Autor: Marcos Chávez * @marcos_contra
Las crisis política y social que vive México tienen un origen económico. El país enfrenta actualmente la misma tragedia neoliberal que vivieron los países de América del Sur en las décadas de 1980 y 1990. La violencia no cesará porque es intrínseca al neoliberalismo, modelo que han abrazado los últimos gobiernos priístas y panistas. En el panorama, más exclusión y empobrecimiento de las mayorías. En el desempleo ya se encuentran 36.8 millones de personas, equivalente al 71 por ciento de la población económicamente activa, estimada en 52.1 millones. Más de 300 mil trabajadores deciden irse del país cada año. Los salarios han perdido el 76 por ciento de su poder de compra. En la miseria, la pobreza o la vulnerabilidad por carencias sociales, 94 millones de mexicanos, el 80 por ciento de la población
Aquel príncipe que se apoya
íntegramente en la fortuna, cae según ella cambia […] Si la fortuna
cambia y los hombres permanecen obstinados en sus procedimientos, ellos
prosperan mientras la una y los otros concuerdan, y no prosperan cuando
entran en discordancia
Maquiavelo
ero el deshonor de este tiempo nos
toca la frente con dedos/ quemados y/ ¿quién borrará lo inflexible que
tuvo la sangre inocente?
Pablo Neruda
Una vez aprobados los ajustes
estructurales –sobre todo el energético, reprivatizador y
extranjerizante–, se suponía que se despejaría el panorama económico
del país y éste traería a una mayor velocidad el crecimiento en lo que
resta del actual sexenio; dinámica que, asimismo, garantizaría la
continuidad transexenal priísta, con el viejo ropaje videgaryano, y más allá.
Ello en virtud de los efectos placebo y Pigmalión, asociados a las supuestas expectativas generadas por los cambios estructurales, los cuales deberán de metalizarse, con el tiempo, en el becerro de oro de la inversión extranjera; en un caudal de dólares, cuyo torrente incontenible arrastrará inevitablemente a la nación, ahora sí, hacia el platónico paraíso perdido del bienhechor “mercado libre”, con todo y su mano invisible dolorosamente torturada por el mal de Parkinson.
Hacia el espejismo inasible del crecimiento sostenido y el bienestar
prometido por los neoliberales desde que asaltaron el poder, y el cual,
después de 31 años de incesantes reformas, de la misma naturaleza que
las recientemente sancionadas, patéticamente se ha evanescido espectralmente a cada tanto, cíclicamente, a golpes de mortales desastres económicos y sociopolíticos oficialmente inesperados.
Teóricamente, cualquier expectativa
razonablemente creíble, debe de sustentarse en una cierta dosis de
veracidad. En una interpretación y proyección meridianamente objetiva
de la realidad para asegurar, en la medida de lo posible, aún con las
contingencias, la viabilidad de las soluciones propuestas a los grandes
problemas nacionales. De lo contrario se reducirán a simples
suposiciones del porvenir, basadas en necias esperanzas irracionales,
en insensatos y aviesos actos de fe. Así sucedió con la cacareada era rosada peñista.
Trágicamente, las esplendorosas
expectativas gubernamentales se pudren rápida y brutalmente, apenas a
unas cuantas semanas después de inauguradas, si se toma como punto de
partida el 12 agosto, fecha en que entraron legalmente en vigencia las
nuevas leyes secundarias energéticas. Merced a una combinación de
factores imprevistos y deletéreos en la empañada bola de cristal peñista,
los cuales han puesto a la nación al borde de una crisis incontrolable
y de proporciones impredecibles, evidenciando, de paso, que la retórica
oficial triunfalista no era más que una quimera.
Tornadiza, la realidad se salió del libreto hollywoodense.
