significado y una especificidad al
movimiento del 68. Para ello la aproximación cultural resulta
especialmente valiosa, más aún cuando se entrecruzan temporalidades
diferentes: una secuencia histórica de largo aliento con otra de corto
plazo.
Se puede formular una conclusión inicial: el movimiento del 68
encontró su identidad en eventos sucesivos que se agotaron en una
deflagración y fueron producto de un espasmo social de frustración y
angustia, pero también de esperanza, de romanticismo, de energía y de
exuberancia. El movimiento se insertó sin duda en el epicentro de un
cisma social, político y cultural.
La revuelta del 68 logró consolidar la protesta aun cuando ésta era
poliforme, y legitimó con ello la rebeldía. En los días que corren se
anticipan por doquier celebraciones cuyo propósito último es sublimar el
movimiento en su cincuentenario, aunque en estas iniciativas prevalece
un aire de nostalgia, una melancolía difusa por un pretérito idealizado.
Y es esta melancolía la que remite a las imágenes del 68 esterilizadas
por la brutalidad policiaca y la intervención castrense.
El movimiento del 68 se convirtió en la referencia de la crisis
social mexicana, con algunas consecuencias identificables: su
intensidad, que causó una verdadera explosión; su lenguaje, que irrumpió
bruscamente en el espacio público, y un efecto catalizador cuya
verdadera dimensión se percibe si se entreveran diferentes
temporalidades.
La función de la historia es ahora la reconstrucción de los trágicos
eventos; la de la memoria colectiva, en su travesía por periodos
históricos y diferentes disciplinas, es actualizarlos en el tiempo
presente.
Ambivalente y trágica, la historia transcurre en caminos pedregosos,
plagados de conflictos y contradicciones, lo que conduce a una reflexión
final: Ninguna persona puede decretar certidumbres que permitan
predecir cuál es la única vía y, menos aún, cuál de ellas es la
acertada.
*Doctor en derecho por la Universidad Panthéon-Assas.
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