La Digna Voz
Sírvase
la siguiente reflexión para complementar la reciente publicación –de
fina factura– del colega Rafael de la Garza, que refiere al falso
dilema nacionalismo-neoliberalismo, y a la gama de programas e idearios
políticos al servicio de un mismo fin: la reproducción de las
estructuras de poder. (Ir a artículo: http://lavoznet.blogspot.mx/2014/08/nacionalismo-y-neoliberalismo-dos-caras.html)
El citado artículo tiene la virtud de la claridad sintética. En efecto,
las disputas en la arena política se reducen a un añejo conflicto: el
antagonismo entre dos formas de propiedad que a menudo son
complementarias, aunque siempre con predominio de una u otra, según los
imperativos de la época y la economía. El nacionalismo es la sombra
ideológica de una forma de propiedad que corresponde con un patrón de
acumulación sostenido en el Estado. El neoliberalismo, que es una
estrategia política e ideológica con altos contenidos excrementicios,
es el credo que acompaña los ciclos de acumulación basados en los
mercados y la preeminencia de las asociaciones empresariales. Es
natural que ciertos sectores de la izquierda comulguen más
frecuentemente con el programa nacionalista, en especial por su
oposición al neoliberalismo, que es sin duda una agresiva embestida de
las élites en su afán de transferir los costos de un modelo en crisis a
la totalidad de la población. Pero como bien sostiene de la Garza, el
proyecto nacionalista estuvo históricamente imbricado al desarrollo del
capitalismo en México, y acaso en el resto del mundo. Lo que es preciso
entender es que el nacionalismo es tan sólo la expresión ideológica de
un modelo de desarrollo capitalista que pereció, y que precisamente
reemplazó el neoliberalismo.
No se puede objetar que esta
nueva agenda –la neoliberal– es más lesiva socialmente para el interés
público. Pero es políticamente infecundo oponer a este radicalismo
conservador una ideología en estado de defunción, que además tiene
contenidos igualmente conservadores. Es una suerte de oposición
cómplice, a modo para la reacción, y con poca o nula capacidad de
generar simpatías multitudinarias, dada la condición anacrónica de su
marco de creencias. La prueba más fehaciente de su impotencia –de la
oposición nacionalista– es su asombrosa incapacidad para frenar
siquiera mínimamente el ciclo de reformas neoliberales en curso. La
participación (que no oposición) de esta fracción política en el marco
de la neoliberalización fluctúa entre la colaboración clientelar y la
denuncia acomodaticia. (Es todavía más condenable que en el contexto de
una guerra inicua, con costos humanos inenarrables, esa oposición no
actúe con la determinación que exigen las circunstancias, y se ciña
tercamente a la arena electoral). En suma, la actuación de reparto de
la izquierda nacionalista, representada principalmente por el PRD,
Morena y asociados, es indicativo de un estancamiento que reclama una
urgente reestructuración.
Los dos vértices programáticos de
la agenda nacionalista, a saber, la renacionalización de la industria
energética, y el alza al salario mínimo gradual o por decreto, aún
cuando pudieran alcanzar cierto eco en los círculos del oficialismo,
son insuficientes para modificar significativamente la correlación de
fuerzas y/o desarticular la red de dispositivos materiales e
inmateriales que sostienen el capitalismo en México. Y más aún si se
considera que un incremento a la tasa salarial es casi un hecho
necesario en ciertos episodios del continuum neoliberal, pero sólo como
una compensación por la desposesión gigantesca que acarrea esta
estrategia: se devuelve en especie lo que por derecho le corresponde al
conjunto de la población. No escucho a ningún nacionalista señalando
este ardid inexcusable.
Acierta de la Garza cuando señala que
“nacionalistas como neoliberales persiguieron y persiguen el mismo fin:
la continuidad de un modelo de dominación capitalista”. En el texto “El
hombre unidimensional”, Herbert Marcuse advierte: “Ni la
nacionalización parcial, ni la extensión de la participación del
trabajo en la gestión y el beneficio, podrán alterar por sí mismas este
sistema de dominación, en tanto que el trabajo en sí permanezca como
una fuerza apuntalada y afirmativa”.
Asistimos al
desplazamiento del Estado como puntal de la acumulación capitalista. La
nueva institución dominante es la corporación. Los mercados atraviesan
un proceso de recomposición en consonancia con esta nueva realidad. Y
los Estados naturalmente pierden facultades otrora inalienables. El
nacionalismo es el lenguaje político hegemónico del siglo XIX y la
primera mitad del siglo del XX. El neoliberalismo es la cría bastarda
en proceso de entronización. El siglo XXI debe inaugurar una fuerza que
dé sepultura al neoliberalismo, en particular, y al capitalismo, en
general. Pero esa fuerza debe mirar hacia el porvenir, y no hacia
reivindicaciones decimonónicas cuya caducidad e inefectividad están
sobradamente comprobadas.
Enunciarlo es un primer paso para articularlo a la discusión pública: “el verdadero dilema es capitalismo-anticapitalismo”.
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