Dice José Luis Reyna, politólogo nada
radical de El Colegio de México: “el Estado está en la peor crisis. Son
muchos los problemas por resolver y tal como se encuentra estructurado
luce desvalido. No responde con agilidad a los problemas. La ausencia
de leyes tiene como resultado un sistema político tambaleante”. El
Estado ha sido rebasado “y dejó a sus instituciones básicas en calidad
de damnificadas, sobre todo las que procuran justicia y las que
pretenden garantizar la seguridad pública […]. Si México fuera un
continente, los aseguramientos municipales y estatales por las Fuerzas
Armadas permitirían afirmar que en las últimas semanas ha tenido lugar
un buen número de golpes de Estado. Se suprime la autoridad constituida
y se reemplaza por la fuerza pública. Una militarización que, en
teoría, puede amortiguar los estragos que ha generado la delincuencia
en las estructuras institucionales, pero que no implica necesariamente
la solución del problema: extirpar el tumor provocado por la colusión
entre la autoridad y la delincuencia. El mal, en los últimos años,
avanzó con rapidez inusitada. La crisis tiene que resolverse. Pocas
alternativas se visualizan para resolverla. Ése es el dilema mexicano
de hoy. El camino más corto es el autoritarismo y la militarización del
Estado: solución indeseable. Lo que México no padeció en el siglo XX
latinoamericano le toca sufrirlo ahora, en pleno siglo XXI: la
militarización como una solución temporal para recuperar el orden”.
Es “la solución del diablo que
nada soluciona”, “la solución fascista”; como escribiera hace tiempo el
economista Paul Samuelson: “si el mercado eficiente es políticamente
inestable, entonces los simpatizantes del fascismo concluyen:
deshagámonos de la democracia e impongamos a la sociedad el régimen de
mercado”.
La actual crisis, de carácter nacional, no cayó como un rayo en el cielo despejado…
Escribió Carlos Marx en El 18 brumario de Luis Bonaparte:
“Hegel dice en alguna parte que todos los grandes hechos y personajes
de la historia universal aparecen, como si dijéramos, dos veces. Pero
se olvidó de agregar: una vez como tragedia y la otra como farsa”.
A Reyna se le olvida añadir una sencilla razón que explica el desfase entre la trágica historia de América Latina y la opereta mexicana.
La diferencia radica en que la región
Sur del Continente inicia el experimento neoliberal (políticas de
choque ortodoxas de estabilización y las contrarreformas
estructurales) a principios de la década de 1970, liderado por Chile
(donde se implanta el modelo), Argentina y Uruguay. La instauración del
modelo de “mercado libre” y su mano invisible requiere de la ayuda de la sanguinaria manu militari
que reprime, encarcela y asesina a decenas de miles de opositores e
inocentes, convierte a las naciones en gigantescos cementerios y obliga
a exiliarse a otros millares de personas. Una década después el modelo
se colapsa, agravándose su estela de exclusión social, pobreza,
miseria, delincuencia y descontento. El proyecto es temporalmente
reflotado por los gobiernos civiles autoritarios (los Carlos
Menem o Alberto Fujimori), con sus tareas de profilaxis social. Sin
embargo, no pudieron evitar la crisis terminal del neoliberalismo,
entre el desastre económico y la convulsión social.
Pero antes de ser arrojado en el basurero
latinoamericano de la historia, “el neoliberalismo dinamitó todo”,
señaló recientemente Axel Kicillof, el keynesiano ministro de Economía
argentino, antípoda del decimonónico Chicago Boy Luis Videgaray.
Desde finales del siglo XX, esa época
de salvaje pillaje capitalista y estruendosos colapsos, fue derrotado
por las mayorías que, electoralmente, impulsaron la formación de
gobiernos progresistas y democráticos en Venezuela, Bolivia, Argentina,
Ecuador, Uruguay y Brasil, los cuales desertaron de la internacional
neoliberal. Con sus matices locales, han instrumentado políticas
económicas orientadas hacia el “crecimiento productivo con inclusión
social, con base en el mayor poder adquisitivo de los salarios, la
distribución del ingreso menos inequitativa y la reconstitución del
mercado interno”, según Kicillof.
Gracias a esa transición posneoliberal,
esos gobiernos han reducido las plagas sociales heredadas: el
desempleo, la informalidad y la miseria, avances reconocidos por
organismos como la Comisión Económica para América Latina y el Caribe
(Cepal). Esos resultados son las bases de credibilidad y legitimidad de
los nuevos regímenes que les ha permitido enfrentar las embestidas
desestabilizadoras de la derecha que buscan restaurar el orden
neoliberal y sus fallidos golpes de Estado.
En cambio, el gobierno mexicano se embarca hasta 1983 en el lustroso Titanic neoliberal, el cual había sido botado en 1975 en los astilleros chilenos con tecnología de Chicago, año en el que se inicia el matrimonio de conveniencia entre los Chicago Boys de la ultraderecha de la Universidad Católica de Chile (en México, el Instituto Tecnológico Autónomo de México, ITAM), hijos putativos
de Milton Friedman, Arnold Harberger, Gary Becker, Friedrich Hayek y
otros antiliberales y antikeynesianos, y los asesinos encabezados por
Augusto Pinochet.
Al ritmo de la Alexander’s ragtime band,
los priístas abordan la nave, justo cuando el “milagro de Chile” –como
lo calificara Friedman–, el símbolo fundacional del paradigma
neoliberal, se hunde entre las aguas tempestuosas de la crisis internacional de 1982-1983, y aún se escucha la espectral melodía de sus pasajeros: “Nearer, my God, to Thee…” (“más cerca, oh Dios, de Ti…”, según la mitología del Titanic). Dos años antes la nave se había estrellado estrepitosamente con el témpano de la realidad y las primeras señales del inminente naufragio
se manifiestan con el espectacular derrumbe del sistema bancario,
detonado por el abandono de la paridad fija y la devaluación de 1982:
22 instituciones, entre ellas las dos más grandes, cuyas operaciones
equivalían al 60 por ciento del crédito, tienen que ser intervenidas
por la dictadura entre 1981 y 1983, de acuerdo con Enrique Marshall,
que en 2009 era consejero del banco central de ese país.
El neoliberalismo es parido en ese país, entre los escombros de la democracia y el baño de sangre, y cierra su primer ciclo entre los escombros de la economía.
El programa de choque fondomonetarista de 1975 provocó una recesión de
13 por ciento y una tasa de desempleo de 15 por ciento de la población
económicamente activa. En 1982 la economía se derrumbó 14 por ciento y
el desempleo subió a 20 por ciento. En 1990, cuando la dictadura fue
derrotada electoralmente, la pobreza y la miseria agobió al 40 por
ciento de la población, según datos de la Cepal. En 1987 el 41 por
ciento y el 47 por ciento del ingreso nacional se concentraron en el 10
por ciento de los hogares y las personas. En 1990 el 42 por ciento y 45
por ciento, respectivamente, según el chileno Jacobo Chatán, quien
agrega que, en realidad, el número de pobres fue, al menos, el doble de
lo que se ha reconocido oficialmente, que la brecha que separara a los
más ricos de los más pobres era bastante mayor, y que la estructura de
poder determinó que los beneficios del desarrollo se acumularan en los
estratos más ricos, situación que no había sido modificada hacia el
2005 con los gobiernos que siguieron a la dictadura militar
(“Distribución del ingreso y pobreza en Chile, Polis, Santiago, número 11, 2005).
Los informes Valech y Rettig estiman que el costo del alumbramiento
del neoliberalismo en Chile fue de 34 mil 690 víctimas de prisión
política, de las cuales 28 mil 459 sufrieron torturas; 2 mil 279 fueron
asesinados y unos 1 mil 248 continúan como desaparecidas. Además, unas
200 mil personas habrían sufrido el exilio y un número no determinado
(cientos de miles) habría pasado por centros clandestinos e ilegales de
detención.
La vulnerabilidad social –que se
manifiesta en la pobreza, la miseria, la desigualdad, la exclusión o la
delincuencia, entre otras formas– ha sido el costo social de la
violencia económica del modelo neoliberal. La violencia política es el
precio pagado por su imposición radical desde arriba, como
única opción para que la sociedad acepte las reformas que vulneran sus
intereses. Se pregunta el politólogo Adam Przeworski: “¿Puede
considerarse democrático un gobierno que recurre al estado de sitio
para contener a la oposición contra las reformas?” (Democracia y mercado).
Los salinistas siempre se creyeron más astutos que los ahogados del Titanic neoliberal suramericano. El otrora Chicago Boy Pedro Aspe, expadre putativo del Chicago Boy Luis Videgaray, se jactaba que habían analizado minuciosamente los errores cometidos en otras latitudes para no repetirlos (El camino mexicano de la transformación económica,
Fondo de Cultura Económica, 1993). Como dice Przeworski, para “socavar
cualquier oposición y la resistencia que generan los costos sociales de
las reformas, el estilo tecnocrático” salinista impone los “pactos
sociales [que] son siempre excluyentes”, ya que las organizaciones
representativas no tienen ningún papel en la determinación de las
políticas. Se basa en el decretismo. La imposición de las
reformas al Congreso de la Unión sin debate. Esa tarea es facilitada
por el control del poder en el Ejecutivo, otorgada por el sistema
presidencialista que subordina al Legislativo y al Judicial, por la
dominación corporativa de las organizaciones sociales.
Sin embargo, lo anterior no impide que el “milagro mexicano” neoporfirista se derrumbara estrepitosamente en 1994.
Por razones geopolíticas
estadunidenses, como reconoció Alan Greenspan en 1995, los neoliberales
locales, cuyas políticas eran consideradas hasta el momento como “el
modelo de transición económica y política de un sistema rígido dirigido
por el Estado hacia una estructura de libre mercado”, tienen que ser
rescatados por el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial y la
Casa Blanca, con el objeto de contrarrestar “las presiones para
reimponer controles en muchas áreas de su economía y para restablecer
la interferencia gubernamental en el cada vez más vibrante sector
privado en México”. Para evitar “una reversión de las reformas
económicas de México y una difusión de las dificultades financieras a
otros mercados emergentes [que] podrían detener o revertir la tendencia
global hacia las reformas orientadas al mercado y a la
democratización”, ya que “esto sería un retroceso trágico no sólo para
estos países sino para Estados Unidos y también para el resto del
mundo”.
La vida artificial concedida al
neoliberalismo ha sido perpetuada desde 2000 con la alternancia
autoritaria entre los partidos de la derecha, travestida de
“democrática”. La manera en que el Partido Revolucionario Institucional
(PRI) y el Partido Acción Nacional obtuvieron sus triunfos electorales
en 1988, 2006 y 2012 develan la permanencia del rostro ajado del despotismo del sistema político mexicano.
Para imponer las contrarreformas
laboral, energética, penal o en las telecomunicaciones, los peñistas no
tuvieron que inventar nada. Sólo recurrieron a los instrumentos de
control resumidos anteriormente, los cuales alcanzaron su esplendor y
quiebra durante el salinismo, y que les concede el sistema
presidencialista autoritario.
El 31 de octubre escribieron John Bailey y Juan Carlos Garzón en El país:
“Hace sólo un par de semanas, la escena política mexicana era ocupada
por las grandes reformas y el anuncio de importantes proyectos de
infraestructura. Pero dos hechos le estallaron de frente al gobierno y
al país. Primero fue Tlatlaya [con la ejecución de 22 personas por los
militares]. Luego fue Iguala […]. La bestialidad puso al gobierno de
Enrique Peña Nieto en una difícil situación, con una compleja crisis de
corrupción, impunidad, violencia y barbarie. Desde entonces la
incertidumbre ha sido la regla”.
La pérdida de credibilidad y
legitimidad que enfrenta el gobierno (los poderes Ejecutivo,
Legislativo y Judicial), en sus niveles federal, estatal y municipal,
así como el conjunto del sistema político (su funcionamiento, las
instituciones, los partidos) en 2014, y los problemas de gobernabilidad
y estabilidad, no irrumpieron súbitamente. Son fenómenos de dilatada
gestación. La crisálida del actual descontento y la protesta social se
desarrolla en las estructuras autoritarias de dominación y en la
naturaleza antisocial y excluyente del modelo económico neoliberal. La
combinación de esos factores con otros elementos de corto plazo se
generó un coctel explosivo, cuyo desenlace es impredecible. En conjunto
han generado la crisis política del gobierno peñista y han colocado a
la nación en un callejón sin salida.
La crisis, el enrarecimiento y la
incertidumbre política y económica son detonadas por la gratuita y
bestial represión institucional sufrida por los estudiantes normalistas
de Ayotzinapa, en Iguala, Guerrero; el cruel asesinato del estudiante
Julio César Mondragón –cuyo desollamiento rememora las épocas más
siniestras de la Guerra Sucia: su sadismo, la tortura sistemática, el
homicidio masivo–, y la desaparición de otros 43. Por la
responsabilidad de las autoridades estatal y municipal, de los aparatos
represivos del Estado, incluido entre éstos los militares, que develan
una vez más descarnadamente la relación entre el poder político y el
narcotráfico, entre otras formas de delincuencia. Por la inicial
negligencia peñista ante los bárbaros acontecimientos, su subsecuente
parálisis y sus tardías y erráticas respuestas dadas para tratar de
resolver el conflicto pacíficamente, dentro de los márgenes
institucionales, de acuerdo con el imperio de las leyes, y por la
complicidad mostrada por los partidos ante los sucesos para tratar de
esconder la crisis del Estado, lo que no ha evitado el uso oportunista
de éstos últimos por linchar a esa cosa que se dice “izquierda”.
Esa “izquierda partidista –que como dice Porfirio Muñoz Ledo– se rompió, está compartimentada y tiene demasiadas complicidades”.
El hecho que rápidamente suscitará
masivas movilizaciones estudiantiles a escala nacional, incluyendo a
instituciones académicas que normalmente se mantienen al margen de las
manifestaciones callejeras de descontento como son el Instituto
Tecnológico Autónomo de México o El Colegio de México, semilleros de
neoliberales, así como de otros sectores sociales, no es inusitado.
Hace tiempo escribió el pakistaní Tariq Ali: “En un país donde la
dictadura sofoca cualquier disensión […], las universidades se
convierten en el principal centro de organización política. Estos
sucede especialmente en los países del tercer mundo” (Años de lucha en la calle, 2005).
Dichas movilizaciones, asimismo, tienen
otro elemento de fondo, explicado por Barrigton Moore: el rechazo a la
injusticia que ha caracterizado liberalismo y el autoritarismo como la
base social de la desobediencia y la rebelión.
Desde luego tampoco es sorprendente la
radicalización de algunos sectores de los descontentos ante el
despotismo estatal, ante la ausencia de mecanismos que permitan
resolver los conflictos de otra manera. No debe olvidarse, asimismo,
que la protesta y la violencia social no son más que la respuesta a la
violencia institucional, ya sea a través de los aparatos represivos del
Estado que actúan con toda impunidad, protegidos por el sistema, o por
medio de formas más sutiles, como son la mutilación de las conquistas
sociales o laborales o la indefinición jurídica, entre otras. Por
demás, aunque existan los instrumentos que permitan a la sociedad la
defensa de sus intereses, históricamente es normal que cualquier
movilización o proceso social adopte posiciones extremas. Decía Malcom
X: “El extremismo en defensa de la libertad no es una depravación, la
moderación en la búsqueda de justicia no es una virtud”.
El inglés Thomas Jonathan Wooler, que editaba la publicación The black dwarf a
principios del siglo XIX, tenía como lema: “Los pueblos siempre tienen
el derecho de resistir a la opresión. Por las buenas sí podemos [la
resistencia pasiva para alcanzar la libertad]. Por la fuerza si hace
falta”.
El uso de la violencia institucional ha
sido una constante del presidencialismo mexicano. Dice el historiador
Pedro Salmerón: “Desde 1946 hasta 2014, la violencia del régimen
priísta le ha pegado a todos cuantos protestan. Obreros, maestros,
precaristas y colonos pobres, estudiantes y clases medias fueron
reprimidos cada vez que alzaron la voz. Pero sin duda, fueron los
pobres del campo y los indígenas quienes resintieron y resienten con
mayor crudeza la violencia del Estado. Las condiciones de miseria y
desigualdad propias del régimen priísta se acentúan en el campo
mexicano, lo que ha empujado a los campesinos a la protesta
desesperada. Más de una vez, la violencia de una respuesta despiadada
ha empujado a los campesinos disidentes a la rebelión armada”.
Felipe Calderón había agudizado el descontento con su “guerra” contra el narcotráfico, su terrorismo de Estado y su guerra sucia,
que violentaron el estado de derecho y que arrojaron “más de 121 mil
muertes violentas relacionadas con el narcotráfico, una muerte cada 30
minutos, según datos de la Procuraduría General de la República (PGR)”
y dados a conocer por el PRI en el Senado y 26 mil 121 personas
desaparecidas, de acuerdo con la Secretaría de Gobernación, 12 por día.
El rechazo sufrido por Enrique Peña
Nieto en la Universidad Iberoamericana anunciaba que su gobierno no
sería políticamente fácil. Menos, cuando el retorno del PRI a la
Presidencia se logró violentando las reglas electorales con la
complacencia de las autoridades electorales; desde el primer día de
gobierno se reprimió a los opositores; se aprobaron reformas que
evidencian que los principales beneficiados serán los grandes capitales
locales y foráneos, con un proceso legislativo que insulta a la
inteligencia, al igual que el Pacto signado por los partidos políticos;
se aprobaron leyes que intensifican la criminalización de la protesta
social; o se continúa con la misma lucha calderonista en contra del narco,
aunque de manera distinta, con los mismos resultados, que muestran la
pérdida del Estado del monopolio de la violencia, y la persistencia de
la narcopolítica.
El rechazo de la Suprema Corte de Justicia de la Nación a la consulta energética, con argumentos risibles, sólo atizó el fuego del descontento.
Lo más grave es que el gobierno ya se
quedó sin opciones para una salida pacífica y “aceptable” para los
normalistas agraviados y sus familias.
Si reprime al movimiento para tratar de sofocarlo, las consecuencias serán inmensurables.
El autoritarismo tiene otra razón de
ser. Es una necesidad de los grupos dominantes para asegurar la
supervivencia del modelo capitalista que ha sustituido la producción
por el rentismo; que se caracteriza por la extranjerización de la
economía; el saqueo irracional de los recursos naturales; los negocios
turbios entre la elite política y la oligarquía, la impunidad y la
corrupción institucional, ausencia del imperio de las leyes. Para
garantizar el “capitalismo de amigotes”, como diría Joseph Stiglitz.
El rencor social se nutre por la
exclusión y el empobrecimiento de las mayorías provocado por el modelo
económico, que ha arrojado a la informalidad, al desempleo o ha
expulsado del mercado laboral a 36.8 millones de personas, equivalente
al 71 por ciento de la población económicamente activa, estimada en
52.1 millones; que expulsa del país a más de 300 mil trabajadores; que
ha provocado la pérdida del 76 por ciento del poder de compra de los
salarios mínimos reales y la mitad de los contractuales; que en 2012
mantenía en la miseria, la pobreza, la vulnerabilidad por carencias
sociales y de ingresos a 94 millones de mexicanos, el 80 por ciento de
117 millones; que ha promovido la concentración del 37 por ciento del
ingreso corriente monetario en el 10 por ciento de la población.
Cuando la pauperización de las mayorías y la violencia ejercida en contra de ellas son una condición sine qua non
para que 23 millones de individuos vivan decorosamente y, en especial,
35 familias de 30 millones puedan darse los lujos de señores feudales,
¿qué otra cosa puedes esperarse, más que el odio y el estallido social?
Escribió en 1919 Rosa Luxemburgo: “Los
exultantes ‘vencedores’ no se dan cuenta de que un orden que debe
mantenerse con esporádicas matanzas sangrientas se aproxima
irresistiblemente a su destino histórico, a su desmantelamiento […]
Vuestro ‘orden’ está construido sobre arena. Mañana la revolución
levantará cabeza nuevamente”.
Por la salud de la nación.
Macos Chávez M*, @marcos_contra
*Economista
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